Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—No tengas miedo.
El perro pareció tranquilizado por el gesto y la voz amigable. Se acercó despacio y se tumbó junto al joven, con el hocico contra su mano. Giovanni le acarició el morro. El perro lo miraba intensamente, con temor y contento. Esa mirada emocionó a Giovanni, que se esforzó en levantarse. El perro se incorporó y retrocedió. El hombre se sentó sobre sus talones. Aún tenía los miembros helados y no sentía ni las manos ni los pies, pero se dio unas palmadas con la mano izquierda en las rodillas al tiempo que tendía la derecha en dirección a su compañero de infortunio.
—Ven.
Tras cierto titubeo, el perro se acercó moviendo el rabo. Con una visible mezcla de alegría y temor, se dejó acariciar. Giovanni le rodeó el cuello y el perro se puso a ladrar de contento. El alma de Giovanni se recuperaba poco a poco.
—Bueno, amigo, estamos hechos una pena. Estoy seguro de que tú tampoco has comido desde hace siglos.
El perro contestaba emitiendo débiles gemidos.
—No te preocupes. Voy a ocuparme de poner remedio a eso.
Giovanni se levantó trabajosamente. Una sensación de vértigo le hizo tambalearse. Temblaba de frío y de hambre. Necesitaban fuego. Recogió un poco de leña y, con mucho esfuerzo, pues tenía los dedos helados, consiguió prenderle fuego con ayuda de dos piedras de sílex afiladas que encontró entre los restos quemados de la cabaña. Pasó varias horas calentándose. Progresivamente, la sangre irrigó de nuevo sus extremidades. El perro se sentó a su lado, sin apartar la mirada de las llamas.
Cuando hubo recuperado la movilidad en los miembros, Giovanni decidió ir en busca de comida. Conocía bien los bosques circundantes y recordaba las trampas que Pietro dejaba en determinados lugares. Encontró una que todavía podía funcionar y la puso. El perro lo miraba moverse con curiosidad.
Luego, Giovanni regresó hacia la fogata. Se avecinaba una noche glacial.
De pronto se oyó un grito desgarrador. Giovanni fue corriendo hacia la trampa. El animal llegó antes, dio él mismo el golpe de gracia a la liebre que se había dejado atrapar y empezó inmediatamente a devorarla. Giovanni se abalanzó sobre él para arrancarle la presa. El perro enseñó por primera vez los colmillos, gruñendo con ferocidad.
—¡Eh, amigo, ya sé que tienes hambre, pero podrías compartirla!
Al final logró arrebatarle dos tercios de la pieza al perro, que se conformó con dar buena cuenta ávidamente de su parte del botín.
Giovanni troceó y ensartó lo que quedaba de la liebre en un palo para asarlo sobre un lecho de brasas. Cuando consideró que estaba bastante cocido, extrajo un trozo y se lo echó a su compañero.
—¡Toma! No te lo mereces, pero seguramente llevas más tiempo que yo sin comer!
El perro se abalanzó sobre la carne y Giovanni saboreó la suya. El calor del fuego, la presencia de aquel animal, el placer de comer: todo eso le devolvía cierto gusto por la vida. No el deseo de vivir, eso todavía no, pero sí la energía suficiente para querer sobrevivir.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al perro. El animal lo miró con extrañeza. Parecía decir: «Ya ves que soy como tú, un vagabundo. No tengo amo desde hace mucho tiempo y ya no me acuerdo del nombre que quizá me pusieron un día. Así que, si quieres que recorramos juntos un trecho de camino, tienes que ponerme tú un nombre». Giovanni debió de leerle el pensamiento, pues una respuesta acudió a su mente:—¡Noé! ¿Qué te parece ese nombre, eh? Noé. El perro profirió un alegre ladrido y movió el rabo.
V
arias semanas habían transcurrido desde el regreso de Giovanni a la casa de su maestro, o lo que quedaba de ella.
Desde los primeros días, se había dedicado a construir una pequeña cabaña de una sola habitación en el emplazamiento de la vivienda anterior. Había visitado, por supuesto, el sótano donde el filósofo escondía sus obras más preciosas, pero había sido saqueado. Ese refugio le permitió vencer el fiío creciente del invierno: iba a dormir allí, entre el heno, cuando la temperatura bajaba demasiado. Noé no se separaba de él, lo seguía en todos sus desplazamientos. Por la noche, dormían acurrucados el uno contra el otro sobre el jergón. Cazaban juntos, y el perro resultó ser un buen rastreador, pues le indicaba los senderos por los que pasaba la caza menor.
La alegre compañía de Noé le bastaba, y no buscaba en absoluto la de los hombres. Le gustaba dar largos paseos por el bosque, sobre todo después de que hubiera nevado. Se detenía a menudo al pie de un gran roble y, frente al espacio infinito, cerraba los ojos y se dejaba calentar por los tibios rayos del sol invernal. De vez en cuando, entreabría los párpados y contemplaba la pálida luz sobre las copas blancas de los árboles. Noé permanecía tumbado a sus pies, esperando sin moverse. Esa comunión con la naturaleza y la presencia del perro fueron un bálsamo tranquilizador para su corazón herido. Ya no rezaba. No pensaba ni en Dios ni en el monasterio. Pero numerosas imágenes de su infancia y de su vida itinerante desde que había conocido a Elena pasaban con frecuencia por su mente. Él las observaba sin tratar de averiguar su significado. De cuando en cuando, una emoción afloraba junto con un recuerdo. Tampoco en este caso intentaba ni rechazarla ni recrearse en ella. Se dejaba impregnar por ella, de la misma manera que acogía el calor del sol o el viento cortante sobre su piel. Su vida giraba exclusivamente en torno a actividades de supervivencia —cortar leña, cazar— y sensaciones primarias —calor, frio, hambre—, sin otros sentimientos como la nostalgia, la esperanza o el temor. Estaba como inmovilizado en el presente, y esa sucesión de instantes tejía la trama de su nueva vida. Tal vez algún día decidiera marcharse de allí e ir a reunirse con Elena. Debía de sentir, de un modo instintivo, que era demasiado pronto para pensar en eso, y vivía sin sueños y sin proyectos.
Fue entonces cuando el destino llamó de nuevo a su puerta.
Volvía de una cacería infructuosa. El tiempo era bastante bueno. A un centenar de pasos de la cabaña, Noé tuvo un comportamiento inhabitual. Levantó el hocico y se precipitó hacia la casa gruñendo. Dio varias vueltas a su alrededor olfateando el suelo, siguió una pista y desapareció. Giovanni pensó que se trataba de un animal y no concedió importancia a aquello. Los días siguientes, Noé dio muestras de nerviosismo. Giovanni empezó a preocuparse e inspeccionó más atentamente los alrededores de la cabaña. Para su gran sorpresa, vio huellas de cascos de caballo a unos cientos de metros. Sin duda había ido alguien. ¿Quizá un viajero extraviado?
A partir de ese momento, Giovanni no dejó de escrutar los caminos y las arboledas de los alrededores en busca de algún rastro. Unos días más tarde, vio otra huella en el barro del sendero que conducía a la casa. Esta vez no se trataba de un casco, sino de un pie humano. La examinó minuciosamente. El pie era bastante pequeño y tirando a fino. Seguramente, de un adolescente o de una mujer. Tras este descubrimiento, Noé se adentró en la maleza, pero volvió con las manos vacías. Giovanni no sabía muy bien qué pensar. ¿Se trataba de la misma persona? En cualquier caso, lo que era cierto es que alguien merodeaba alrededor de su cabaña. El recuerdo de los bandidos permanecía bastante vivo en su memoria y tomó algunas precauciones. Instaló un fino cordel atravesando el camino que iba hacia la carretera del pueblo, unido a una campanilla que sonaría si alguien iba a merodear durante la noche.
Y así fue. Un día, a última hora de la tarde, Giovanni oyó sonar la campanilla. Noé se puso a ladrar con todas sus fuerzas y se precipitó hacia el sendero. Giovanni salió corriendo tras él. Le pareció que un ruido de ramas partidas se superponía a los ladridos del perro. De repente, Noé profirió un gañido y se calló. Giovanni llegó donde se encontraba el perro y vio que estaba tendido de costado. Oyó unos pasos que se alejaban por el bosque. Como estaba anocheciendo, no se arriesgó a continuar la persecución. Se inclinó sobre Noé, que tenía una herida de poca consideración en la cabeza. Era evidente que lo habían golpeado con un palo. El perro recobró enseguida el conocimiento, pero Giovanni se atrincheró en la cabaña y no pudo cerrar los ojos en toda la noche.
Al día siguiente, en cuanto amaneció, volvió con Noé al lugar de la agresión. Entonces hizo un interesante descubrimiento. Antes de ser golpeado, el perro había arrancado un jirón del traje de su agresor. Giovanni recogió el trozo de tela azulada. Sin duda alguna, pertenecía a una prenda de mujer.
Giovanni pensó que una campesina, probablemente hambrienta, estaba intentando acercarse a la cabaña. ¿Sería quizá una mujer abandonada o una joven sometida a abusos que había escapado? ¿O una loca errante de esas que uno se encontraba a veces en el campo? Esas preguntas lo atormentaron. Retiró el cordón, que ya no servía de nada, y dejó comida en una pequeña bolsa colgada de la rama de un árbol, cerca del lugar donde Noé había sido golpeado. Pero nadie tocó la bolsa, aparte de los pájaros que consiguieron perforarla para deleitarse con el suculento trozo de carne que contenía.
Giovanni se dijo que la desconocida, atemorizada por la presencia del perro, seguramente se había marchado definitivamente. La conclusión le produjo cierta tristeza.
Hacía más de una semana que no había encontrado ninguna huella. Una mañana, mientras desayunaba en la cabaña, Noé se puso en pie de un salto y empezó a gruñir. Giovanni abrió la puerta. Había nevado y el suelo estaba cubierto de una fina película blanca. No tendría ninguna dificultad para seguir el rastro de un posible visitante. Para evitar que volviera a producirse el mismo incidente que el otro día, dejó a Noé encerrado en la cabaña y se puso solo en camino.
Había recorrido una distancia de unos trescientos pasos, cuando su mirada fue atraída por numerosas huellas en la nieve. Resultaba fácil deducir que un pequeño grupo de jinetes había llegado hasta allí y dado media vuelta. En ese momento oyó un ruido procedente del bosque. A duras penas tuvo tiempo de volverse y de ver a dos jinetes completamente vestidos de negro que se dirigían a galope hacia él.
G
iovanni volvió en sí en la cabaña. Estaba fuertemente atado a una viga. Por el dolor que sentía en el cráneo, comprendió que lo habían golpeado. Vio que Noé también estaba atado con una cuerda en el otro extremo de la habitación. En cuanto recobró la conciencia, el perro gimió y movió el rabo.
El antiguo monje tenía enfrente a cinco hombres, todos con una gran capa negra y una máscara de cuero. Uno de ellos, más enclenque, estaba sentado en la única silla de la vivienda, ligeramente apartado.
—Vaya, parece que nuestro hombre vuelve en sí —dijo un hombre alto y delgado que llevaba un vendaje ensangrentado en la mano.
Giovanni supuso que Noé lo había mordido cuando había entrado en la cabaña. No obstante, se preguntó por qué esos hombres crueles no habían matado al perro.
—¿Quiénes sois? —dijo finalmente Giovanni en un tono agrio—. ¡Si sois vosotros los que matasteis a mi maestro, no sois más que unos cobardes! ¡Malditos seáis!
El hombre de la mano vendada abofeteó violentamente a Giovanni con la otra mano.
—Somos nosotros los que hacemos las preguntas. ¿Qué has hecho con la carta que tu maestro te confió y que no llegaste a entregar a su destinatario?
—¿Se trata de eso, entonces? ¿Cometisteis esos horribles crímenes para conocer su contenido? Pero ¿qué puede justificar tales actos? ¿Sois cristianos o bárbaros?
El hombre se disponía a golpearlo de nuevo cuando una voz lo interrumpió con autoridad:
—¡Basta! Déjame interrogarlo.
La voz era la de un anciano. El hombre sentado en la silla se levantó lentamente y se acercó a Giovanni.
—No sabes lo que dices. Pero puedo comprender tu pena y tu ira. Desgraciadamente, no había otra opción para evitar algo más grave aún que esos crímenes.
Giovanni lo miró con una mezcla de incredulidad, cólera y desprecio.
—¿Y qué es ese «algo» que os autoriza a torturar y a matar a inocentes?
—¡Inocentes! —se indignó el anciano—. ¡Inocentes! ¿Tienes una remota idea del contenido del sobre que transportabas?
—Ninguna.
—¡Miente! —gritó uno de los hombres.
—No lo creo —repuso con calma el anciano—. Si no, no estaría tan escandalizado por la muerte del astrólogo.
Luego se acercó más a Giovanni y clavó sus ojillos en los del joven. El antiguo monje se quedó impresionado por la frialdad de aquella mirada. Jamás en su vida había percibido semejante falta de humanidad en unos ojos humanos. Se preguntó si ese sentimiento no lo acentuaba la máscara. El viejo prosiguió en un tono glacial y amenazador:
—¿Dónde has estado metido todos estos años? ¿Qué has hecho con la carta?
Los pensamientos se agolparon en la mente de Giovanni. Comprendió que su amante no había entregado la carta al Papa. La simple mención de Venecia podría poner a aquellos criminales sobre la pista de Elena. Por lo tanto, había que despistarlos.
—Cuando escapé de vuestras garras hace unos años, en Pescara, embarqué en una nave que me llevó a Grecia. Una vez allí, puse la carta en manos de un mercader romano que me prometió que la entregaría en el Vaticano. En lo que a mí respecta, me convertí a la ortodoxia y me hice monje itinerante.
—¿Qué cuentos son esos? —gritó el hombre herido, aproximándose a Giovanni.
El anciano lo apartó con la mano.
—Tu historia no se tiene en pie. ¿Puedes presentarnos una prueba de que has sido monje?
—Buscad en mi bolsillo.
Uno de los hombres lo hizo y sacó un rosario de lana raído.
—¡Un
komboskini
! —exclamó el anciano, visiblemente sorprendido por ese descubrimiento—. Eso no demuestra nada, pero debe de haber una parte de verdad en tu relato. Que fueras a Grecia, pase, pero que confiaras la carta a un desconocido, cuando sabías que era tan importante para tu maestro, eso no me lo creo.
—Pues es la verdad. No tenía ni idea de su contenido y comprendí que nunca podría llegar hasta el Papa. En cuanto llegara a Roma, me encontraríais y me asesinaríais. Estaba convencido. Por eso me pareció más sensato dársela a ese mercader que me inspiró confianza.
En la pequeña cabaña se hizo un silencio denso.
—No sé si eres un imbécil un poco ingenuo o si te burlas de nosotros —dijo el anciano—. En realidad, sé muy poco de ti, aparte de que pasaste unos años con ese maldito astrólogo y su acólito. ¿Cómo te llamas y de dónde eres?