El nombre de la bestia (22 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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Si alguien vigilaba, Aisha podía estar en manos de Abu Musa y eso limitaba enormemente las opciones de Michael. En modo alguno quería poner en peligro la vida de Aisha.

Hasta pasadas las cuatro no vio su oportunidad. El sol ya se había puesto y no quedaba nadie en la calle. Todos habían vuelto a casa para comer tras el largo ayuno.

El agente salió de la arcada, miró impacientemente a uno y otro lado de la calle y luego su reloj. Michael supuso que su turno había terminado y que su sustituto se retrasaba. Cinco minutos después, un hombre vestido como un campesino
saidi
se detuvo frente a la arcada. Michael vio que el de la arcada asomaba la cabeza, intercambiaba unas palabras con su sustituto y se despedía de él. Instantes más tarde pasaba frente al callejón.

Michael salió entonces de entre las sombras. Dejó que el agente le adelantase unos treinta metros y entonces empezó a seguirlo.

Capítulo
XXVI

E
l agente no parecía tener prisa por llegar a casa. Fue hacia Shari al-Muski y luego se dirigió hacia el este, a los barrios bajos de las afueras de la parte antigua de la ciudad. Michael le seguía como por el túnel del tiempo. Aquél era un mundo espectral, un mundo gris preñado de recuerdos. Las calles vibraban, llenas de vida y bullicio, y al mismo tiempo resultaban fantasmagóricas, con las huellas del pasado como cicatrices en una carne fláccida.

El individuo que había estado apostado frente al apartamento de Aisha seguía tomándoselo con calma. Se detuvo varias veces en los tenderetes que encontraba a su paso; entró en una panadería y salió al cabo de unos momentos con una hogaza. Tras cruzar Shari Bur Said giró a la izquierda, enfilando hacia el laberinto de calles y callejas de la periferia de Jan al-Jalili, una zona despojada de cualquier asomo de modernidad. El presente se veía oscurecido a cada paso por la abrumadora presencia del pasado: pórticos de mezquitas medievales y
madrasas
; altos edificios rozándose como amantes en los callejones;
mashrabiyya
, celosías de madera primorosamente trabajadas, aunque ahora rotas y desvencijadas; raídas ropas colgando de los tendederos en los callejones, como estandartes de pobreza. Pasaban hombres con remendadas
jalabiyyas
portando en la cabeza bandejas de pasteles, en precario equilibrio, asnos que no eran más que piel y huesos soportando pesadas cargas, y niños sucios correteando entre un bosque de piernas. Venía siendo así desde tiempo inmemorial.

Llegaron a una desierta placita con una fuente de estilo mameluco, rota y olvidada. El agente vaciló ligeramente ante un pequeño café y luego entró. Michael entró también medio minuto después.

El local no era mayor que un dormitorio de dimensiones bastante reducidas, con unas pocas mesas tan desvencijadas como las sillas. El suelo era de tierra desnuda, amazacotada y cubierta de serrín, aplanada por los pies de quién sabe cuántas generaciones. No había ventanas ni más luz que la de cuatro desnudas bombillas que pendían del bajo techo.

El agente estaba sentado en una mesita de un rincón, solo. Junto a él, un grupo de hombres vestidos con
jalabiyya
se pasaban una
shisha
mientras jugaban a las cartas. Azuladas volutas fluían de la boquilla de bambú al pasar de mano en mano. Al entrar Michael, alzaron la vista para mirarlo. Otro grupo, sentado en torno a una mesa contigua, también le miró. Nadie dijo una palabra. Por lo general, en los cafés se charlaba animadamente, pero allí había un silencio casi absoluto.

A diferencia de los locales elegantes del centro de la ciudad, aquellas
qabwas
de barrio no eran frecuentadas por clientes ocasionales. Tenían una clientela habitual y se parecían más a un club privado que a un establecimiento público. Michael se sentía indefenso, como si hubiese caído en una trampa. El hombre al que seguía le miró de reojo y en seguida desvió la mirada. Michael no creía que le hubiese reconocido y se sentó en una mesa contigua a la puerta para no darle opción a que lo despistase.

Sacó su ejemplar de
al-Ahram
del bolsillo y fingió leer. El
qahwaji
estaba ahora en la mesa del agente con un vaso de té fuerte. Parecían conocerse. Michael se fijó en que conversaban utilizando el lenguaje de los sordomudos. Entonces recordó haber oído hablar de la existencia de cafés para sordomudos.

A continuación el
qahwaji
se acercó a Michael, que dejó a un lado el periódico al ver que el camarero movía rápidamente las manos.

—Perdone —dijo Michael confiando en que le oyese—. Yo no soy sordo. Pasaba por aquí y necesitaba tomar algo. Disculpe si…


Malish
. Encantado de atenderle. ¿Qué quiere tomar?

—Un café solo, por favor. Bien caliente.

—No le he visto nunca por aquí.

—No, vivo en Shubra —dijo Michael meneando la cabeza—. Pero tenía que hacer cosas por aquí. Uno de mis ex alumnos ha ingresado en la Universidad de al-Azhar —añadió Michael, aprovechando la circunstancia de que el gran centro de estudios teológicos se encontraba a sólo unos minutos de allí.

—¿Es usted profesor?

Michael asintió con la cabeza.

—Pues entonces supongo que no tardará en buscarse otro empleo.

—¿Por qué lo dice?

El camarero se encogió de hombros y puso cara de no querer ahondar en el tema que él mismo había suscitado.

—Me ha dicho un café solo, ¿no?

—Sí.

Al volver, el
qahwaji
se limitó a dejar la jarra de café y la taza encima de la mesa sin decir palabra. Había cosas de las que era mejor no hablar. Los
muhtasibin
tenían confidentes por todas partes, según se decía.

Al cabo de unos instantes la puerta del local se abrió de nuevo. Una ráfaga de aire frío irrumpió en el café. La puerta se cerró con un leve «clic». En la penumbra de la entrada, el recién llegado parecía también fuera de lugar. Iba vestido con una larga túnica blanca, una gruesa
abaya
de lana negra por encima y un pequeño turbante blanco de fino algodón cubierto por un chal de lana color crudo. Llevaba una barba poblada, de un rubio muy oscuro y recién recortada. Resultaba difícil precisar su edad; podía tener treinta años o cuarenta y cinco. Michael se dijo que, con toda seguridad, era europeo o norteamericano.

Se hizo un silencio que se podía cortar. El hombre que en aquellos momentos tenía la
shisha
se quedó petrificado. Dos que jugaban al chanquete se interrumpieron a medio movimiento, uno de ellos oprimiendo las piezas en la mano, y un cliente que movía ágilmente las manos y los dedos dejó la frase a la mitad.

El recién llegado no pareció percatarse de nada. Ignorando a los otros clientes, se dirigió hacia la mesa del hombre que Michael había estado siguiendo. Le saludó con voz queda, pero no como a un viejo amigo, sino como a alguien con quien debía tratar un asunto profesional. El agente, que era un hombre menudo, correspondió al saludo con una leve inclinación de cabeza.

Poco a poco, el café volvió a la normalidad. Se oyó de nuevo correr el agua del grifo, el ruido de las piezas en el tablero de chanquete y el vapor de la
sarabantina
al fondo del local.

Los dos hombres se hallaban ahora frente a frente, en la mesa; el agente, de espaldas a Michael. El europeo hablaba en voz muy baja, moviendo exageradamente los labios para que su compañero pudiese leerlos. Cuando hubo terminado, el agente anotó algo en un pequeño cuaderno, arrancó la hoja y se la pasó. La operación se repitió una y otra vez durante diez o quince minutos, y lo que había empezado como una conversación degeneró en discusión. El europeo hablaba cada vez más fuerte y con más acaloramiento, y el agente escribía sus notas cada vez más frenéticamente. Nadie parecía fijarse en ellos. Michael sólo cazó palabras aisladas: «promesa», «incumplir tu palabra», «Babilonia», «traicionado» y, en tres ocasiones, «Armagedón».

De pronto, el europeo se levantó y apartó violentamente su silla. A pesar de que ésta cayó al suelo produciendo un gran estrépito, el incidente pasó inadvertido para la mayoría de los clientes. Sólo uno o dos alzaron la vista, atraídos por el brusco movimiento. El europeo parecía muy furioso y sus ojos reflejaban una mezcla de asco y temor. Por un momento, miró a Michael con expresión desafiante. Éste se puso tenso, temiendo que el recién llegado le hubiese reconocido, pero en seguida observó que desviaba la mirada y que se disponía a salir.

Pasó frente a él y salió dando un portazo. El agente continuó sentado ante la mesa, quieto y encogido como si temiera que fuesen a golpearle. ¿Debía desentenderse de aquel agente y seguir al que acababa de salir?, se preguntó Michael. Quienquiera que fuese, su manera de vestir y su talante indicaban que se trataba de alguien superior al mediocre individuo de la mesa. Pero, palabras como «promesa» y «traición» le hacían pensar que se traían entre manos algo que ignoraba. Con el agente que tenía allí enfrente, Michael sabía por lo menos a qué atenerse. Decidió abordarle mientras seguía turbado por la discusión y por el estallido de cólera del otro individuo.

Se levantó y se dirigió a la mesa del rincón, donde seguía sentado el agente con la cabeza gacha, inmóvil. Michael se inclinó y retiró la silla. Se sentó frente al sordomudo y se irguió.

Un hilillo de sangre asomaba por la boca del agente y caía en la mesa, donde ya había formado un charquito rojo. Michael se levantó rápidamente y le echó al agente la cabeza hacia atrás. No había nada que hacer. El del turbante lo había degollado.

Capítulo
XXVII

A
nochecía. Las calles estaban oscuras y el frío arreciaba. Michael se estremeció y se levantó el cuello de la chaqueta. Tendría que conseguir ropa de abrigo si no quería morir congelado. Llevaba más de una hora vigilando la entrada del café desde una prudente distancia, aguardando a ver quién aparecía. En realidad, suponía que sería el propio Abu Musa o alguno de sus lugartenientes; pero hasta el momento no había llegado más que una pareja de
shawish
, dos simples agentes de policía de la cercana comisaría de Bab al-Jalq.

El arma que mató al agente debía de estar muy afilada y el verdugo sin duda había actuado con gran rapidez. Michael no recordaba haber notado el menor movimiento que hiciera pensar en tan fatal resultado. Había llamado al
qahwaji
y le había dicho que avisase a la policía. Mientras el camarero lo hacía, él aprovechó la oportunidad para registrar los bolsillos del muerto, confiando en encontrar algo que le diese una pista. Encontró un carné de identidad plastificado a nombre de Abd al-Haqq Uthman, donde se indicaba que trabajaba para la
mujabarat amma
o Policía Secreta. Era un carné anterior a la Revolución, una reliquia de los tiempos del presidente Mubarak. Sólo Dios sabía para quién trabajaba desde la instauración del nuevo régimen.

Frente a la puerta del café, un grupo prorrumpió en piadosas exclamaciones cuando sacaron al hombre asesinado a la calle. Portaban el cuerpo en una camilla de madera, cubierto con una sucia lona. Se habían congregado muchos vecinos, niños en su mayoría. Una mujer gritó, y su desgarrada exclamación rompió el silencio de la noche. Michael permaneció observando. Nadie siguió a los que transportaban la camilla por el callejón hacia al-Muizz li-Din Allah. Michael se decidió entonces a salir de su escondrijo e ir tras ellos. En la esquina de Shari al-Azhar aguardaba una ambulancia. Oyó que uno de los camilleros le decía al conductor «Al-Ajuza», el nombre del hospital de la policía que estaba al otro lado del río, para que llevase el cadáver allí.

Felicitándose por no tener ya nada que temer del individuo asesinado, Michael decidió volver al apartamento de Aisha. Se detuvo varias veces durante el trayecto. La primera para comprar un abrigo barato en una pequeña tienda de al-Muski regentada por un
jayyat
copto. Habría preferido algo más grueso y caliente, pero era imprescindible que mantuviese su aspecto de pobretón. La segunda vez que se detuvo fue para comer unos macarrones y la tercera para comprar un cuchillo. Tenía una pistola en su apartamento de Abdin, pero era demasiado arriesgado aparecer por allí. Al llegar a Shari al-Ruwayi nevaba copiosamente.

Había alguien vigilando. Michael no estaba seguro de que se tratase del relevo del agente asesinado, pero poco importaba. Aguardó hasta que se convenció de que el hombre estaba solo. Paseaba de un lado a otro de la arcada bajo la que se hallaba apostado, frotándose las manos para que le entrasen en calor. En uno de los extremos de la arcada había una farola y, cuando pasaba junto a ella, se veía su aliento como una blanca nube en el gélido aire.

Michael avanzó sigilosamente de portal en portal hasta llegar a la arcada, a escasos centímetros del agente, distraído a causa del frío. Michael le clavó el cuchillo en la ropa a la altura de la región lumbar, lo suficiente para atravesar su fina
jalabiyya
y rozarle la carne.

—Si abres la boca eres hombre muerto —susurró.

El agente se quedó inmóvil, ahogando un grito en su garganta.

—Vamos a cruzar juntos la calle —le musitó Michael al oído—, hasta el edificio de apartamentos de enfrente; el que llevas dos horas vigilando. No apartaré el cuchillo ni un instante. No quisiera rajarte en mitad de la calle, pero te aseguro que lo haré si me das el menor motivo. En cuanto entremos te cachearé. No quiero malos entendidos. Luego subiremos al apartamento de la doctora Manfaluti. Quiero que me digas con claridad si lo has entendido…

El agente movió la cabeza espasmódicamente.

—Quiero oírtelo. Dilo.

—Lo he entendido. Lo he entendido perfectamente —dijo el agente, que notó la humedad de su propia sangre en la espalda, un hilillo que fácilmente podía tornarse en borbotón.

Cruzaron la calle lentamente, como para no perder el equilibrio a causa de la nieve cuajada. Michael le dio una llave al agente.

—Es la de la puerta de la calle: ábrela —le dijo.

Al agente le temblaba la mano, quién sabe si de miedo o sólo de frío. Abrió la puerta y Michael le empujó al interior, entrando a su vez y cerrando con la mano izquierda. En seguida notaron el cambio de temperatura. La hoja del cuchillo brilló un instante al darle la luz de un aplique adosado al techo. El agente, nervioso, se arrimó a la pared contigua a la escalera. Era un joven de unos veinticinco años, inexperto y asustado. Miró a Michael, receloso como un animal enjaulado.

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