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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (10 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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Al-Qurtubi se apeó. Casi le disgustó el paraguas. Era la primera vez que visitaba Inglaterra y ansiaba disfrutar de un poco de tiempo otoñal. Procedía de un lugar donde las hojas no amarilleaban antes de caer. Existía el verano y el invierno, sin apenas respiro.

Sir Lionel Bailey le aguardaba en lo alto de la escalera. Al-Qurtubi le reconoció por la fotografía que le había proporcionado su Servicio de Inteligencia. Su aristocrático talante y porte señorial no se remontaban más que a un par de generaciones —tres a lo sumo— como muy bien sabía al-Qurtubi, cuyo noble linaje tenía catorce siglos de antigüedad. Pero no era el abolengo lo que le interesaba, sino el poder. Y Lionel Bailey y sus amigos eran muy poderosos.

No necesitaron intérprete para las presentaciones. Al-Qurtubi hablaba inglés muy bien; además, las presentaciones eran innecesarias, porque ambos sabían quién era el otro y lo que esperaba de él. Con su poblada barba y sus holgadas vestiduras, al-Qurtubi resultaba algo estrafalario allí, en una casa de campo de Kent. Su anfitrión, que le aguardaba, le dirigió una escrutadora mirada. ¿Era él el hombre a quien esperaban? ¿Sería capaz de entregar lo que deseaban y en la medida requerida?

—Señor al-Qurtubi —dijo sir Lionel alargando una mano a modo de bienvenida, aunque sin moverse del lugar que ocupaba en lo alto de la escalera. No era cuestión de mojarse por un extranjero—. Me alegra que al fin nos conozcamos —añadió.

Según se rumoreaba, su invitado no era en absoluto árabe, sino italiano, español o algo así; un católico que se había convertido al islam en su juventud y que había llegado a imponerse como guía de la población más fanática. La verdad es que todo eran conjeturas. Lo que a Bailey le importaba es que al-Qurtubi dirigía uno de los grupos fundamentalistas más intransigentes del mundo árabe, que ejercía una indiscutida autoridad sobre una tupida red de incondicionales devotos, muchos de ellos en Europa, y que era capaz de pactar con el diablo —en este caso, sir Lionel y sus amigos— a cambio de su apoyo.

—A mí también, sir Lionel. Confío en que ésta sea la primera de una larga serie de entrevistas.

Sir Lionel se esforzó en sonreír. Por puro compromiso. No tenía la menor intención de intimar con aquel fanático de aspecto cetrino ni con sus sucios secuaces. Su colaboración se basaba estrictamente en una cuestión de intereses.

Durante unos minutos se permitieron una charla intrascendente. Bailey se aseguró de que ni su esposa ni sus hijas estuviesen a la vista, en parte por deferencia a lo que suponía debían de ser prejuicios de su invitado y, en parte, porque no quería que la celebración de la entrevista trascendiese más allá del círculo de personas estrictamente imprescindibles.

—Si está usted dispuesto, podríamos ir al salón de conferencias, señor al-Qurtubi. Mis colegas le están esperando en la biblioteca, y muy impacientes por verle en persona.

La biblioteca no servía tanto para albergar libros como para halagar las pretensiones de los dueños de la casa, que probablemente habían leído muy pocas de aquellas obras o acaso ninguna. La aristocracia inglesa nunca tuvo las mismas aspiraciones intelectuales que la aristocracia europea, pero siempre le profesó un culto especial a las grandes estancias forradas de piel y amuebladas con sillones y sillas del mismo material.

Bailey solía utilizar la biblioteca para reuniones de negocios. De otro modo, no hubiese sabido a qué destinarla. Una larga mesa de roble labrado, con capacidad para doce personas, se extendía en el centro de la estancia. Doce de las sillas estaban ahora ocupadas. Al entrar Bailey, seguido de al-Qurtubi, todos los reunidos se pusieron en pie como respondiendo a una orden. Un vivo fuego ardía en la chimenea, proyectando sombras en todas direcciones. Sir Lionel le indicó al invitado de honor que se sentase en uno de los extremos de la mesa y luego le fue presentando a todos, uno por uno.

Al-Qurtubi los conocía perfectamente. Probablemente sabía más sobre cualquiera de ellos que el propio sir Lionel. Su Servicio de Inteligencia funcionaba con sutileza, discreción y más eficacia que el de cualquier potencia occidental de segundo orden. De no haber estado convencido de que aquellos hombres podían ofrecerle lo que le era imposible conseguir de otro modo, no estaría allí con ellos; tal vez, ni siquiera en Inglaterra. En total eran cuatro ingleses, incluyendo a sir Lionel, dos franceses, dos alemanes, un italiano, un español, dos holandeses y un austríaco. Todos tenían de cuarenta y tantos años para arriba y su aspecto era el de personas muy profesionales, serias y dedicadas a su trabajo. No estaban allí por dinero, prestigio o lucimiento personal. Todo eso lo poseían ya a su cumplida satisfacción.

Finalizadas las presentaciones, invitaron a al-Qurtubi a dirigirles la palabra, cosa que él hizo en tono pausado, con el aplomo propio de una persona acostumbrada a que se la escuche en absoluto silencio. Aparte de su voz, no se oía más que el crepitar de los troncos en la chimenea y el leve chisporroteo que acompaña a las pavesas en su breve vuelo antes de reposar sobre el hogar.

—Caballeros —empezó a decir al-Qurtubi—, gracias por haberme invitado y por tener la paciencia de escucharme. Han sido ustedes sumamente amables. En otro lugar y en otros momentos, creo que seríamos enemigos. Si lo seremos en el futuro, es aún pronto para decirlo y no serviría de nada. Baste decir que, cualesquiera que sean nuestras diferencias, no son tan grandes como nuestras comunes necesidades actuales. Permítanme también que les diga que estoy convencido de que, una vez cubiertas tales necesidades, estaremos en condiciones de resolver las diferencias en aquello que pueda afectar a nuestro futuro inmediato. ¿Me he expresado con claridad?

Al-Qurtubi los miró a todos de forma escrutadora, tratando de leer su pensamiento; pero eran demasiado expertos para dejar traslucir nada relevante.

—Creo, señor al-Qurtubi —dijo uno de los ingleses inclinándose hacia delante—, que, antes de pensar en zanjar diferencias, mis colegas y yo tenemos derecho a hacerle algunas preguntas sobre lo sucedido en Londres el viernes pasado. No pretendo discutir el móvil básico. Todos convenimos en que, incidentes de esta índole, por más lamentables que sean, resultan necesarios para una adecuada concienciación de la población sobre las dimensiones de nuestro problema. Y tampoco quiero descalificar la profesionalidad con la que sus agentes llevaron a cabo su trabajo. Sin embargo, me inquietan las… proporciones del hecho. Creo que se puede sembrar el terror en la población sin ir tan lejos, sin tantas bajas.

Sólo algunos de los presentes asintieron con la cabeza. El resto se abstuvo de expresar su conformidad o desacuerdo con las palabras del ponente. Al-Qurtubi le escuchó impasible y, cuando hubo terminado, se inclinó ligeramente hacia delante.

—¿Me creerán si les digo que lloré el viernes por la noche? ¿Que recé por el alma de las víctimas y porque pronto quede mitigado el dolor de sus pobres familias? ¿De verdad creen que mi corazón no sangra por los inocentes que mis hombres y yo masacramos en ocasiones anteriores, y que no seguirá sangrando en el futuro? Soy todo compasión, amigos; reboso de compasión y piedad. Créanme: si pudiese devolverles la vida a las víctimas, lo haría. Yo nunca pedí llevar la pesada carga que se me ha encomendado y que me obliga a realizar actos que me repugnan, acciones en las que no me complazco en absoluto; pero es Dios quien me ha impuesto esta carga, es Dios quien me impulsa. No soy más que un instrumento de Su voluntad, y ustedes, lo reconozcan o no, también lo son.

Al-Qurtubi hizo una pausa y miró en derredor. Le escuchaban. ¿Acaso era la primera vez que alguien les hablaba así?

—Es Su voluntad —prosiguió— que los pueblos de Europa se subleven contra la presencia de los musulmanes, y es Su voluntad que yo les abra las puertas de Egipto de par en par para que tengan dónde refugiarse. Pero ¿cómo lograrlo? ¿Con un hostigamiento continuo durante generaciones como vienen haciendo los irlandeses sin ningún éxito? ¿Mediante acciones violentas lastradas por la compasión? ¿Sembrando un poco de terror, para luego dar marcha atrás?

Al-Qurtubi hizo otra pausa para tenerles aún más pendientes de su mirada y de su voz.

—Deben comprender —continuó— que estamos al borde de la más absoluta oscuridad. Si la humanidad quiere salvarse, si hemos de alcanzar cada uno nuestro destino, nuestra acción debe ser brutal e intransigente. ¿Qué le pedirían a un cirujano si tuviesen un tumor? ¿Le dirían: «Opéreme con suavidad, por favor, y no me quite demasiado»? ¿Qué le pedirían si tuviesen una pierna gangrenada? ¿Que sólo les amputase el pie y les dejara el resto por si acaso lo necesitaban? Les pido que lo consideren seriamente: el viernes pasado murieron más de un centenar de personas. Antes de que hayamos terminado, morirán entre tres y cuatro mil, o tal vez muchas más. ¿Les parece excesivo? ¿Les tienta echarlo todo a rodar por el dolor que ello producirá? ¿Por temor a no poder dormir durante unas cuantas noches? Piénsenlo. Si no actuamos, si no fomentamos el terror en el mismo corazón de las tinieblas, ¿qué sucederá? ¿Cuántos morirán entonces? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? ¿Un millón? ¿Diez millones? Les dejo el cálculo a ustedes. Es una cuestión de número. Ahí está.

Se hizo un intenso silencio. Había hurgado en sus más profundos temores, tal como se proponía. El fuego llameaba. Un tronco se hundió entre las cenizas. Junto a la chimenea, un adormilado perro perdiguero movía las orejas.

—¿Me permite que le haga una pregunta?

Era el italiano, Alessandro Pratolini. Al-Qurtubi asintió con la cabeza, seguro de estar dominando la situación, de que, en definitiva, harían su voluntad.

—Se trata de lo siguiente: tengo la responsabilidad de la situación en Italia. Allí no hay tantos inmigrantes como en Francia, Alemania o Inglaterra, pero nos vemos sometidos a una fuerte presión por parte de países como Albania, y nuestra economía se encuentra en peores condiciones para afrontar tal flujo. A menos que frenemos pronto la marea, no tardará en producirse un desastre en el norte y en el sur por igual. Pero debemos captar al Vaticano. En un asunto así no podemos actuar sin la bendición del Papa. Sin embargo, el nuevo Pontífice está demasiado preocupado por fomentar la comprensión internacional como para mostrarse solidario con nuestras reivindicaciones. Proyecta celebrar una conferencia en Jerusalén el año próximo. Hay que convencerle de que ustedes constituyen una peligrosa amenaza para la paz que él pretende negociar, y que es preciso acceder a sus exigencias si desea que la conferencia tenga éxito. Necesito saber qué propone usted hacer acerca de este problema.

—Seguro que ya se lo han explicado —repuso al-Qurtubi, sonriendo por vez primera desde que había entrado en la biblioteca.

—No tiene nada que temer. Ya nos hemos ocupado del Papa. Sabe de mi existencia aunque ignore todavía quién soy. Lo importante es quién cree él que soy. Quién teme que sea. Llegado el momento, no creará problemas. Tienen mi palabra.

—¿Podría darme detalles?

—Por supuesto. Luego hablaremos usted y yo, y le contestaré a todas las preguntas que desee.
Ma in fondo, non sará un problema per noi. Mi creda
.

Bailey miró a al-Qurtubi. Luego tendría que aclarar con Pratoli —ni si creía que aquel hombre era realmente italiano—. Era una cuestión que los servicios de inteligencia debían haber averiguado hacía mucho tiempo.

La reunión prosiguió. Al-Qurtubi respondió a preguntas sobre su organización, su preparación y sus planes de acción en Egipto y Europa. Cada uno de sus interlocutores le hizo por lo menos una pregunta y al-Qurtubi les contestó de una manera que pareció satisfacerles.

Pasada una hora larga, Lionel Bailey miró a los presentes.

—Bien, caballeros, ¿tienen más preguntas? —les dijo—. ¿No? Perfecto. En tal caso, quisiera preguntarle al señor al-Qurtubi si desea que nosotros le hagamos alguna aclaración.

Al-Qurtubi no respondió de inmediato. Le habían estado sondeando con suma habilidad sin que él revelase nada sustancial. Sin embargo, le daba la impresión de que aún no los tenía convencidos del todo, de que todavía vacilaban en ponerse —ellos y las fuerzas que controlaban— enteramente a su disposición. Tendría que apretarles más las clavijas.

Rebuscó por el interior de sus vestiduras y sacó un paquetito que dejó en la mesa. Era un grueso sobre, de cuyo interior extrajo varias fotografías y dos casetes. Dispuso las fotografías una junto a otra. Eran de 6 x 10 cm, en blanco y negro, claras y bien enfocadas.

—El hombre que ven aquí —dijo señalando una de las fotografías—, y aquí, y también aquí, es Kurt Auerbach, director de la sección de Oriente Próximo del Bundesamt für Verfassungsschutz alemán. Estas fotografías se tomaron la semana pasada en Berlín, en un café del Unter den Linden. Esto son sólo primeros planos. Hay otras fotografías que abarcan más. El hombre de esta fotografía y de ésta —añadió señalando otras dos fotos— es un alto oficial que trabaja para la CATE, la Comisión Antiterrorista Europea. Se llama Zwimmer. Estas dos fotografías son una muestra de varias que se tomaron hace cuatro días en Berna, con cámaras de alta resolución dotadas de teleobjetivo.

Al-Qurtubi hizo una pausa. Todos le escuchaban con la mayor atención, aunque especialmente uno de ellos, supuso él.

—Hay, como ven, un tercer hombre que aparece en todas estas fotografías. No tendrán dificultad en reconocerlo. Está sentado a su izquierda, sir Lionel, dos sillas más allá.

El hombre a quien acababa de referirse era Paul Müller, uno de los dos representantes alemanes. Se había quedado lívido. Se volvió hacia al-Qurtubi haciendo un visible esfuerzo.

—¿Significa esto que sus hombres me han seguido y fotografiado sin mi autorización?

—Así parece.

—En tal caso debo protestar. Lo que ha hecho usted puede ponernos a todos en peligro. El contacto con esos hombres es esencial para obtener información. Los detalles de mis conversaciones con ellos estarán a disposición de quien proceda en mi informe mensual. Yo…

—No será necesario —dijo al-Qurtubi sopesando las casetes—. Estas cintas fueron grabadas cuando se tomaron las fotografías, utilizando un micrófono oculto. Puede escucharlas después enteras, si lo desea. De momento, he aquí un fragmento.

Al-Qurtubi sacó un minúsculo magnetófono del bolsillo, lo puso en la mesa e introdujo una de las cintas. Apretó un botón y, al instante, la estancia se llenó de un confuso siseo que cesó para dejar paso a palabras perfectamente inteligibles. Era una conversación en alemán. No todos los asistentes a la reunión conocían el idioma, pero sí los suficientes. Müller ya no estaba lívido, sino blanco como la cera. Al-Qurtubi apretó otro botón y la cinta se detuvo.

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