—¿Cuánto tiempo tienes que quedarte en Londres?
—Un par de días. Puedes acompañarme si quieres. ¿Para qué vas a quedarte aquí?
—Tengo que trabajar —contestó él.
Michael había conseguido un puesto en la Universidad de Oxford, en el St. Anthony's College. El sueldo era pequeño, pero tenía pocas horas de clase. Se proponía escribir un libro, un estudio sobre el fundamentalismo.
—¿En el libro?
—No. Creo que ya ha llegado el momento.
—¿De qué?
—Ven, entra. Quiero mostrarte algo.
Michael fue a su dormitorio, el que ocupaba de niño, y salió con un archivador del que sacó una carta en cuyo membrete figuraba el escudo de armas papal. En el interior del archivador había una cajita decorada con motivos pontificios. Dejó ambas cosas a un lado. En una bolsita de hilo guardaba una llave. Un día regresaría a las cenizas de la Babilonia cairota para abrir la cripta de Abu Sarga y destruir la pintura.
Sacó también del archivador un grueso informe. La primera hoja era una fotocopia de la lista que le había dado al Primer Ministro, a quien le mintió al decirle que no había copias. Aunque aquella se destruyese, tenía otras. Unida con un clip a la lista de Percy Haviland, había otra lista más larga. Eran los mismos nombres más sus señas, sus fotografías y datos personales. No se había dormido desde su regreso.
Michael sabía que era inútil volver a Downing Street. Tras leer la noticia de que sir Lionel Bailey había sido nombrado embajador en Francia, trató de ponerse en contacto con el Primer Ministro. El mandatario le agradeció toda su ayuda, lamentando que su sobrecargada agenda no le permitiese recibir a Michael, a quien no le había pasado inadvertido que los hombres de la Unidad Especial le vigilaban. Lo que ignoraba es si sabrían que lo había notado, pero daba igual.
A primeros de marzo empezó la Fath al-Andalus, con un par de meses de retraso sobre el programa previsto. Y, desde entonces, rara era la semana en que no se había producido alguna carnicería. Habían muerto ya más de tres mil personas y sólo se habían producido cinco detenciones. En Egipto corría el rumor de que Abu Abd Allah al-Qurtubi seguía vivo y aguardaba el momento oportuno para reaparecer. Una de las fuentes de Michael le reveló que un hijo de al-Qurtubi vivía en Tanta, un hombre de unos treinta y cinco años llamado Hassan. Se decía que elementos de Ahl al-Samt se estaban reagrupando en torno a él.
Michael cogió una pesada pistola automática y una caja de municiones.
—¿Hasta dónde crees que podrás llegar? —le preguntó Aisha.
—Recorreré un buen trecho. El suficiente —contestó él encogiéndose de hombros—. No tengo que cargármelos a todos. Sólo hacer lo justo para desarticular la red y meterles a los demás el miedo en el cuerpo.
—¿Y por qué has de ser tú, Michael? Tienes contactos. Sin duda alguien podría…
Michael negó con la cabeza y, sacando la llave de la bolsita, la dejó en la mesa.
—Me confiaron esto —dijo— y entonces no lo quise. Ni lo quiero ahora tampoco. Pero es mío. Alguien tiene que hacerlo, Aisha. Alguien debe acabar de una vez con esto.
—¿Y luego?
—Pues nada. Se habrá acabado de verdad.
—No —replicó ella—. Estas cosas nunca se terminan del todo. Por cada uno que mates habrá otros muchos. Tus ejecuciones no cambiarán las cosas. No puedes matar el miedo, los prejuicios, nada de todo eso. Y, sin acabar con esas cosas, siempre habrá quienes se escuden tras ellas.
—¿Por qué, entonces, pierdes tú el tiempo con la política? No puedes acabar con el fanatismo de la noche a la mañana.
—Lo hago porque es mi deber, Michael.
—Pues estamos en las mismas.
—No, amor mío, no es lo mismo.
—¿Crees entonces que debo abandonar y dejarles campar a sus anchas?
Aisha reflexionó unos instantes.
—No, no es eso lo que creo. Son responsables de la muerte de centenares de personas inocentes. No deben quedar impunes. Pero es importante que comprendas que con esto no se va acabar.
Michael se levantó y fue hacia la ventana. La estancia daba al jardín. Había que cortar el césped y podar los rosales. Nadie lo había hecho desde la muerte de su padre. Quería volver a vivir allí. Podrían tener hijos.
—Sigo teniendo la misma pesadilla —dijo.
—¿La de la pirámide? No me habías dicho nada.
—Rara es la semana que no la tengo. No hay forma de librarme de ella.
—Quizá debieras consultar con alguien, con un médico…
—No, no serviría de nada. Estas cosas no se resuelven con píldoras.
Aisha se acercó a él y lo estrechó con fuerza entre sus brazos. Fuera lucía el sol. Hacía un día espléndido como pocos, sin rastro de nubes que amenazasen lluvia.
—Pronto será otoño —dijo él.
—Sí —dijo ella—. Y después invierno.
Fin
Q
uiero dar las gracias a todas las personas que me han ayudado a escribir este libro con sus consejos, sugerencias y datos. Mi esposa Beth me ha infundido una inapreciable energía en forma de comentarios, abrazos y contagiosas risas cada vez que me desanimaba. Mis editoras de Londres y Nueva York, Patricia Parkin y Karen Solem, retocaron un hinchado primer borrador con maravilloso tacto y claridad. Jeffrey Simmons me orientó en la dirección correcta.
Gracias también a Roderick Richards, de Tracking Line; a Dave Miller, director del departamento de Servicio al Cliente de Intercity Northeast; a Geoff Bowder, Paul Starkey, John Dore y Jamie Robertson-Melsaac, por sus esenciales contribuciones al libro en su forma definitiva (libres de responsabilidad, todos ellos, de lo que he terminado haciendo con sus datos).