Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Giovanni dudó unos instantes, pues aquella frase le parecía descabellada. Sin embargo, no veía otro modo de traducir lo que acababa de leer:
—Elogio de la locura…
—¡Exacto!
—Pero ¿qué significa eso? ¿Cómo es posible elogiar uno de los peores males que puede abatirse sobre el hombre?
El anciano frunció los ojos. Decididamente, ese muchacho al que conocía desde hacía tan solo cinco minutos le gustaba. Aunque era campesino, había querido aprender a leer y ahora manifestaba tener una verdadera curiosidad intelectual.
—¡Eso justamente es lo que constituye la gracia de este título y de esta obra!
El anciano cogió a Giovanni de la mano y lo invitó a sentarse a su lado.
—No has oído hablar nunca de Erasmo, ¿verdad?
—No, nunca.
—¿Y tienes alguna idea de lo que es la filosofía?
—La verdad es que no. Yo…
—¿Has recibido una educación religiosa? —prosiguió el anciano, en un tono más dubitativo.
—El cura nos enseñó la fe cristiana y, a fuerza de leer el misal, he aprendido muchas cosas de Nuestro Señor Jesucristo. Pero no lo he entendido todo.
El anciano se pasó una mano por el cráneo, parcialmente despoblado. Estaba calibrando la distancia entre la sed de conocimiento de Giovanni y el nivel más que rudimentario de su saber. Vacilaba en prolongar aquella conversación cuando el joven le espetó:
—No me habéis explicado quién es Erasmo y cómo se puede elogiar la locura.
—Veo que eres perseverante. ¡Muy bien! Todo el día no sería suficiente para abordar esa cuestión, pero puedo explicarte ya una o dos cosas.
»Erasmo es un amigo mío. Es un sacerdote holandés, pero también es filósofo, es decir, amigo de la sabiduría. Ha viajado por toda Europa y consagrado buena parte de su existencia a leer y a traducir las sentencias de los filósofos de la Antigüedad. Su principal preocupación es establecer un vínculo de armonía entre las Sagradas Escrituras cristianas y la filosofía de los Antiguos. Algunos hombres de la Iglesia, debes de saberlo, condenan el pensamiento de los filósofos de la Antigüedad con el pretexto de que no está inspirado por Dios. Algunos filósofos, por su parte, solo quieren confiar en la razón humana y rechazan el carácter inspirado de las Escrituras. Erasmo desea reconciliar ambas cosas, porque piensa que la razón no se opone en absoluto a la fe y al contenido de la Revelación. ¿Comprendes?
—No muy bien —confesó humildemente Giovanni—. Todo eso es nuevo para mí. Pero ¿qué pasa con el título del libro?
—Erasmo intenta denunciar en esta obra las costumbres de nuestra época, en especial las de los príncipes y los clérigos. Como ataca a la Iglesia y a los poderosos de este mundo, adopta un tono satírico y utiliza el personaje de la Locura.
El anciano se interrumpió y volvió a darle el libro a Giovanni.
—Míralo tú mismo. Abre el libro por cualquier sitio y lee.
Giovanni cogió de nuevo el volumen y lo abrió al azar. Inclinó la cabeza sobre el texto impreso y empezó a leer lentamente:
—«Así pues, en medio de toda su felicidad, los príncipes me parecen muy desdichados: no tienen a nadie de quien escuchar la verdad y se ven obligados a tener aduladores por amigos. Se me dirá que a los oídos de los príncipes les horroriza la verdad y que si evitan a los sabios es precisamente por temor a que, casualmente, haya uno lo bastante franco para osar decir lo verdadero en lugar de lo agradable. Es un hecho: los reyes detestan la verdad.»
—Lees muy bien en latín, muchacho —lo interrumpió el anciano, sorprendido.
Aliviado y animado por esa primera prueba concluyente, Giovanni pasó unas cuantas páginas, y cuando se disponía a reanudar la lectura, el anciano dijo:
—Vamos, hijo, ha sido un gran placer escucharte y esas acertadas palabras me han abierto el apetito. Nuestros manjares no son comparables a los de los clérigos, pero, si quieres compartir el desayuno con nosotros, estaré encantado.
Sin esperar la respuesta del muchacho, se volvió hacia su sirviente.
—Pietro, prepáranos una buena colación.
—No sé cómo agradeceros vuestra hospitalidad —balbució Giovanni, todavía alterado por el esfuerzo que le había exigido la lectura—. No me atrevo a preguntaros quién sois. Es tan raro encontrar a un hombre de tan vasto saber, amigo de un célebre escritor, que posee tantos libros y vive en este bosque, tan lejos de las ciudades…
El anciano frunció los ojos, contento. Aunque había elegido desde hacía mucho la soledad, le complacía hablar con aquel curioso joven.
—He vivido casi toda mi vida en la bella ciudad de Florencia. ¿La conoces?
—Soy natural de un pequeño pueblo de Calabria y solo conozco el campo y los burgos por los que he pasado viniendo a pie hasta aquí.
—¿Y adónde vas, hijo?
—A Venecia.
—¡Venecia! Pero ¿por qué te has metido en los Abruzzos? Hubieras llegado antes siguiendo la costa o, mejor aún, en barco.
—Lo sé, señor…, pero quería tomármelo con calma.
Esa declaración picó la curiosidad del anciano. ¿Quién era ese joven campesino y qué buscaba? Su sirviente interrumpió sus pensamientos anunciando que el desayuno estaba preparado.
Cuando estuvieron sentados a la mesa en la habitación contigua, Giovanni retomó el hilo de la conversación.
—¿Puedo preguntaros qué hacíais en Florencia y por qué os habéis marchado de esa gran ciudad para venir a esconderos aquí?
El anciano rompió a reír.
—¡Has dado en el clavo, hijo, he venido a esconderme! Yo también soy, como Erasmo, filósofo, y publiqué tiempo atrás un simple opúsculo que no gustó ni a las autoridades políticas ni a las autoridades religiosas. Fui desterrado de la ciudad y me marché con Pietro, mi fiel sirviente, y todos los libros que pude llevarme. Desde entonces, las cosas han cambiado. Habría podido regresar a Florencia…, pero acabé tomándole gusto a esta vida retirada. Puedo dedicarme por entero a mis estudios y ya no estoy obligado a participar en esas actividades mundanas que me aburren más que una misa.
—¿Y qué estudiáis? —preguntó Giovanni con mirada ávida.
—¡Todo! Me interesan las ciencias naturales, la medicina, la teología, la filosofía, la poesía, los movimientos de los planetas, las Escrituras Sagradas… Verás, desde hace casi un siglo, nuestra vieja civilización cristiana ha rejuvenecido gracias al redescubrimiento de los pensadores de la Antigüedad griega y romana.
»En el año de gracia de 1439, el papa Eugenio IV convocó en Florencia, mi ciudad natal, un concilio ecuménico para tratar de acercar la Iglesia de Oriente a la de Occidente. Pese al fracaso relativo del concilio, varios sabios griegos que habían ido con motivo de su celebración se establecieron en laToscana. Bajo los auspicios del ilustrado Cosme de Médicis, nació una nueva academia, en referencia a la ilustre escuela fundada por Platón. Cosme confió su dirección al que se convertiría en mi maestro: Marsilio Ficino. ¿Has oído alguna vez ese nombre?
—Desgraciadamente, no —reconoció Giovanni, avergonzado una vez más por tener que confesar su ignorancia.
—Le vi por primera vez en 1477.Yo acababa de cumplir diecisiete años. El tenía cuarenta y cuatro y estaba en la cima de su gloria.
Giovanni tomó nota mentalmente de esa valiosa información y calculó que el filósofo debía de tener en ese momento setenta y tres años. El anciano prosiguió su relato, con la mirada cada vez más chispeante.
—¡Qué años tan maravillosos! Dirigida por Marsilio y bajo la protección de Lorenzo de Médicis, el nieto de Cosme, la Academia era un lugar de fervientes investigaciones donde exhumábamos esos tesoros perdidos de la Antigüedad. Decidí consagrar mi vida a la filosofía. Aprendí griego y me convertí en uno de los más estrechos colaboradores de Marsilio. Lo ayudé en la traducción íntegra de los
Diálogos
de Platón, que publicamos en 1484, y después en la de
Las Enéadas
de Plotino, que quedó terminada dos años más tarde.
El anciano hizo una pausa. Evocar su pasado lo emocionaba y su mirada parecía absorta en las imágenes de esos acontecimientos. Giovanni aprovechó para preguntar con timidez:
—¿Quién es Plotino
—¡Ah, Plotino! ¡Qué mente tan admirable! —Prosiguió el filósofo con entusiasmo—. Ese gran admirador de Platón vivió en Alejandría y en Roma en el siglo III. Mientras traducía a Plotino, trabé amistad con un hombre diez años menor que yo, de inteligencia excepcional: Giovanni Pico de la Mirándola. A ese hombre, sin duda la mente más privilegiada que yo había conocido, se le había metido en la cabeza, con apenas veintitrés años, reunir en Roma, corriendo él con los gastos, a todos los sabios con los que contaba la cristiandad a fin de debatir con ellos las novecientas tesis que acababa de publicar y que resumían todas las grandes cuestiones filosóficas y teológicas.
»Pero el Papa condenó siete de sus tesis por considerarlas contrarias a la fe cristiana. Pico no cedió y publicó unaApología que llevó a que se condenara el conjunto de sus tesis. Tuvo que renunciar a su proyecto y se exilió en Francia, donde fue arrestado y encarcelado. Gracias a la intervención de Lorenzo de Médicis, finalmente fue entregado a nuestra ciudad, que lo recibió con alegría. Así fue como tuve la dicha de verlo casi a diario durante los últimos años de su brevísima existencia, pues murió en 1494, tan solo un año después de haber quedado limpio de la sospecha de herejía y el mismo día de la entrada de las tropas del rey de Francia en Florencia.
El filósofo interrumpió su discurso, con los ojos clavados en su joven interlocutor. Al cabo de un momento, desvió la.mirada y añadió en voz baja:
—Pero esa es otra historia; mis recuerdos me llevan demasiado lejos. Solo quería decirte que he intentado seguir el camino de mis maestros, los ilustres Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola, que trataron de adquirir un saber universal, sin ningún prejuicio, sin ninguna frontera de lengua o de religión.
Giovanni se sentía un poco ebrio, aturdido por lo que acababa de escuchar. La Providencia había puesto en su camino a un hombre de «saber universal». No daba crédito a sus oídos.
—No tienes mucho apetito —dijo Pietro al joven, viendo que no había tocado ni el pan, ni el queso, ni la loncha de tocino que tenía en el plato.
—Sí…, al contrario, tengo mucha hambre. Pero estoy tan emocionado de haber conocido a alguien como vos, señor…
—Llámame maestro Lucius, como mi buen Pietro y mis antiguos discípulos de la Academia.
Giovanni se dijo que sería como un sueño ir a aprender a un sitio como ese. Después pensó que tenía allí, ante él, al maestro capaz de transmitirle todos esos conocimientos.
Debía quedarse allí. El tiempo necesario para realizar sus estudios, el tiempo necesario para desbrozar y sembrar esa ignorancia a fin de convertirla en un vergel. Sí, estaba convencido de que podría hacerlo.Y era una espléndida oportunidad de acercarse a Elena. Pero ¿cómo conseguir que ese maestro y su cancerbero le permitieran vivir con ellos?
H
asta el final del desayuno, el maestro Lucius interrogó largamente a Giovanni sobre él mismo. El muchacho habló con el corazón en la mano y le contó toda su historia. Solo omitió los acontecimientos de los dos últimos días, por miedo a que el filósofo no le creyera y lo echara de su casa en el acto.
El anciano quedó impresionado por la inteligencia y la pureza de corazón de Giovanni. Mientras le escuchaba, le entraban ganas de transmitir su saber a una mente joven como la suya, virgen de todo conocimiento. Además, el dominio relativo que tenía el muchacho de la lengua latina, aunque debía ser perfeccionado, facilitaría considerablemente su aprendizaje. Se preguntaba si la Providencia no le habría enviado a ese joven a fin de que, en el crepúsculo de su vida, pudiera transmitir lo esencial de su saber y de su pensamiento. Decidió concederse un tiempo de reflexión y observar atentamente a Giovanni, su carácter y, sobre todo, su perseverancia y su motivación para el estudió.
En cuanto terminaron de desayunar, le preguntó si deseaba quedarse unos días. Giovanni se sintió transportado de alegría al oír pronunciar esas palabras y no pudo evitar responder:
—¡Y varias semanas! ¡Incluso varios meses si lo deseáis!
—¿Y Elena? No olvides que has dejado tu pueblo y a tu familia para reunirte con esa encantadora persona…, ¡no para vivir con un viejo irascible! —bromeó el maestro Lucius, satisfecho del entusiasmo que el muchacho manifestaba.
Después lo dejó en manos de Pietro para que le enseñara la casa y le explicara sus costumbres en la vida cotidiana. El gigante propuso a Giovanni que lo acompañara al bosque en busca de leña.
—Ha sido un acierto traerte, creo que le gustas a mi señor —dijo el hombre mientras recogía ramas secas.
—No lo sé. Pero me alegro muchísimo de que me haya ofrecido quedarme con vosotros. Nunca podré agradecerte bastante que me hayas propuesto acompañarte a casa de tu señor. ¡Es un hombre extraordinario!
—Más de lo que puedas imaginar. Es un erudito, y habla griego, latín y seis lenguas vulgares además del italiano. ¡Pero sobre todo es un filósofo y un astrólogo ilustre en toda la cristiandad!
Giovanni se quedó un momento en silencio. Ignoraba lo que era un astrólogo.
—Y tú —dijo, deseoso de pasar a otro asunto—, ¿has estado siempre al servicio del maestro Lucius? ¿Nunca has estado casado?
—¡Nunca! Tuve muchas aventuras galantes cuando vivíamos en Florencia, eso sí, e incluso cuando acompañaba a mi señor en sus viajes. Pero, como él, nunca he sentido deseos de vivir con una mujer y de criar hijos. Y ya ves, con la edad, el deseo de mujeres casi se me ha pasado.
—¿Y también estudias con tu señor?
—No. Sé algunas cosas porque él me habla de ellas, o porque oigo conversaciones en las escasas ocasiones en que recibe visitas. Hace más de treinta años que estoy a su servicio, y pronto hará trece que vivimos aquí. Pero yo no sé leer en latín como tú. ¡Mis libros son las armas!
—¡Las armas! —repitió Giovanni, estupefacto—. ¿Qué quieres decir?
—Fui maestro de armas en casa de un noble florentino, el señor Galfao. Desde los diez años, aprendí a manejar la espada, la ballesta, el cuchillo y la lanza. Después me convertí en el jefe de su guardia personal y enseñé a manejar las armas a muchos hombres.
—¿Por qué dejaste a ese señor para servir al maestro Lucius?