Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Giovanni contenía la respiración, intuyendo que los minutos siguientes iban a aportarle una revelación.
Su maestro le explicó sus principales rasgos caracteriológicos: su sensibilidad, su ardor y rigor, su facilidad natural para aprender. Cuando el anciano habló de su capacidad para amar —y para idealizar el amor—, Giovanni tembló de emoción.
—Hemos visto brevemente lo esencial. Falta decir algo más de la importante posición de Saturno en tu horóscopo. Importante, primero de todo, porque está en el ascendente, pero también porque es el camino inevitable entre tu Sol y tu Luna.
Giovanni hizo un gesto de incomprensión.
—Sí, si se mira bien tu horóscopo, salta a la vista que tu mayor dificultad está indicada por la oposición entre el Sol y la Luna. Durante toda tu vida, tendrás que luchar para superar esa oposición. Ahora bien, cada uno de esos dos astros está relacionado de manera positiva con Saturno. Él es el que garantiza la posible unión entre esos dos polos de tu personalidad. Saturno simboliza la necesidad del desapego, del duelo, permite al hombre deshacerse del vínculo con su madre, crecer aceptando las crisis, las adversidades. Los antiguos lo llamaban «el gran Maléfico», pues firma destinos dolorosos, aporta obstáculos y dificultades. Mi maestro, Marsilio Ficino, sufrió de melancolía toda su vida y atribuyó la causa a la fuerte posición de Saturno en su horóscopo.
»Pero, cuando el hombre comprende que puede crecer a través de esas adversidades y que la renuncia y la soledad le permiten acceder a bienes mayores, entonces merece verdaderamente el apelativo de hombre. Saturno está ahí para liberarnos de los vínculos que nos atan demasiado a nuestra madre, a nuestro pasado, a nuestra infancia, a los placeres, a la tierra. Es el gran y temible educador de nuestra inteligencia. Nos conduce al cielo a través del infierno de nuestras pasiones vencidas. Por eso la mayoría de los monjes están fuertemente marcados por ese planeta que predispone a la renuncia, a los estudios, a la soledad, a la ascesis, y mi maestro decía, hablando también de sí mismo, que «los hijos de Saturno están condenados a la búsqueda inquieta de la Belleza, del Bien y de la Verdad».
—¡Eso encaja perfectamente con vos! —observó Giovanni.
—Sí, tengo un tema astral que se asemeja en muchos puntos al de mi maestro, y lo mismo te sucede a ti en relación conmigo. ¡Es sorprendente! La posición central de Saturno indica, pues, que tu destino estará jalonado de pruebas, una especie de etapas iniciáticas, para que puedas adquirir una verdadera y elevada sabiduría. Ya perdiste a tu madre siendo un niño. Podrás correr toda tu vida detrás de otras mujeres, o bien aceptar esta prueba y salir de ella mayor, maduro en tus elecciones afectivas.
»Pero ve con cuidado también para no dejarte seducir demasiado por el rigor y la dureza saturninos. Tu horóscopo indica que tienes, en la misma medida, necesidad de ternura femenina, de vida social y de belleza. De hecho, tu vida oscila entre esos dos grandes planetas que son Júpiter y Saturno y que marcan los dos ángulos de tu horóscopo: Saturno en el ascendente y Júpiter en el descendente.
»Júpiter te empuja a abrazar el mundo y a disfrutar de la vida, mientras que Saturno te invita a renunciar al mundo y a dominar tus instintos. Júpiter te aporta suerte, protecciones y facilidades, mientras que Saturno constituye tu lote de adversidades fatales. Júpiter te hace optimista y Saturno pesimista.
Giovanni estaba profundamente emocionado por esas palabras, que le parecían acertadísimas. El astrólogo, manifestando signos de fatiga, prosiguió en un tono más desmadejado, pero aun así convencido:
—A semejanza de tu oposición entre el Sol y la Luna, tu vida no es sino un esfuerzo incesante para reconciliar los contrarios que se oponen en ti.
El anciano se calló y levantó lentamente la cabeza hacia Giovanni.
—Habría mucho más que decir sobre tu carácter y sobre tu destino. Pero estoy cansado y por el momento sabes lo suficiente. Tu horóscopo confirma que posees excelentes dotes para la filosofía.
Giovanni dio las gracias a su maestro y, como abrumado por el peso de lo que acababa de escuchar, salió de la sala dando traspiés.
Lleno de inquietud, se dirigió al bosque. Los pensamientos se agolpaban en su mente. Todo aquello parecía confirmar, al menos en parte, algunos acontecimientos terribles predichos por la bruja. Al mismo tiempo se decía que, si el destino le había advertido dos veces de lo mismo, ¿no era precisamente para evitar que esas cosas ocurrieran?
Otra cuestión, de un orden completamente distinto, le preocupaba. La astrología permitía comprender cuestiones como el destino y el libre albedrío, pero ofrecía también un conocimiento psicológico y simbólico de una gran riqueza, lo que daba acceso a un conocimiento mejor de uno mismo y de los demás. Pensando en ello, Giovanni se decía que le gustaría aprender a hacer e interpretar los horóscopos. ¡Qué apasionante sería hacer el de Elena y compararlo con el suyo! También se imaginaba llegando a Venecia y presentándose ante Elena de este modo: «Soy astrólogo. Si lo deseáis, puedo trazar vuestro cielo de nacimiento e interpretarlo». Era una manera fantástica de abordar a la joven. Su maestro le había dicho que los astrólogos eran muy apreciados en todas las cortes de Europa, donde se disputaban sus servicios. Así podría no solo acercarse a Elena, sino también ganarse dignamente la vida y dejar atrás para siempre su condición de campesino.
Cuanto más lo pensaba, más maravillosa le parecía la idea desde todos los puntos de vista. Debía quedarse como mínimo dos años más con su maestro, y seguramente eso era suficiente para aprender el oficio de astrólogo. No obstante, un obstáculo surgió en su mente. Para hacer horóscopos, tendría que conseguir unas efemérides. Esas obras debían de valer una fortuna y no veía cómo iba a poder ganar esa suma. Dándole vueltas al problema en su cabeza, acabó por ocurrírsele otra idea: ¿por qué no pedirle a su maestro permiso para copiar las efemérides que él tenía? Así podría hacer los horóscopos de todas las personas nacidas entre 1490 y 1520, lo que ya era considerable y le garantizaba poder realizar el de Elena, que debía de haber nacido unos años después que él. Le ocuparía cientos de horas, es verdad, pero estaba dispuesto a pasar las noches dedicado a esa actividad durante dos años si era necesario.
Solamente tenía que conseguir papel y tinta, lo que era claramente mucho menos costoso.
Tras haber reflexionado detenidamente, decidió abrirse a su maestro en esa cuestión crucial para su futuro.
Este lo escuchó con una gran paciencia. Guardó silencio dos o tres minutos, mientras a Giovanni lo devoraba la impaciencia, y se mostró de acuerdo, precisando incluso que le proporcionaría al muchacho la tinta y el papel necesarios. Porque, en el fondo de su ser, el anciano estaba encantado de poder transmitir ese saber complejo y tan poco difundido. Apreciaba a Giovanni, su inteligencia, su sensibilidad, su valor y su voluntad de aprender. Ahora estaba íntimamente convencido de que la Providencia los había reunido con ese fin.
Giovanni estaba emocionado. Esa misma noche empezó a copiar las efemérides en un gran cuaderno de tapas duras que le había regalado su maestro. Al día siguiente, el filósofo decidió sustituir la clase de latín por una clase diaria de astrología.
Unas semanas más tarde, Giovanni fue a la gran ciudad para comprar más cuadernos. Después de dos jornadas de marcha, había llegado a la magnífica ciudad de Sulmona, completamente rodeada de altas murallas. Esa ciudad, particularmente orgullosa de su glorioso pasado, entre otras cosas nacer al poeta Ovidio, era un centro cultural importante.
Giovanni había seguido todas las indicaciones de Pietro, que había preferido quedarse con su señor por si se producía otro ataque de bandidos, y había terminado por encontrar, no sin dificultad, al librero que también vendía tinta y papel. Una vez efectuadas las compras, se quedó unas horas más en la ciudad.
Estaba a la vez desorientado y fascinado por el ruido, el bullicio, la belleza de las mujeres, los trajes de los hombres, los variadísimos olores.
Se sintió avergonzado de su ropa y un poco asustado ante la idea de que un día cercano tendría que vivir en una ciudad mucho más grande, rica y prestigiosa. Ese pensamiento le produjo vértigo. «Una cosa después de otra», se dijo juiciosamente, y emprendió el camino de regreso a casa.
H
acía ya tres años que Giovanni estudiaba con su maestro. Su metamorfosis, tanto física como intelectual, era espectacular. El joven soñador, inculto y algo enclenque se había convertido en un hombre robusto y cultivado. No había perdido ni un ápice de sus ideales ni de su sensibilidad, pero era menos ingenuo, más decidido, estaba más anclado en la realidad.
Había adquirido con Pietro una excelente formación en el manejo de la espada. Más joven y ágil que su maestro, ahora lo vencía a veces en los entrenamientos. No se había producido ningún incidente desde el ataque de los bandidos, y Giovanni se sentía tan dispuesto a pelear que casi llegaba a lamentarlo.
Sus progresos con el viejo filósofo eran asimismo excelentes. Dominaba el griego lo suficiente para leer los textos originales de los filósofos, conocía las Escrituras cristianas, algunos de cuyos pasajes aprendía gustoso de memoria. Tenía buena retentiva, lo que facilitaba sus estudios. Pero lo que le apasionaba por encima de todo era la astrología.
Sabía hacer un horóscopo a partir de las efemérides y de las tablas de longitud y de latitud, que permitían calcular la orientación topológica de la carta astral de un individuo en función de la hora y el lugar en que había nacido. Habia terminado de copiar las tablas, válidas para toda Italia, así como las efemérides, que daban las posiciones diarias del Sol, de la Luna y de los planetas. Había aprendido sobre todo el simbolismo de los planetas y de los signos del Zodíaco y empezaba a saber interpretar correctamente un horóscopo. Más allá del interés intelectual que tenía por esa disciplina, el aspecto práctico de esa arte y la utilidad material y social que sacaría de ella multiplicaban su motivación.
Elena continuaba habitando sus pensamientos y sus sueños. Pero su amor por la joven también había madurado. Estaba decidido a no refugiarse en lo imaginario y evitaba todo pensamiento y toda imagen que no estuvieran basados en recuerdos precisos. Su trabajo filosófico y astrológico le había permitido aprender a conocerse mejor. Sabía lo peligrosamente dado que era, por naturaleza, a representarse las cosas y a las personas de un modo demasiado idealizado. Así pues, había decidido luchar contra ese rasgo de carácter y sometía sus pensamientos a una vigilancia constante, sobre todo los relativos a Elena. Esperaba pacientemente volver a verla, cultivaba en su corazón el recuerdo de su rostro sin tratar de imaginar los cambios que había experimentado. Sobre todo, leía todas las noches antes de dormirse la breve carta que le había escrito. Pese a que se la sabía de memoria, se emocionaba cada vez que su mirada se posaba en la escritura de la joven: la única huella concreta de su encuentro fugaz con la veneciana. El compromiso que había adquirido consigo mismo estaba cumplido; sabía que muy pronto iría en su busca. Sin embargo, sentía la necesidad de perfeccionar su formación astrológica, que se había convertido en su principal apoyo para el camino que lo conduciría hacia el corazón de Elena.
Estaba todavía más convencido de ello desde que, dos meses antes, hacia finales del mes de agosto, un hombre había ido a ver a su maestro. Era un filósofo español llamado Juan de Valdés y una de las escasísimas personas que sabían dónde encontrar a Lucius. Había ido a comunicarle el fallecimiento de su amigo común, Desiderio Erasmo, acaecido el 12 de julio de ese año 1536. A Lucius le afectó mucho la noticia. Los dos hombres conversaron largamente sobre los asuntos del mundo. Como no había recibido ninguna visita desde hacía casi dos años, el filósofo se enteró entonces de la elección, en octubre de 1534, de Alejandro Farnesio para ocupar la silla pontificia. No le sorprendió mucho, pues veinte años antes él mismo le había predicho al cardenal que un día sería elegido Papa…, ¡pese a que tenía ya cuatro hijos!
Juan de Valdés contó a Lucius que la elección de ese viejo zorro de Farnesio —entonces tenía setenta años— había acrecentado enormemente su fama como astrólogo y que muchos nobles, empezando por el propio Papa, intentaban dar con su escondrijo para hacerlo ir a Roma. «¡Dios me libre!», había exclamado el filósofo, encantado, no obstante, de enterarse de que su renombre seguía intacto.
Interrogó largamente a su amigo sobre las decisiones del nuevo soberano pontífice, que había adoptado el nombre de Pablo III. El español le dio noticias tranquilizadoras. Aunque continuaba practicando su política de nepotismo, que consistía en distribuir bienes eclesiásticos entre sus hijos y nietos, parecía dispuesto a trabajar por la reforma de la Iglesia y pensaba dialogar con los protestantes. Había nombrado inmediatamente a un grupo de cardenales abiertos en los temas evangélicos, con vistas a preparar un importante concilio, y había recibido el apoyo de Erasmo. En respuesta, el Papa había ofrecido al humanista el capelo de cardenal, acompañado de una considerable renta eclesiástica, regalos envenenados que lo habrían apartado definitivamente de los reformadores y que el filósofo se había apresurado a rechazar. Lucius había reído a carcajadas al enterarse de la noticia.
Giovanni descubrió con motivo de esa visita que su maestro no solo era reconocido como un gran sabio, sino como el mejor astrólogo de su tiempo, y que años atrás había hecho diversas predicciones que la realidad había confirmado. Esa noticia le encantó y lo reafirmó en su decisión de convertirse a su vez en un astrólogo famoso, cuyos méritos podría atribuir con orgullo a la formación recibida de su ilustre maestro… Pero le intrigó sobre todo oír hablar al filósofo español de su reciente instalación en Nápoles y de su encuentro con una joven condesa, bella y cultivada, llamada Giulia Gonzaga. No pudo evitar intervenir en la conversación y contar su extraño encuentro, dos años antes, con aquella encantadora amazona llamada Giulia que cabalgaba hacia el monasterio de San Giovanni in Venere Juan de Valdés se quedó pensativo unos instantes.
—¿Dices que ese encuentro tuvo lugar a principios del mes de agosto de 1534? —preguntó a Giovanni—. Sí.
—¿Y dices que esa joven era muy bella, tenía largos cabellos castaños, iba vestida como un hombre y parecía atemorizada?