Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Impresionado por el tono solemne de su señor, el gigante asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.
—Maestro, ¿puedo haceros una petición? —preguntó Giovanni.
—¿Crees realmente que es el momento oportuno? Necesito descansar.
—Es importante.
El anciano se sentó.
—Bien, te escucho.
Giovanni estaba muy emocionado. Hacía varias semanas que había tomado una decisión y se repetía mentalmente cómo iba a anunciársela a su querido maestro.
—Hace más de tres años que soy vuestro alumno con una felicidad sin igual. Gracias a vuestra generosidad, en el espacio de solo unos años he adquirido un saber inesperado. Más aún, he aprendido a conocerme a mí mismo y a apreciar la búsqueda de la verdad. Tendría aún muchas más cosas que aprender de vos; en realidad, mi vida entera no bastaría para acoger vuestros conocimientos.
Volvió lentamente la cabeza hacia Pietro.
—Y lo mismo cabe decir de ti, amigo mío. Jamás podré pagar la inmensa deuda que tengo contigo.
Su mirada se dirigió de nuevo hacia el anciano, que escuchaba a su discípulo con una atención llena de solicitud.
—Estoy resuelto a marcharme. Esta decisión me rompe el corazón, porque os quiero tanto al uno como al otro más que a mis propios padres.
A Giovanni le costaba dominar su emoción. Su voz se hizo débil y trémula.
—Sin embargo, mi corazón no ha dejado nunca de amar a la joven a la que tan brevemente vi en mi pueblo. Por ella, dejé a mi padre y a mi hermano. Gracias a ella, os he conocido. Ha llegado el momento de que vaya en su busca.
Hizo una pausa y bajó la cabeza para ocultar las lágrimas. Un profundo silencio se había hecho en la habitación.
—No sé lo que me reserva el destino. Quizá me dirija hacia una gran decepción…, pero no puedo esperar más. Debo reanudar mi camino. Querido maestro, con vuestro permiso, me gustaría marcharme mañana y prestaros ese servicio de pasar por Roma para entregar esa carta al Papa.
Los dos hombres, emocionados, no pudieron reprimir un gesto de sorpresa.
—Sé que Pietro está cansado y sufre de reumatismo —prosiguió Giovanni—. El camino hasta Roma es largo y poco seguro. Sería una satisfacción para mí dar ese rodeo por la Ciudad Santa y encomendarme a Dios antes de reanudar mi camino hacia Venecia.
Lucius meneó la cabeza con una gravedad impregnada de tristeza.
—Sabía que antes o después este momento llegaría, mi buen Giovanni. Y debo confesarte que esperaba que llegase lo más tarde posible. Has sido durante estos tres años el mejor discípulo con el que un maestro pueda soñar. —La voz se le quebró—.Todavía eres joven y tu carácter impulsivo puede gastarte malas pasadas. Aristóteles dijo que nadie llega a ser realmente filósofo antes de los cuarenta y cinco años… ¡Pero, no te preocupes, no te obligaré a quedarte conmigo hasta esa avanzada edad! Has adquirido con inteligencia muchos conocimientos. La vida se encargará ahora de perfeccionar tu educación y tu reflexión. Sé que serás un astrólogo digno de su maestro. Vete, pues, hijo mío. Coge tus cuadernos de efemérides y los libros que desees de mi biblioteca. Y si Pietro está de acuerdo, llévate la carta para el Santo Padre.
Giovanni volvió la cara bañada en lágrimas hacia el gigante, que asintió moviendo torpemente la cabeza. Después se echó en brazos de su maestro y dio rienda suelta a su llanto.
Se marchó esa misma mañana para no prolongar una despedida tan penosa. No sabía si el destino permitiría que volviese a ver algún día a sus dos amigos más queridos, pero lo esperaba de todo corazón. Se llevó sus preciosos cuadernos y solo tres libros escritos en griego:
El banquete
, de Platón, la
Ética a Nicómaco
, de Aristóteles, y el Nuevo Testamento.
Metió la carta destinada al Papa en la vaina de su espada, los cuadernos y los libros en un talego, junto con una cantimplora, una prenda de abrigo y algunas provisiones, comprobó que llevaba en el bolsillo los ducados que su maestro le había dado para el camino hasta Roma y Venecia, y abrazó a sus dos amigos.
Sin pronunciar palabra, emprendió el camino hacia la Ciudad Eterna y no volvió la vista atrás.
E
l sol empezaba a declinar. Había dejado los caminos secundarios y caminaba a paso vivo por la vía Valeria desde hacía tres horas largas cuando un rugido sordo fue creciendo a su espalda. Se volvió y vio cinco caballos que galopaban por la calzada desierta. Cuando los jinetes estuvieron a una veintena de metros de él, vio que iban envueltos en grandes capas negras y que parecían llevar máscaras. Instintivamente, sintió que un peligro lo amenazaba.
De un salto, se apartó hacia los arbustos y echó a correr en dirección al bosque.
Los jinetes salieron del camino y se lanzaron en su persecución. Consiguió llegar a los árboles justo en el momento en que el primer hombre de negro llegaba a su altura. El jinete tuvo que ralentizar la carrera para esquivar las ramas, mientras que Giovanni se internaba en la maleza.
Corrió todo lo que pudo, aumentó la distancia entre él y sus perseguidores y se refugió en las altas ramas de un roble. Jadeando y con el miedo en el cuerpo, observaba a los jinetes negros rezando para que no se les ocurriera levantar la cabeza. Se habían dispersado y registraban el bosque minuciosamente.
Empezaba a caer la noche y Giovanni pensó que tenía que aprovechar la oscuridad para marcharse de allí.
Mientras bajaba del árbol, oyó a uno de los jinetes acercarse y pasar lentamente justo por debajo de él. Giovanni no lo dudó ni un instante: saltó sobre su adversario, que ni siquiera tuvo tiempo de gritar, y rodó por el suelo con él. Con una agilidad de felino, lo agarró del cuello y apretó sobre la carótida hasta que el hombre perdió el conocimiento. Luego puso el cuerpo sobre el caballo, montó en él y huyó al trote hacia la salida del bosque.
En cuanto llegó a la vía Valeria, se puso al galope y continuó así varias leguas antes de tomar un atajo.
Cuando se sintió a salvo, se detuvo, bajó al hombre y le ató fuertemente las manos tras la espalda. Luego le quitó la máscara de piel y empezó a reanimarlo a bofetadas. El jinete negro volvió en sí. Cuando se percató de la situación, no podía creer que aquel muchacho lo hubiera raptado y hubiera logrado escapar.
—¿No eres tú el discípulo del astrólogo?
—Sí, lo soy.
—¿Y dónde has aprendido a defenderte así?
—Es a mí a quien le toca preguntar. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? ¿Por qué os escondéis bajo esas capas y esas máscaras?
El hombre soltó unas carcajadas y no contestó. Giovanni empuñó su cuchillo y lo puso contra la garganta del prisionero.
—Esta noche se me está acabando la paciencia. Si te niegas a responder a mis preguntas, no dudaré en degollarte como a un vulgar pollo.
—He jurado no decir nada. Si hablara, mis compañeros me matarían.
—¿Por qué me perseguís?
—Para apoderarnos de la carta que debes entregar al Papa.
«Así que es eso», pensó Giovanni.
—Pero ¿quiénes sois y por qué es tan importante esa carta?
—¿No conoces su contenido?
El hombre se dio cuenta, por la expresión de Giovanni, de que el astrólogo había mantenido en secreto el contenido de la carta.
—Créeme —prosiguió, más seguro de sí mismo—, vale más que te libres de ella. Lo que revela es más terrible que si un cometa se abatiera sobre la Tierra. Dámela, vuelve a casa y dile a tu maestro que la has perdido. Te prometo que no volverás a ser amenazado.
Giovanni rompió a reír. —Eres tú, no yo, quien está en el filo de la navaja. He prometido a mi maestro que entregaré esta carta al Papa y cumpliré mi promesa. ¡Me da igual lo que contenga!
—Entonces no volverás a dormir en paz. Aunque me mates, mis compañeros te acosarán por doquier. Y si consigues deshacerte de ellos, vendrán otros y te perseguirán hasta que tengan la carta en sus manos. No tienes ninguna posibilidad de llegar vivo a Roma.
Giovanni comprendió que el hombre decía la verdad. Supo asimismo que, incluso bajo la amenaza de su cuchillo, se negaría a confesar nada. Reflexionó y tomó una decisión muy sensata. Puesto que sus misteriosos perseguidores no dejarían de pisarle los talones, debía renunciar a ir a Roma por la vía Valeria. Tomar los atajos era mucho más peligroso a causa de los bandidos. Lo más sencillo era ir a caballo por la vía Valeria en dirección opuesta a la Ciudad Eterna, donde no encontraría ningún obstáculo. Iría al puerto de Pescara y embarcaría en una nave. Desde allí, en menos de una semana estaría en Roma.
Una vez tomada esta decisión, ató cuidadosamente al hombre a un árbol y partió a caballo en dirección al Adriático.
Cabalgó parte de la noche, pero tuvo que detenerse para que su montura descansara. En cuanto amaneció, reanudó la marcha.
Al anochecer, avistó por fin el mar. Cuando llegó al puerto, ató el caballo delante de un albergue, entró y, después de haber comido, se informó sobre las naves que partían para Roma. Mientras hablaba con el posadero, la puerta se abrió bruscamente. Tres hombres de negro aparecieron en el hueco.
Giovanni se precipitó hacia el fondo del establecimiento y salió por una ventana. Se dio de bruces con otro hombre enmascarado que vigilaba la parte de atrás del albergue. Giovanni desenvainó la espada y las hojas entrechocaron. Dominó rápidamente a su adversario, al que hirió en un muslo, y desapareció en la oscuridad mientras otros hombres, a pie y a caballo, iniciaban la persecución. «Pero ¿cuántos son? ¿Y cómo se las han arreglado para encontrar tan pronto mi rastro?», se preguntó mientras corría hacia las numerosas naves ancladas en los muelles.
El ruido de cascos y los gritos llegaban de todas partes. Sintiéndose acorralado, Giovanni se metió en una pequeña embarcación. Vio a dos vigilantes que dormían a pierna suelta y bajó a la bodega. Se escondió detrás de las cajas de mercancías.
A medianoche, oyó ruido en la cubierta del barco. Contuvo la respiración, pero enseguida dedujo que se trataba de marineros que volvían después de una velada bien regada. Volvió a reinar el silencio durante unas horas. En cuanto salió el sol, empezó el ajetreo y la embarcación se hizo a la mar.
Giovanni decidió no salir de su escondrijo hasta que no hubieran llegado a otro puerto. Poco acostumbrado al balanceo de alta mar, se pasó todo el día mareado, tanto más cuanto que el viento zarandeaba la nave como si fuera una cáscara de nuez. Tras un día, una noche y un día más de navegación, el barco echó el ancla en un puerto. Giovanni no tenía ni idea de dónde estaba, pero le daba igual; estaba convencido de haber escapado definitivamente de sus perseguidores. Esperaba, no obstante, que la nave se hubiera dirigido hacia el sur.
Al caer la noche, cuando estuvo seguro de que la mayor parte de la tripulación había desembarcado, salió de su escondrijo y volvió a tierra firme con alegría. Vio grandes naves y numerosas luces rodeando el puerto, en el que reinaba una gran agitación pese a la hora tardía. «Hemos atracado en una gran ciudad —se dijo— Quizá Bari, si hemos tomado la ruta del sur. O bien Ancona, si desgraciadamente hemos ido hacia el norte…» Acabó por abordar a un marinero ocupado en deshacer los nudos de un cabo.
—¿Qué ciudad es esta, amigo?
El hombre lo miró como si se le hubiera aparecido la Virgen María.
—¿Qué?
—Os pido que me digáis el nombre de esta ciudad.
El hombre puso los ojos en blanco y levantó los brazos hacia el cielo:
—Ma… Venezia!
S
i el señor astrólogo tiene la bondad de entrar…
Giovanni dirigió la mirada hacia el lacayo, se levantó sin precipitación y entró en el gabinete de trabajo del señor de la casa. /
—¡Ah, qué alegría verle por fin, querido señor Da Scola! —exclamó un hombrecillo barrigudo.
Giovanni respondió con una amplia sonrisa y se acomodó en el asiento que su anfitrión le señalaba.
El hombre se sentó en un sillón más amplio, al otro lado de la chimenea de mármol, y prosiguió en el mismo tono afable:
—Oigo ensalzar vuestros méritos por todas partes. En los palacios solo se habla de la extraordinaria predicción que le hicisteis al juez Zorzi sobre su improbable nombramiento en el Consejo de los Diez, y ayer mi amigo Quirini me decía con qué precisión habíais visto su delicada situación financiera.
—Sin embargo, no dejo de insistir en que mis declaraciones deben ser tomadas con circunspección, pues las coyunturas astrales requieren una interpretación humana que no es infalible.
—No pequéis de modesto, querido amigo, vuestra reputación está consolidada, ¡en unos meses habéis conquistado Venecia! Incluso se rumorea que el dux os ha recibido en audiencia privada. ¿Es cierto?
Giovanni inclinó la cabeza.
—No puedo responder a vuestra pregunta, señor.
—Vuestra discreción os honra.
El hombre frunció los ojos y juntó las manos por la yema de los dedos.
—Pero, decidme, ¿cuándo llegasteis a Venecia exactamente?
—Hace seis meses, señor.
—¡Extraordinario! ¡Semejante renombre en tan poco tiempo! Si no me equivoco, sois discípulo del ilustre florentino Lucius Constantini y habéis sido acogido aquí por el filósofo Nicolo Celestini.
—Estáis bien informado. Cuando supo que quería venir a Venecia, mi maestro me dio el nombre de su amigo, que tan amablemente me ha recibido.