Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—Una vez terminada la subasta, nos llevarán a todos ante el bajá, que podrá quedarse un esclavo de cada ocho.
—Entonces ¿para qué nos han traído aquí? —repuso Giovanni, desconcertado.
—Porque en la subasta pública es donde se establece el valor de los esclavos. Si bien el bajá tiene derecho a quedarse un esclavo de cada ocho, se tendrá en cuenta el valor de los esclavos y esa suma global será deducida de su porcentaje sobre la totalidad del botín.
—Qué precisión y qué sentido de la justicia… —ironizó Giovanni.
El también fue vendido en pública subasta y le sorprendió lo elevado de las sumas ofrecidas, que superaban incluso el precio de la muchacha. Más tarde se dio cuenta de que los corsarios habían advertido al viejo vendedor de que, pese a su humilde apariencia, era un noble que podía reportar un sustancioso rescate. Así pues, negociantes y particulares especulaban sobre su valor en la reventa. Finalmente lo compró por una buena suma un negociante moro que se había especializado en cobrar rescates por la liberación de cautivos cristianos. La subasta se interrumpió poco antes del anochecer. El almuecín llamó a los fieles a la oración de la noche y la multitud se dispersó. Los jenízaros condujeron a los cautivos a uno de los tres presidios del bajá, situados en la ciudad baja y donde vivían permanentemente varios cientos de esclavos en galerías subterráneas sin aire ni luz. Separaron a los hombres de las mujeres y hacinaron a los recién llegados en cuartos sin ventana que podían contener cada uno una veintena de cautivos. Les dieron agua y pan y les dijeron que debían guardar una parte para el día siguiente. Los guardianes hablaban una curiosa lengua que llamaban «franco», una mezcla de francés, español, italiano y portugués. Así era como los turcos y los argelinos se comunicaban con los esclavos, pero también como lo hacía la mayoría de los esclavos entre ellos.
—
Forti forti
! (¡Rápido, rápido!) —gritó el guardián, abriendo la puerta de la habitación donde Giovanni había pasado una noche en blanco, en una hamaca impregnada de olor a macho cabrío.
Una vez reunidos los prisioneros a la salida del presidio, fueron conducidos a la Jenina, el suntuoso palacio del bajá.
Giovanni reparó en la ausencia de la joven que había sufrido un ataque de nervios en el mercado de esclavos. No tardó en llegar a sus oídos el rumor que había partido del grupo de mujeres: la desdichada se había quitado la vida durante la noche, estrangulándose con ayuda de un pañuelo. Esa noticia le heló la sangre. Luego, recordando la mirada lúbrica del orondo comerciante que la había comprado, se preguntó si no habría tomado la decisión correcta.
Acompañados de nuevo del viejo con su tablilla, los esclavos fueron conducidos uno a uno ante el bajá. Este no era otro que el hijo de Barbarroja. El terrible corsario, que tenía más de setenta y cinco años, había sido llamado el año anterior por el sultán para que terminara sus días en la Corte. Antes de irse a Estambul, había asegurado su sucesión haciendo que Solimán nombrara a su hijo, Hasan, bajá de al-Yazair. Hasan, sin embargo, no se parecía nada a su padre, ni en el físico, ni en el carácter, ni en las ambiciones políticas. Había heredado de su madre, bereber, un amor por Argel que su padre, de origen otomano, nunca había tenido. Jayr al-Din, llamado Barbarroja, siempre había considerado Argel un buen lugar estratégico para sus correrías en el mar. Aspiraba ante todo a saquear el Mediterráneo, cuyas aguas conocía como la palma de su mano, y le tenía sin cuidado el bienestar de los habitantes de su ciudad o los problemas de urbanismo. Hasan, menos colérico y sanguinario que su padre, no solo estaba profundamente enamorado de la ciudad que lo había visto nacer, sino que ambicionaba en secreto devolverle un día su autonomía y desembarazarse de los dos mil jenízaros turcos que envenenaban su vida y la de los habitantes. Era el señor de al-Yazair desde hacía tan solo un año, pero ya se había ganado el aprecio de los argelinos, población heteróclita compuesta de bereberes autóctonos, árabes, moros, judíos y renegados cristianos, sin contar los numerosos esclavos cristianos capturados en el mar y los esclavos negros vendidos por los árabes.
Hasan, cuyo físico era bastante poco agraciado —bajo y rechoncho, cara redonda circundada por una barba negra y escasa, frente fruncida y abombada que un imponente turbante de color azul parecía estrechar—, estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un estrado que dominaba una vasta estancia sobriamente decorada. A semejanza de su padre, ceceaba ligeramente, pero poseía una inteligencia tan viva como sutil. Estaba rodeado por cuatro jenízaros apostados cada uno en una esquina del estrado, abajo, y por dos consejeros sentados detrás de él. El viejo que supervisaba la venta de los esclavos estaba sentado al pie del estrado, con los ojos clavados en las tablillas, mientras los esclavos desfilaban uno a uno ante el soberano de Al-Yazair. El bajá miraba atentamente a todos los cautivos, así como su precio escrito en la ropa, y preguntaba al viejo cuando deseaba alguna información. De vez en cuando, hablaba con sus consejeros, y en ocasiones incluso hacía preguntas a los cautivos a través del viejo. Interrogó largamente a Giovanni sobre sus orígenes, su familia y su fortuna. El joven repitió las mismas mentiras que había inventado para el capitán corsario. Pidió al bajá, si este deseaba quedarse con él, la gracia de adquirir también a su sirviente Emanuel, del que no quería separarse y menos aún quería abandonarlo allí una vez pagado su rescate.
Según su costumbre, el bajá no tomó ninguna decisión de forma inmediata y volvió a enviar a todos los cautivos al presidio. Allí pasaron unos días antes de ser agrupados de nuevo. Los elegidos fueron llamados uno a uno. Giovanni y Emanuel oyeron sus nombres con alivio. Todos los argelinos que habían manifestado su deseo de comprar a algún cautivo también estaban presentes. Pagaron el precio al viejo y a sus ayudantes y se marcharon con sus nuevos esclavos. Algunos lloraban al separarse de sus compañeros de infortunio, pero la mayoría de ellos parecían resignados. El grupito de los que habían sido comprados por el bajá no se movió del sitio. Más tarde, su intendente, un hombre de porte majestuoso y de unos cuarenta y cinco años de edad, fue a hablar con ellos.
Giovanni reconoció a uno de los hombres que acompañaba al bajá. Era un árabe de origen argelino que se llamaba Ibrahim ben Ali al-Tayir. Hablaba en voz baja y serena, lo que tranquilizó un poco a los esclavos y aplacó su angustia.
Explicó que todas las mujeres serían conducidas al palacio y que se les asignarían diversas tareas. Con excepción de uno, que sería también destinado al palacio, dados sus conocimientos culinarios, los hombres permanecerían en el presidio. Realizarían diferentes trabajos de interés común, como la reparación y construcción de carreteras y de edificios públicos. Ibrahim les explicó que serían bien tratados mientras se plegaran a las normas establecidas. Pero también les advirtió que toda tentativa de evasión sería severamente castigada. La primera, con trescientos azotes en la planta de los pies. La segunda, con la amputación de una mano. La tercera, con la muerte.
—Entonces, la primera tiene que ser la buena —susurró Giovanni al oído de Emanuel.
A
compañado de una quincena más de cautivos, Giovanni regresó al presidio. Los llevaron a una gran habitación y les pusieron un grillete en el tobillo derecho. El grillete estaba unido a una gruesa cadena de cinco o seis eslabones que obstaculizaba los desplazamientos del prisionero y le hacía imposible correr. Este sistema presentaba varias ventajas: permitía a los cautivos trabajar sin demasiadas dificultades pero constituía un estorbo importante en caso de fuga y los identificaba ante la población como esclavos del bajá.
Una vez puestos los grilletes, Giovanni y Emanuel pudieron circular libremente por el interior del presidio. Además de los dormitorios mal ventilados, la prisión subterránea estaba compuesta por una especie de taberna, una vasta estancia abovedada, apenas iluminada y ventilada por un único tragaluz, donde los esclavos podían reunirse e incluso beber y jugar. Al entrar en aquel antro ruidoso en compañía de Emanuel, Giovanni se preguntó de dónde sacaban los esclavos el dinero que gastaban en ese lugar, puesto que les arrebataban todos sus bienes antes de llegar allí. Emanuel exhibió una sonrisa maliciosa y enseñó á Giovanni un ducado que había conseguido esconder en un zapato. Los dos amigos se sentaron a una mesa no demasiado ruidosa y pidieron una pinta de vino a un adolescente canijo.
—¡Ha sido una gran suerte que haya conseguido conservar esta moneda! —susurró Emanuel—. Por lo menos, dentro de esta desgracia que nos aflige, podremos pasar algunos buenos ratos.
—A mí me quitó ayer uno de esos soldados turcos lo que había podido salvar en el barco y que había tenido la ingenuidad de guardar otra vez en el bolsillo.
—No sé cuántos vasos nos proporcionará este ducado de oro, pero me temo que no tardaremos en volver a beber agua.
Giovanni miró a su alrededor.
—Es muy raro que todos estos hombres, algunos de los cuales llevan aquí meses o años, todavía puedan seguir gastando el dinero sustraído a los corsarios o a los turcos a su llegada. En cualquier caso, es muy hábil por parte del bajá hacerles desembolsarlo así.
—¿Verdad que sí? —dijo un hombre corpulento, sentado en la otra punta de la mesa.
—¿Con quién tenemos el honor de hablar? —repuso Giovanni, pasado el primer momento de sorpresa.
El hombre, que debía de pasar de los cuarenta años, tendió su gruesa mano esbozando una sonrisa afable.
—Georges Maurois. Soy de Dieppe, una ciudad portuaria del norte del reino de Francia.
Giovanni estrechó largamente la mano del francés.
—Giovanni da Scola y mi sirviente Emanuel. Somos originarios de Calabria.
—¡Bienvenidos a Argel!
—Gracias, pero habríamos prescindido gustosos de esta excursión en el periplo que nos llevaba a Jerusalén. Y vos, ¿cuánto tiempo lleváis aquí?
El hombre desplegó una amplia sonrisa desdentada y permaneció en silencio unos instantes. Giovanni y Emanuel intercambiaron una mirada de asombro.
—Ocho años, amigos míos —dijo por fin—. Ocho largos años hace que establecí mi domicilio en esta suntuosa morada. Conozco todos sus rincones, al igual que conozco hasta las más pequeñas callejuelas de esta ciudad.
—¿Y no tenéis ninguna esperanza de ser liberado algún día? —preguntó Emanuel.
Georges soltó una carcajada atronadora.
—¡Mi rescate ya ha sido pagado tres veces! ¡Y tres veces lo han robado por el camino! Mis padres y mis amigos se han sacrificado en vano y ya no les queda ni un céntimo para sacarme de aquí.
Giovanni y Emanuel lo miraron, estupefactos.
—¡Qué desgracia! —exclamó Giovanni—. ¿Y no habéis intentado nunca escapar?
El francés se acercó a sus interlocutores y respondió en voz baja:
—De ese tipo de cosas no hay que hablar con desconocidos: el presidio rebosa de prisioneros que estarían dispuestos a denunciaros por unas piastras. Yo he conocido a más de uno cuyos planes de evasión han terminado en sangre por no haber sabido morderse la lengua delante de otros cautivos. Hace un mes, tres hombres fueron azotados después de que los pillaran en plena noche amarrando una barca en una cala cercana. ¿Y sabéis quién los había denunciado?
Los dos hombres lo interrogaron con la mirada.
—¡Un monje capuchino que vive aquí y al que uno de los hombres se había confiado para que el santo hombre los acompañara con sus oraciones!
—¡Virgen santa! —exclamó Emanuel.
—En agradecimiento, el religioso fue liberado por los turcos. Hacedme caso, no os fiéis de nadie.
—¿Ni siquiera de vos? —preguntó Giovanni con un destello de ironía en los ojos.
—¡De mí menos que nadie! ¡Vendería a mi padre y a mi madre por volver a casa!
Los tres hombres se echaron a reír alegremente.
—Nos preguntábamos de dónde sale el dinero que gastáis en esta taberna —dijo Emanuel, después de haber saboreado unos tragos de vino.
—Lo ganamos.
—¿Cómo?
—Todas las mañanas, en cuanto sale el sol, vamos en grupos de entre veinte y cien a trabajar en las obras del bajá. El trabajo termina a media tarde y nos quedan unas horas de descanso antes de que se ponga el sol. Los jenízaros nos alquilan a argelinos que necesitan mano de obra y nos dan un pequeño porcentaje de ese dinero. Algunos ahorran día tras día durante años con la esperanza de pagar su propio rescate y recuperar la libertad. Pero la mayoría, como yo, no pueden evitar gastárselo todo en esta miserable taberna para intentar que esta vida resulte un poco menos penosa.
Georges se quedó unos instantes con la mirada perdida y exhaló un suspiro.
—Confieso que, si hubiera ahorrado todo lo que he ganado en ocho años, hoy podría estar jugando a las cartas en las mejores tabernas del puerto de Dieppe. Desgraciadamente, he esperado durante años ese rescate que no ha llegado.
—¿Tenéis esposa e hijos? —preguntó Giovanni.
—¡Que Dios vele por ellos! Estoy casado desde hace veinte años y tengo cuatro hijos. Cuando salí de mi ciudad natal, la pequeña tenía apenas dos años.
—¿Y nunca habéis tenido noticias suyas?
—Sé por Ibrahim, el intendente del bajá, que todos viven. Porque sus emisarios han estado tres veces con mi familia, mis amigos y mis socios, y han cobrado el rescate. Pero, como os he dicho, la suerte se ha ensañado conmigo y les atacaron y robaron en el camino de regreso. La primera vez, unos corsarios turcos de Constantinopla, que soltaron a los emisarios del bajá pero se quedaron con el dinero; la segunda, unos bandoleros en el puerto de Dunkerque, antes incluso de embarcar; y la tercera, unos corsarios cristianos de la Orden de Malta, que no solo se apoderaron del dinero sino que también vendieron como esclavos a los emisarios judíos del bajá.
—¿Habéis hecho alusión a los Hospitalarios? —preguntó Emanuel.
—Sí, esa orden religiosa y militar que originalmente se llamaba Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén. A semejanza de los Templarios, fue fundada en el momento de las cruzadas para ayudar a los peregrinos. Después de la destrucción de los Templarios por Felipe el Hermoso, heredaron una parte de sus posesiones. La sede de esa poderosa organización estaba en Rodas hasta que la tomaron los otomanos, y recientemente el emperador Carlos V les ha dado el archipiélago maltés. Por eso aquí los llaman los Caballeros de Malta.