No eran fotografías de su padre. No eran recuerdos o, por lo menos, eso esperaba. No. ¿Cómo iba su hermano… cómo iba un sacerdote a tener recuerdos así? Quizá fuesen del padre Dominic, quizás… Etiquetadas y agrupadas en pequeños portafotos, en perversa secuencia o diabólica taxonomía, un montón de fotografías en blanco y negro y en color estaban desparramadas por la alfombra.
Cogió una. Era la foto de la cabeza y los hombros de un hombre de treinta y tantos años, probablemente árabe, que parecía sacada de un fichero policial. Sujeta con un clip había una segunda fotografía más grande, un primer plano de la cara del mismo hombre, sin duda alguna muerto. Al pie de la segunda habían garabateado la fecha. Había otros juegos de fotos por el estilo: el rostro de un hombre o de una mujer y una segunda foto después de muertos. Junto a estas fotos había otras tomadas en escenarios de ataques terroristas, mostrando los efectos de la carnicería con repulsivo detalle; todas llevaban fecha. Michael ya había visto fotografías así, pero eso no hacía que le resultase más fácil digerirlas.
Se le revolvió el estómago. Tuvo que ir al cuarto de baño a echar todo el café que había bebido. No le sirvió de mucho. Volvió al estudio. Con los dedos agarrotados, recogió las fotografías, las metió en el sobre y volvió a dejarlo en el escondrijo de la librería.
Al hacerlo reparó en que había algo más detrás de los libros, algo envuelto en un trapo. Lo sacó y lo desenvolvió. Era una pistola, una Walther P38, la que durante mucho tiempo fue la predilecta de las Brigadas Rojas italianas. Envueltas en un papel había doce balas. El papel era una carta. Una carta de alguien del Vaticano: una carta dirigida al padre Paul Hunt.
A
brió los ojos. Seguía en la cama de la rectoría, y ya era de noche. Alguien se inclinó sobre él, alguien que le resultaba a la vez familiar y extraño.
—¿Cuánto tiempo llevas así?
¿Que cuánto tiempo llevaba «así»? Trató de incorporarse, pero la firme presión de una mano se lo impidió. Le escocían los ojos si los abría del todo.
—¿Puedes entenderme, Michael?
Por un instante creyó que era Aisha. Pero eso era imposible. Aisha estaba muerta. Muerta o desaparecida, que para el caso era igual. Además, era una voz de hombre. Y había algo más, algo que no acababa de precisar.
—Voy a llamar a un médico, Michael. Te pondrás bien. Puedes confiar en él.
Claro. Eso era lo que no había podido precisar de momento. Le hablaban en inglés. Debía de ser Paul, su hermano. Notó una mano en la frente, solícita, pero… Pero ¿qué? Sabía que había algo que debía recordar, algo acerca de Paul, pero se le escapaba. Alargó el brazo como tratando de agarrarlo. Alguien se lo sujetó firmemente y luego lo soltó.
Tenía la sensación de ir a la deriva.
—En seguida vuelvo —dijo la voz.
La voz de Paul. Quizás estaba de nuevo en Inglaterra, de vuelta en casa. Acaso Egipto no hubiese sido más que un sueño. Alargó la mano tratando de tocar a mamá, pero no había nadie, nadie.
Entonces comenzó de nuevo la pesadilla, la pesadilla de la pirámide negra. Había subido por el empinado terraplén y ahora estaba frente a la entrada. La puerta se alzaba por encima de su cabeza, alcanzando una altura inimaginable: diez, veinte, treinta metros. Y sin embargo, desde lejos parecía un puntito en una mole.
Frente a él se abría un largo pasillo, flanqueado por antorcheros de cuyos platillos asomaban blancas llamas. Se sentía más reacio que nunca a seguir caminando, pero algo le había obligado a traspasar las puertas. Oyó un fuerte estrépito a su espalda y se percató de que había quedado encerrado en el interior de la pirámide. El pasillo se prolongaba sin solución de continuidad. La pesadilla se fue diluyendo y dejó paso a otras de las que nada recordaba. Al despertar, sólo la pirámide permanecía en su mente, nítida e inquietante.
—Señor Hunt, ¿me oye? ¿Me oye, señor Hunt?
Michael abrió los ojos con mucho cuidado. La habitación estaba en penumbra. Pensó que debía de ser la misma en la que estuvo antes. Con Paul. Eso es: estuvo con Paul. Salvo que… Salvo que tenía que recordar algo de Paul.
—Paul…
Apenas logró musitar el nombre de su hermano.
—No pasa nada, señor Hunt. Su hermano está aquí. Hablará con usted después, cuando se reponga. Pero ahora tengo que reconocerle. No haga ningún esfuerzo. Sólo relájese. No le causaré ninguna molestia.
Una luz enfocó sus ojos, primero el izquierdo y luego el derecho, cegándole. Al apagarse la luz, vio brillantes puntitos en un oscuro cuenco. Unas suaves manos palparon su pecho. Notó el contacto del estetoscopio, frío y duro; la presión de un termómetro en la axila y luego un brusco tirón para retirárselo; una mano en su muñeca; los dedos abarcándola, como si sujetasen a un pajarillo. Notó el pinchazo de una aguja en el brazo. Después, oscuridad.
Una imagen en una habitación a oscuras, sentada en una elevada plataforma. Un hombre con cabeza de macho cabrío. Los ojos como ascuas, observándole.
—Hay que retirarle las vendas a la momia, Aisha —musitó.
—Está delirando.
Era la voz del médico. ¿Qué hacía el doctor Philips allí? ¿Y por qué hablaba en árabe aquel chiflado? ¿Acaso no sabía que estaban en Inglaterra?
—¿Es lo que sospechábamos?
Era la voz de Paul. Pero Paul estaba en Roma.
—Es demasiado pronto para asegurarlo. Confiemos en que no. Hasta ahora sólo ha habido unos cuantos casos en la capital.
—Oficialmente.
—Sí, ya lo sé. Pero incluso los informes oficiosos quedan dentro de los límites de lo razonable. Al principio se propaga con lentitud.
—¿Cuánto tardará en saberlo?
—¿Sobre su hermano? Veinticuatro horas, más o menos. Es muy difícil sin la ayuda de un laboratorio. Los han cerrado todos, como sabe.
—¿Cerrado? No lo sabía. ¿Y por qué?
—¿Y a usted qué le parece?
Jabiliyya
, por supuesto. La ciencia occidental, la medicina occidental; todo eso es antiislámico, basura.
—¿Y qué pasa con Michael? Si su diagnóstico es positivo, ¿podrá ponerle en tratamiento? ¿Dispone de los fármacos adecuados?
—No —repuso el médico tras un breve silencio—. En circunstancias normales habrían enviado los medicamentos necesarios, pero hay un embargo. Han cerrado las fronteras. Sin embargo, yo y algunos más tratamos de hacer lo que podemos. Siempre hay medios.
—¿Podríamos sacarle de aquí? Yo podría arreglar lo del transporte.
—Lo dudo. En el estado en que se encuentra, no. Y, por supuesto, menos aún si empeora. Pero no adelantemos acontecimientos; podría ser sólo consecuencia de la ansiedad y el agotamiento. Existe el peligro de una hiperreacción. De momento, lo único que tiene su hermano es fiebre alta. No hay otros síntomas.
—Vuelvo a la iglesia. Voy a rezar.
—Sí, hágalo. Rece por él. Acaso sea lo único que pueda hacer. Rece por todos ellos.
—Por todos nosotros, doctor. Rezaré por todos nosotros.
Las pesadillas no cesaban. Eran caóticas. Sólo la de la pirámide tenía algún sentido. Caminaba kilómetros y kilómetros por pasadizos iluminados con antorchas; pasadizos fríos, lisos y relucientes. Cuanto más se adentraba, más sensación de transcurso del tiempo tenía. A lo lejos oía un aleteo, como si un enorme pájaro o un murciélago volara hacia él a través de las retumbantes dependencias del enorme edificio. Y desde otro lugar le llegaba el sonido de grandes y amortiguadas zancadas, como si una enorme bestia le acechase. O un hombre con cabeza de macho cabrío.
Durante setenta y dos horas, el médico fue a visitarle varias veces al día. Michael iba recobrando la coherencia. Entre delirio y delirio, mantenía breves conversaciones sobre cómo se encontraba. Trató de preguntar por Aisha y Paul, pero el médico no le dejó abordar temas que pudiesen perturbarle.
Al cuarto día, el médico observó una clara mejoría. Había tenido una pequeña infección, agravada por la tensión a la que había estado sometido. Reposo y una buena alimentación bastarían para que pudiera levantarse en una semana; pero, después, tendría que tomarse las cosas con calma.
—En cuanto esté en condiciones de viajar, le sacaremos de Egipto. Me ha dicho su hermano que su vida corre peligro mientras permanezca aquí.
—Tengo que encontrar a Aisha. No me marcharé sin ella.
—Hablaremos de eso luego. Ahora debe descansar.
—¿Cómo se llama usted?
—Faris Ibrahimian —contestó el médico.
Era un hombre menudo, de pelo entrecano y expresión resuelta, o terca. Apellido armenio y rasgos armenios.
—¿No me recuerda? —dijo—. Era amigo de su madre, un buen amigo. Usted era sólo un niño cuando nos conocimos.
—Creo que sí le recuerdo ahora. Recuerdo haber oído mencionar su nombre. Nuestras familias eran amigas.
—Sí —repuso el médico—, nuestras familias eran amigas. Hasta lo de Suez. Después de eso todo acabó. La mayoría de mis parientes se marcharon a Europa y yo me quedé. Entonces necesitaban mis conocimientos.
—¿Y ahora no?
El médico hizo una mueca de resignación, se volvió y empezó a rebuscar entre unos frasquitos.
—¿Cuánto tiempo llevo enfermo?
—Unos cuatro días. Se ha recuperado muy bien. Estoy contento. Ha sido un buen paciente.
—Recuerdo…
—¿Sí?
—Estaba usted hablando con mi madre. O quizá sólo fuera un sueño. Tengo muchas pesadillas. Pero recuerdo algo sobre una enfermedad que acababa de declararse en la capital. Parecían ustedes preocupados.
El médico no contestó en seguida. Siguió trajinando con los frasquitos, ordenándolos y guardándolos en una bolsa. Tenía unas manos largas y finas, de dedos con gruesos nudillos.
—No lo ha soñado, no. Ahora que está fuera de peligro puedo decírselo. Se ha declarado una epidemia. Los primeros informes llegaron del Alto Egipto hace dos semanas. La situación en provincias ha empeorado. El número de casos continúa aumentando. Al principio nadie creía en el diagnóstico, pero se produjeron más casos. El Gobierno trató de silenciarlo, claro. Luego intentó aislar todas las regiones donde se había declarado la epidemia imponiendo una cuarentena, pero ya era demasiado tarde. Ha habido casos incluso en Alejandría.
—¿Y hay muertos?
—Por supuesto. Las autoridades impiden que los médicos utilicen tratamientos modernos. La medicina forma parte de la contaminación de la cultura occidental, de manera que la gente muere y seguirá muriendo. Dios mío, la epidemia podría acabar con la mayoría de la población.
—Pero, con toda seguridad, la Organización Mundial de la Salud…
El médico se echó a reír.
—Ya le he dicho que las fronteras están cerradas; todos los aeropuertos, puertos y accesos por tierra. No se permite a nadie entrar ni salir. Han declarado a Egipto Dar al-Islam y dicen que el resto del mundo, incluso el resto del mundo islámico, es ahora Dar al-Kufr: el Reino de los Infieles. Esta mañana han difundido por radio un comunicado sobre la epidemia. Es una prueba a la que Dios somete a los fieles. Se dedica a desbrozar, eliminando a los
munafiqun
, los hipócritas.
»Invocan las Sagradas Tradiciones. Las palabras del Profeta según al-Bujari: «Si oís que una epidemia se ha declarado en un país, no viajéis allí. Y si se declara en el país en el que os encontráis, no salgáis de él». Ésta es su principal justificación para el bloqueo total. La epidemia les ha caído como llovida del cielo.
—¿Y cuando empiecen a morir los fieles, los creyentes, los miembros del Consejo Revolucionario…?
El médico se encogió de hombros.
—Lo tienen previsto. De nuevo invocan a al-Bujari: «Todo el que muera a causa de la epidemia es un mártir». Dicen que Dios les salvará. Puede que sí.
Sin saber por qué, Michael recordó entonces la imagen de la cabeza del macho cabrío, con su saltona mirada y sus profundas y llameantes fosas nasales, girando lentamente a la luz de miles de lamparillas.
—¿Y si no les salva?
—Una epidemia puede ser devastadora. Si es un virus mutante, nada podrá detenerla. Y tengo mis dudas sobre la eficacia de las vacunas a largo plazo. Trastornan el sistema inmunológico. Un virus mutante, unido a una población con el sistema inmunológico debilitado, puede causar estragos. Incluso personas que normalmente serían inmunes sucumbirían. Quizá sea una bendición que hayan decidido cerrar el país a cal y canto. Pero…, ya hemos hablado bastante. Está usted cansado y sigue necesitando reposo. ¿Cree que podrá tomar un poco de sopa luego?
—¿Vendrá Paul? —dijo Michael asintiendo con la cabeza.
Ibrahimian no le contestó.
—Le he preguntado si va a venir Paul.
—No —repuso el médico, mirándole—, no va a venir. Le vi por última vez el día que fue a avisarme para que me ocupase de usted. Nadie ha vuelto a verle desde entonces. Tenía que decir misa el miércoles por la mañana, pero no apareció. Hace días que no ha ido a la nunciatura.
El silencio que siguió sólo lo alteró una cosa: Michael acababa de recordar las fotografías que había encontrado en el estudio de Paul.
Catedral de Cristo y de la Santísima Virgen María
Durham City
Inglaterra
24 de diciembre
L
a catedral se hallaba en silencio y sumida en la penumbra, sin más luz que la de la llama de unos cuantos cirios. Se oyó toser y luego estornudar. La gran bóveda de piedra de estilo normando se alzaba hacia las sombras, cubriendo a los feligreses de oscuridad. La nave y los pasillos laterales estaban atestados. Era el día del año que se registraba mayor asistencia. Habían acudido a oír las parábolas y los villancicos con sus bufandas de lana y sus gruesos abrigos, sus botas de goma y sus guantes de punto, tirando de su rancia humanidad. Y habían llevado con ellos a sus hijos y sus recuerdos navideños de la infancia.
Se oyó chirriar la enorme puerta del lado sur, la del famoso picaporte con cabeza de demonio que vigilaba Palace Green. Todos volvieron la cabeza para ver la procesión. El coro empezó a cantar
Una vez, en la ciudad del rey David
. Empezó el solista, un muchachito de voz pura y dulce que sonaba excepcionalmente clara al elevarse hacia el enorme vacío de la bóveda, y luego se le unieron otras voces, vibrantes, produciendo una clamorosa resonancia. En la oscuridad, un río de cirios empezó a moverse de derecha a izquierda. Apareció una esbelta cruz de plata, flanqueada por largos cirios; luego el maestro de capilla, caminando lentamente hacia atrás mientras movía los brazos arriba y abajo para dirigir a los integrantes del coro; y a continuación el coro propiamente dicho, todos vestidos con sobrepelliza blanca y algunos llevando pequeñas cruces colgadas del cuello con cintas de color púrpura. Después, súbitamente, las vestiduras de vivos colores de los canónigos del cabildo y el arcedianato, los clérigos invitados, el deán y, cerrando el grupo, el nuevo obispo, Simón Ashton, con un báculo de madera en la mano derecha. Un sacristán iba delante, un viejo vestido de negro, portando una corta macilla de plata.