El Oráculo de la Luna (12 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—¡Por culpa de una mujer!

Giovanni miró, atónito, al gigante, el cual prosiguió su relato con una sonrisa divertida en los labios:

—¡Fui el causante de que le pusieran los cuernos a mi señor! Me echó y ningún otro noble quiso tomarme a su servicio por miedo a contrariarlo. Pensaba marcharme de la ciudad y alistarme como mercenario, pero al final el maestro Lucius me ofreció ser su guardia personal. Entonces era un hombre ilustre en Florencia, pero recibía muchas amenazas debido a sus tomas de posición en materia religiosa y política. Cuando tuvo que exiliarse, decidí acompañarlo y me convertí en una especie de hombre para todo… ¡Y a mis casi sesenta años, aquí sigo!

Una idea atravesó la mente de Giovanni.

—¿Todavía sabes utilizar las armas?

—¡Por supuesto! ¡Tengo aquí las necesarias para equipar a un regimiento! Y más de una vez he tenido que usarlas para echar a bandidos que merodeaban alrededor de la casa.

—Si me quedo algún tiempo, ¿aceptarás iniciarme en el manejo de algunas armas, como el cuchillo o la espada?

Pietro se incorporó lentamente y miró a Giovanni de hito en hito, con las manos apoyadas en sus anchas caderas.

—¡Nada podría complacerme más, muchacho!

Giovanni pasó los días siguientes en estado de gracia. Agradeció al Cielo por ese encuentro que casi le había hecho olvidar el de Luna, que tan perturbador le había resultado. Con un celo extraordinario, ayudó a Pietro en las diferentes tareas domésticas, perfeccionó su latín trabajando con asiduidad y devoró en menos de dos días la traducción latina del
Manual
de Epicteto, que el maestro Lucius había puesto entre sus manos. Comenzó asimismo a aprender con Pietro el manejo de la espada.

Le gustaba esa alternancia de estudios intelectuales y ejercicio físico, y apreciaba enormemente la compañía de los dos hombres, de carácter tan diferente. Pietro era una suerte de oso jovial y tierno, mientras que el maestro Lucius demostraba ser de una gran severidad y podía tener accesos de cólera tan breves como violentos. Pero Giovanni, que sabía apreciar la generosidad con la que el filósofo le enseñaba, no le daba la menor importancia a esos episodios.

La verdadera prueba tuvo lugar ocho días después de su llegada.

El maestro Lucius lo convocó justo después del desayuno. Tenía un aire más grave que de costumbre. En un tono casi solemne, pidió a Giovanni que se sentara en un taburete, frente a él.

—Hijo —empezó a decir, aclarándose la voz—, hace más de una semana que compartes la vida con nosotros y que, de acuerdo con tus deseos, recibes mis enseñanzas y las de Pietro. ¿Qué deseas para el futuro?

Giovanni permaneció en silencio unos instantes. Después dijo con seguridad:

—Maestro, deseo con todo mi corazón quedarme con vosotros para continuar aprendiendo.

—Muy bien. Pero ¿sabes lo que eso significa?

Giovanni, desconcertado, contestó un tanto vacilante:

—Seguir con asiduidad vuestras clases, trabajar sin descanso, estudiar…

—Sí, pero la decisión te compromete también en la duración. Porque de ninguna manera pienso transmitir, aunque solo sea una parte de mi saber, a alguien voluble o superficial, capaz de irse, según se le antoje, a fabricar su miel a otro sitio después de haber libado algunas flores perfumadas. Debes saber que te adentras en un camino largo y difícil. Una sólida formación intelectual puede llevar años, aunque te dediques por entero a ello. Si tu intención es quedarte aquí unas semanas o unos meses, vale más que sigas tu camino y te reúnas con tu amada cuanto antes.

Las palabras del anciano eran un duro golpe para el corazón de Giovanni. Pero le obligaban a tomar una decisión tajante respecto a una ambigüedad interior de la que estaba tomando conciencia. Siempre había estado ávido de conocimientos. La adquisición de saber era para él un fin en sí mismo. A la vez, su deseo de reunirse con Elena y de conquistar su corazón se había convertido en su prioridad, y veía los estudios como el mejor medio de lograr ese fin. En otras palabras, no se arriesgaría a perder a Elena por cultivar su inteligencia. Sin embargo, su maestro le exponía claramente que no podía subordinar el aprendizaje de la filosofía al amor de una mujer. Debía adentrarse en esa vía sin segundas intenciones, con todo su cuerpo y toda su alma. Ese compromiso podría exigir años. ¿Tendría paciencia para esperar tanto tiempo antes de volver a ver a su amada? ¿Y no se exponía a que ella estuviera comprometida cuando volviera a verla? El riesgo era enorme. Apenas una semana antes, no lo habría corrido. Ahora, cuando acababa de degustar con deleite la satisfacción de instruirse, le resultaba mucho más difícil elegir.

—¿Cuánto tiempo tendría que quedarme con vos? —acabó por preguntarle al anciano.

El filósofo se frotó la barbilla con aire pensativo.

—Me es imposible responderte con certeza. Eso depende de tus aptitudes y de tu pasión por aprender. Pero digamos que no es imaginable que permanezcas conmigo… menos de tres años.

«¡Tres años!», se repitió Giovanni, estremeciéndose. Tres años sin ver a Elena. Eso le parecía superior a sus fuerzas. Pidió a su maestro un poco de tiempo para reflexionar. Este le concedió hasta el día siguiente por la mañana.

Giovanni se pasó, pues, el día y la noche cavilando sobre esa cruel alternativa. Decidiera lo que decidiese, debía hacer un verdadero sacrificio. Cuando salió el sol, Giovanni estaba agotado por esa lucha interior. Pero había tomado una decisión.

Como todos los que han tenido que efectuar una elección dolorosa, tras haberlo hecho se sentía aliviado. Había comprendido que el maestro Lucius y Pietro le brindaban la ocasión de convertirse en un hombre. Un hombre físicamente pleno, capaz de combatir, de defenderse o de defender a los demás contra bandidos y merodeadores. Un hombre también pleno intelectual y moralmente, capaz de conocerse y de comprender el mundo. Aun a riesgo, cosa terrible, de perder a Elena, no podía renunciar a esa oportunidad. Sabía también que, si Elena todavía estaba libre cuando volviera a verla, sus posibilidades de conquistar su corazón se verían multiplicadas por diez.

Fue a ver al maestro Lucius, que estaba regando el huerto.

—Maestro —dijo sobriamente—, ya he tomado una decisión: me quedo con vos el tiempo que os parezca necesario para mi formación.

23

L
os meses que siguieron fueron los mas excitantes de la joven existencia de Giovanni.

Los ejercicios diarios en compañía de Pietro le hacían sentir su cuerpo de un modo diferente. Había adquirido flexibilidad y notaba mejor cada uno de sus músculos. El entrenamiento en el manejo de la espada le daba, además, una agilidad y una vivacidad nuevas.

Pero se sentía más transformado aún por el maestro Lucius. El anciano había decidido dirigir varios cursos en paralelo. Un curso de latín, a fin de que su joven estudiante llegara a dominar la lengua de los letrados, indispensable para leer la mayoría de las obras de filosofía y teología. Un curso de Sagradas Escrituras y de teología. Un curso de griego, a fin de que pudiera leer a los principales filósofos y los Evangelios en versión original. Finalmente, un curso de filosofía, no solo para que adquiriera un buen conocimiento de los grandes temas de la moral, de las ciencias naturales y de la metafísica, sino sobre todo para que aprendiera a pensar por sí mismo, para que desarrollara su espíritu crítico y su capacidad de discernimiento.

Porque, para el maestro Lucius, filosofar significaba adquirir un saber, sí, pero sobre todo desarrollar la facultad de razonar y de actuar sin prejuicios. Filosofar era aprender a vivir como ser humano lúcido, libre y responsable.

Para él, al igual que para su amigo Erasmo, la filosofía no se oponía a la fe. Simplemente, permitía a la fe ser más madura, más personal, más justamente crítica con los dogmas y las instituciones. Al igual que su amigo holandés, el maestro Lucius reprochaba a la Iglesia haber dado la espalda a los ideales evangélicos que habían presidido su fundación. La criticaba violentamente porque la amaba y deseaba verla recuperar la sencillez y la pureza de sus orígenes, cuando Jesús arengaba a sus discípulos en los caminos de Judea y de Galilea, exhortándolos a abandonarlo todo para seguirle. La Iglesia, y muy en particular Roma, se había convertido con el transcurso de los siglos en uno de los principales lugares de poder y de corrupción, de intrigas políticas, de desenfreno sexual y de culto al dinero.

Esa era la razón por la que un joven monje alemán, llamado Martín Lutero, se había rebelado contra el poder romano. Había exigido que se abandonara la práctica de las indulgencias, consistente en vender el perdón de los pecados para evitar las penas del purgatorio en la vida futura. Siguiendo a Erasmo, llamaba a la Iglesia a comprometerse en una profunda reforma de las costumbres y a volver al mensaje primero de Jesucristo. Impregnado de las ideas de los humanistas, pedía también que se tradujera la Biblia a la lengua del vulgo para que todos los fieles pudieran leerla y ejercer su espíritu crítico en lo concerniente a los principios evangélicos y al dogma romano. Una decena de años antes, en enero de 1521, la Iglesia había excomulgado a Lutero, pero sus ideas no cesaban de extenderse por todo el norte de Europa y algunos príncipes las apoyaban.

Fuera de los cursos, el maestro Lucius abordaba también con su joven discípulo estas cuestiones candentes y que le apasionaban. Le explicó que había tenido que marcharse de Florencia unos meses después de la ruptura entre Lutero y Roma, porque había condenado vivamente, en un pequeño opúsculo, la excomunión del antiguo monje de Wittenberg.

Un día, cuando el invierno tocaba a su fin, Giovanni preguntó a su maestro por qué no se había unido al bando de los reformadores, puesto que parecía compartir lo esencial de los puntos de vista de Martín Lutero.

—Por una cuestión filosófica y teológica mayor —respondió el anciano—: la del libre albedrío.

—El libre albedrío… —murmuró Giovanni.

La cuestión del destino y la libertad humanos era una de sus principales preocupaciones. Desde que había conocido a la bruja y le había predicho su destino, se preguntaba si al hombre le era posible cambiar su curso mediante el ejercicio de la libertad, o si estaba condenado a debatirse en vano.

Esperaba pacientemente que Lucius le explicara lo que significaba esa noción y por qué había motivado su rechazo a adherirse a la reforma luterana. Eso le brindaría también la ocasión, se decía Giovanni, de preguntarle acerca de la cuestión de la libertad y el destino.

Tras un largo silencio, el anciano acabó por levantarse de su asiento. Fue hasta el centro de la estancia principal, pidió a Giovanni que lo ayudara a empujar la mesa y las sillas, y a continuación apartó la alfombra. Una trampilla apareció ante los ojos estupefactos del joven.

—Vas a ver mi biblioteca secreta —dijo en un tono festivo—. Abre la trampilla; yo voy a buscar una vela para alumbrarnos.

Los dos hombres bajaron a un pequeño sótano. A la derecha de la escalera había un arcón de madera, de un tamaño bastante grande. El anciano lo abrió con una llave que llevaba colgada del cuello. El arcón, lleno de paja, contenía unas treinta obras.

—Los tesoros de mi biblioteca personal —comentó el filósofo.

—¿Tenéis miedo de los bandidos? —preguntó Giovanni.

—No. Los libros interesan poco a los ladrones de estas tierras. Pero temo que un incendio destruya estas obras que me son tan queridas. ¡Aquí están a salvo!

El maestro Lucius sacó algunos libros de entre la paja. Uno de ellos atrajo la atención de Giovanni. Tenía un grueso lomo y estaba magníficamente encuadernado.

—¡Qué libro tan precioso! —murmuró Giovanni con admiración.

—¡Ah!, te has fijado en la perla de mi colección.

El filósofo cogió el volumen y lo abrió.

—Es un libro de una rareza excepcional, escrito por un astrólogo árabe llamado Al-Kindi. Este que ves es el único ejemplar en latín. Posee un valor incalculable y temo que la humedad de este sótano acabe estropeándolo.

Lo guardó con cuidado antes de coger otro volumen. Cerró el arcón y subió los siete peldaños de la escalera detrás de Giovanni, que llevaba la vela. Mientras el joven cerraba la trampilla y colocaba en su lugar la alfombra y los muebles, el anciano fue a buscar otros dos libros a la biblioteca. Tendió los tres a Giovanni.

—Toma, hijo.

Giovanni se inclinó sobre el precioso botín. El primer libro era delgado: se trataba de una epístola del apóstol san Pablo, la Epístola a los Romanos, que todavía no había leído. El segundo era una breve obra de Erasmo titulada
Diatribe sive Collatio de Libero arbitrio
, o sea, «Diatriba o confrontación sobre el libre albedrío». Se trataba de la edición original publicada en Basilea en 1524, es decir, hacía justo diez años. El último era una obra de Lutero publicada en 1525 y titulada
De servo arbitrio
, «Sobre el albedrío esclavo». Los tres libros estaban escritos en latín.

—Aquí tienes tres textos esenciales para discutir sobre la concepción cristiana de la libertad humana. Voy a hacerte algunas aclaraciones sobre ese punto y a explicarte la razón por la que no he seguido a Lutero. Pero antes lee el principio de la epístola de Pablo. ¡Es un placer tan grande escuchar estos textos en voz alta!

Giovanni abrió el delgado libro y, con un nudo en la garganta, empezó a leer:

—«Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para anunciar el Evangelio de Dios…»

24

N
osotros que creemos en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.»

—Detente ahí —ordenó el anciano cuando Giovanni terminó de leer la primera parte de la carta de Pablo—. Esa es la piedra angular de todo el edificio del pensamiento pauliniano. Para que comprendas bien ese pensamiento, que tendrá tanta influencia a lo largo de los siglos y hasta en esta querella entre esas dos grandes mentes que son Erasmo y Lutero, voy a decirte unas palabras sobre Pablo, que fue el verdadero fundador de la religión cristiana.

—¿No fue Nuestro Señor Jesucristo quien fundó la religión que lleva su nombre? —preguntó, atónito, Giovanni.

El maestro le contó entonces la historia de Saúl, un judío culto y piadoso, quien, cuando se convirtió a Cristo, tomó el nombre de Pablo y seguramente llegó a ser el apóstol que difundió con más celo el Evangelio, es decir, «la Buena Nueva» de Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado para salvar a los hombres, en oposición al resto de los apóstoles, que insistían en que el hombre debía respetar los mandamientos para tener derecho a ser salvado.

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