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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (24 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—¿Puedo hacer algo?

El negó con la cabeza.

—No, claro. Supongo que no.

—Se trata de Michael —dijo Tom—. De Michael Hunt. No es el único, pero él se encuentra en esa situación por mi culpa. Había dimitido, se había apartado de todo y yo le induje a volver. Si no llega a ser por esa maldita revolución…

—¿Dónde está? ¿En Egipto? —Sí.

—Supongo que eso es todo lo que puedes decirme.

Tom asintió.

—Y ahora quieres ir a reunirte con él —prosiguió Linda—. A sacarle de allí o a hacer lo que creas que está en tu mano.

Él permaneció unos instantes en silencio, limitándose a abrazarla.

—¿Cómo lo has adivinado? —dijo al fin.

—Por Dios, Tom. No sé por qué malgastan un sueldo contigo —repuso ella—. ¿De verdad tienes que ir?

Tom vaciló. Dependía mucho de aquellas dos palabras: «de verdad».

—Sí —contestó—. Creo que sí. No me parece que haya alternativa. Se trata de todo… No es sólo por Michael. Está pasando algo raro, algo que no me gusta.

—Tengo miedo, Tom. Tengo miedo de que no vuelvas. ¿No tienes a tus hombres para estas cosas? Gente joven, sin esposa ni hijos.

Ellos tenían tres; el menor, de sólo cuatro años, y el mayor, de once. Pero Tom no podía hablarle de sus sospechas, decirle que no podía confiar en nadie vinculado a Vauxhall.

—No para una cosa así —dijo—. Si alguien ha de ir, tengo que ser yo.

—¿Y te lo permitirán?

—No se van a enterar. No pienso decírselo.

—Pero lo descubrirán.

—Sí, claro. Pero cuando lo hagan será demasiado tarde.

Ella guardó silencio. Durante un largo rato siguió abrazada a él, temblando.

—Podría presentarse alguien aquí —dijo Tom— y hacer preguntas, acusaciones. ¿Crees que sabrás afrontarlo?

—Por supuesto que sí —repuso Linda—. Lo que no puedo afrontar es que te marches.

—No estaré mucho tiempo fuera —mintió él.

—¿No?

—No —musitó, estrechándola entre sus brazos, junto a su propio temor, mientras la primera luz del día se encaramaba a los tejados.

Percy Haviland tenía un apartamento que daba a Cadogan Square. Y allí estaba entonces. No había dormido. No había parado en toda la noche, haciendo un verdadero esfuerzo para que el sueño no le venciera.

Había hablado con el ministro y otras personas. Se había entrevistado durante casi una hora con el embajador israelí a las dos de la madrugada, en una segura dependencia de la embajada, en Kensington Palace Gardens. Poco después de las cuatro había telefoneado el presidente de la JIC y le había tenido al aparato más de media hora, una media hora difícil de verdad.

Acababa de sonar el teléfono de nuevo. Cerró los ojos y profirió una maldición entre dientes. El whisky que había ingerido durante la larga noche no le había ayudado mucho a tranquilizarse. Alargó su cuidada mano y descolgó el auricular.

—Haviland, dígame.

Sólo oyó que musitaban «sí, gracias» y que en seguida colgaban. Haviland permaneció inmóvil unos momentos, con la mano apoyada en el teléfono. Luego ladeó el cuerpo sin levantarse de la silla y se dirigió a quien tenía sentado enfrente, junto a la ventana, con el rostro parcialmente oculto entre las sombras.

—Era Burton —dijo—, de personal. Un buen tipo. Le he puesto al corriente de la contraseña.

Su interlocutor irguió la cabeza con expresión inquisitiva.

—Ya sabes a qué me refiero —añadió Haviland.

Recorrió con la mirada la estancia, reluciente pero como una celda; o como la carpa de un circo. Su interlocutor guardó silencio y no hizo gesto alguno. Se limitó a seguir escuchando.

—Le he pedido que revise los expedientes de Michael Hunt y de Tom Holly, por si hubiese alguna referencia a cualquier contraseña que utilizaran entre ambos en el pasado. Sólo ha telefoneado para confirmarme que los del departamento de códigos han descifrado dos mensajes. Los traerán ahora.

Justo en aquel instante llamaron a la puerta y entró un mensajero. Le entregó las transcripciones a Haviland y salió. Haviland se puso las gafas y leyó por encima ambas páginas. Al alzar la vista su expresión era de gran preocupación.

—Es lo que nos temíamos. Michael Hunt ha vuelto a aparecer. Quiere ver a Holly, que se ha comunicado con él por radio diciéndole que sale para Egipto hoy mismo.

—¿Crees que lo conseguirá?

—Lo dudo mucho.

—¿No vas a tratar de detenerle?

—Por supuesto que no. ¿Por qué habría de hacerlo?

—Y si lo consigue, ¿qué?

—Aguardará a Michael Hunt en el lugar de la cita.

—¿Sabemos dónde es?

—Aún no —repuso Haviland negando con la cabeza.

—¿Y si Hunt no se presenta?

—Holly empezará a buscarlo.

—¿Lo encontrará?

—Quizá —contestó Haviland encogiéndose de hombros—. Si es que Hunt sigue vivo.

El interlocutor de Haviland se levantó y fue hacia la ventana. La mañana aguardaba. Tras un largo silencio, se volvió y miró a su anfitrión.

—Este apartamento es precioso, Percy. Siempre me lo ha parecido. Te envidio. Has tenido mucha suerte.

—Sí, la verdad es que sí.

—Te concederán el título de sir de un momento a otro. Eso espero, por lo menos.

—Sí, supongo que aparecerá en la lista de Año Nuevo.

—Entonces ya es oficial, ¿no?

Haviland asintió con la cabeza.

—Lo mereces de sobra —dijo su interlocutor, volviéndose hacia la ventana.

Lentamente, dejó resbalar un dedo por el cristal, notando cómo el frío absorbía su calor.

—A nosotros nos vendría bien que se reuniesen, ¿no?

Por un instante, Haviland no entendió a quiénes se refería.

—Sí —repuso—. Nos favorecería mucho. Confirmaría a Holly como el «topo» de Vauxhall, confabulado con Michael Hunt y la mujer, la esposa de Rashid Manfaluti.

—¿Y después?

—¿Después? No hay después.

El interlocutor de Haviland retiró el dedo del cristal de la ventana. Había dejado un marcado trazo en el vaho.

—No —dijo—. Tienes mucha razón. No habrá un después.

IV

Y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el

que lleve la marca con el nombre de la Bestia o

con la cifra de su nombre
.

Apocalipsis, 13,17

Capítulo
XXX

El Cairo

E
l sacerdote casi había terminado. Estaba oficiando una misa privada por el padre de un feligrés muerto hacía dos días en Florencia. No formaba parte de sus funciones, pero el padre Dominic se había puesto enfermo el día anterior y él se había ofrecido a sustituirle. Sólo había asistido un reducido grupo de personas, todas embozadas con abrigos y bufandas: la hija del difunto y las dos hijas de ésta con sus maridos, sus hijos y unos pocos amigos.

En la pequeña capilla, unos cirios blancos ardían con llama vacilante. El aire estaba muy cargado de incienso, perfumado a conciencia para ahogar la pestilencia. El sacerdote resplandecía a la temblorosa luz. Su figura alta y vestida de blanco se inclinaba ante el altar. El difunto era un anciano inválido a quien sus nietos sólo habían visto en fotografía. Sus yernos habían caído en desgracia a sus ojos hacía mucho tiempo. Nadie lamentaba mucho su fallecimiento. Las lágrimas no acompañaban el soporífero ritmo de la liturgia.

Como un actor que interpretase un papel archisabido en un teatro en penumbra, el sacerdote pronunciaba las palabras y realizaba los movimientos propios de la misa. En lo alto de la pared, una imagen de santa Catalina de Alejandría observaba la familiar gestualidad; muda, trascendente, aprisionada por el yeso y la pintura. En la cruz, el pálido dios cerraba los ojos, dolorido.

Un extranjero que estuviese de paso habría notado algo extraño en aquella misa; habría tenido una sensación de transgresión, de asistir a algo ilegal. Desde el golpe había gran tensión en la comunidad cristiana de Egipto, sobre todo entre los coptos. El recuerdo de los tristes días de 1980 y 1981 no había tenido tiempo de extinguirse. Las autoridades religiosas ya habían tomado algunas medidas para aumentar las limitaciones impuestas a los creyentes en las Sagradas Escrituras. Por los
suqs
y las calles circulaban rumores de las matanzas perpetradas por la mañana.

En Minya, Asyut y otros enclaves cristianos, se decía que los jóvenes se estaban armando. Los cristianos libaneses hacían llegar armas a través del Jordán y del Sinai. Un grupo evangélico llamado La Espada de la Vida y con sede en Estados Unidos enviaba dólares y, según se rumoreaba, también municiones y armas.

El sacerdote se volvió hacia los presentes y, al hacerlo, reparó en que, apenas visible entre las sombras del fondo de la capilla, había un hombre de pie, claramente distanciado del resto. No estaba allí al principio de la misa. Al sacerdote le resultaba familiar.

La misa prosiguió normalmente, de forma pausada, sin pasión ni dramatización: un acto piadoso, nada más. Los allí congregados no habían acudido por devoción, sino para acallar su conciencia. «¿Y qué más da?», se dijo el sacerdote. Tenía cosas más importantes en que pensar.

Unas últimas palabras de despedida y estrechar unas cuantas manos. Unas frases de consuelo para quienes menos las necesitaban. El sacerdote hablaba fluidamente en italiano, aunque con acento. El individuo del fondo estaba ahora junto a la puerta, observando, aguardando a que todos se marcharan. Le dirigieron una mirada recelosa y se apresuraron a salir.

Cuando el último de ellos hubo cruzado la puerta, el extraño salió de entre las sombras.

—Hace mucho tiempo que no te oía decir misa, Paul. Sigues en forma —dijo en inglés.

—Gracias. Lo procuro. ¿Qué demonios haces aquí? ¿Y de qué vas vestido? Así, de pronto, me ha costado reconocerte.

—Cada uno tenemos un papel que representar —repuso Michael encogiéndose de hombros—. Nadie me ha seguido, si es eso lo que te preocupa.

—Fuiste un profesional, Michael —dijo Paul quitándose la casulla—. Confío plenamente en ti.

—Tengo problemas, Paul —dijo Michael con expresión grave—. Necesito tu ayuda.

—¿Y por qué recurres a mí? —dijo Paul, vacilante, mientras doblaba cuidadosamente la casulla y se la colgaba del brazo. El gorjal que llevaba era de fina blonda.

—Porque eres mi hermano. Porque puedo confiar en ti. No tengo a nadie más, Paul.

—¿Peligra tu vida?

Michael asintió con la cabeza.

—Creía que habías dimitido, Michael. Creía que te habías alejado de todo esto. ¿O fue sólo una hábil maniobra?

—No, era verdad. Todo lo que te dije en Inglaterra era cierto. Todo. Pero tú me advertiste sobre la posibilidad de que Tom Holly volviese a implicarme.

—¿Y lo hizo?

—Sí.

—Comprendo. En tal caso, tendrás que explicarte con detalle. Vayamos a la rectoría. Allí podremos hablar sin que nadie nos moleste.

—¿Y el padre Dominic?

—Está en el hospital. Ayer se puso enfermo de repente. Corre por ahí no sé qué virus. La mitad de la parroquia está enferma.

—Lo siento. Dile que se mejore, Paul. Es un hombre extremadamente amable.

—Sí, sí que lo es.

El rostro de Paul se ensombreció por un instante. Luego sonrió, pasó el brazo por el hombro de su hermano y ambos salieron de la iglesia.

La rectoría de San Salvador era, como la propia iglesia, un cuchitril semiclandestino que databa del período del Gobierno británico. Estaba situada en el extremo sur de al-Azbakiyya y servía a la comunidad local católica y maronita, a algunos italianos que se quedaron después de lo de Suez y a un abigarrado grupo de expatriados a quienes la iglesia de San José, en al-Zamalik, les parecía demasiado solemne.

Paul había llegado sin previo aviso a El Cairo a principios de año. Su orden le había destinado a Egipto para llevar a cabo cierta investigación. Todos los días iba en coche a la nunciatura, en al-Zamalik, y pasaba casi todas las noches en la rectoría, leyendo o escribiendo. Apenas veía a nadie ni se permitía un descanso. Michael no tenía ni idea de cuál era la naturaleza exacta de su trabajo. Pensó que tendría algo que ver con su especialidad académica, los estudios islámicos. Paul era el autor de un trabajo considerado «definitivo» sobre el teólogo del siglo XIV Ibn Taymiyya, que Michael había visto a la venta el día anterior. El estudio de Paul había sido publicado hacía años por el Pontificio Instituto Bíblico, en la colección Biblica et Orientalia.

Paul sacó dos vasitos y una botella de whisky irlandés.

—El mío con ginger —dijo Michael—, ¿te acuerdas?

—Claro que me acuerdo de lo que te gustaba el ginger cuando eras pequeño. Te lo bebías a litros y luego te meabas en la cama. Así que no te sienta nada bien. Además, me parece que Dominic no tiene. Tiene una cosa que él llama «cerveza», si te atreves. Es espantosa, pero a Dominic le encanta. La llama Belcebú. «Creo que esta noche voy a echarme al coleto un tanque de Belcebú», dice. Dios sabe de dónde la saca. Nadie que esté en sus cabales puede fabricar una cosa así. De hecho, creo que la hace él mismo.

—Vale, vale —dijo Michael—. Me quedo con el whisky, si no te importa.

—Bebe cuanto quieras. La botella es de Dominic, no mía; y con los tiempos que corren no es nada fácil conseguirlo.

Michael le miró. Cerró los ojos un instante, apretando mucho los párpados. En su rostro apareció una expresión de dolor.

—No se trata sólo de mí —dijo abriendo los ojos—. Corren peligro otras vidas. Algunos ya han muerto. Un hombre llamado Perrone, por lo pronto. Ronnie Perrone. Tú no lo conocías, pero…

Paul miró muy serio a su hermano.

—Sí —dijo—, lo cierto es que sí lo conozco. Conozco a Ronnie muy bien. ¿Dices que ha muerto?

—Acabo de estar en su apartamento. Alguien lo ha estrangulado con el cinturón de su batín.

Paul se santiguó.

—¿De qué lo conocías tú, Paul?

—Digamos simplemente que nos vimos unas cuantas veces con motivo de mi trabajo.

—¿Tu trabajo? ¿Como sacerdote?

—No. Por asuntos relacionados con mi investigación sobre los movimientos fundamentalistas.

—Comprendo. ¿Y sabías que él era el jefe de la sección del MI6 en El Cairo?

—Sí, lo sabía. La Iglesia tiene muchos recursos, Michael. Te sorprendería saber las pocas cosas que ignoramos o que no podemos averiguar.

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