El Oráculo de la Luna (37 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Esconded el dinero en algún lugar del barco menos una o dos monedas —indicó el marinero a Giovanni y a Emanuel, dando ejemplo él mismo.

Giovanni metió discretamente diez ducados detrás de una cuerda enrollada y conservó dos monedas. Cuando los corsarios fueron a registrarlo de la cabeza a los pies, sin olvidarse de sacudir los zapatos, encontraron fácilmente las dos monedas y lo dejaron tranquilo, al igual que a sus compañeros. No sucedió lo mismo con los que no llevaban nada encima. Como sabían que ningún viajero partía con los bolsillos vacíos, los corsarios perdían la paciencia y amenazaban con sus sables a los imprudentes que habían intentado poner a salvo todo su dinero. Estos últimos confesaron enseguida el escondrijo improvisado de su pobre tesoro, con excepción de un peregrino toscano que se obstinó en negarse y fue arrojado por la borda en un acceso de ira. Ese incidente recordó a los pasajeros del barco mercante que su vida pendía de un hilo. A partir de ese momento, se mostraron más cooperadores.

La segunda barca regresó, cargada con el precioso botín, al barco corsario. Poco después, los peregrinos presenciaron una escena horrible. En la nave berberisca se oyeron unos gritos.

—¿Qué pasa? —preguntó Giovanni—. Parece que se estén destripando unos a otros.

—Me extrañaría —contestó el marinero—. Tengo más bien la impresión de que están matando a los remeros enfermos o extenuados.

No tardaron en tener una confirmación de ese siniestro hecho. Una veintena de cuerpos, vivos o muertos, fueron arrojados al mar. Emanuel se santiguó.

—¡Dios acoja su alma!

—Y, sobre todo, nos libre de reemplazarlos —añadió el marinero.

Los corsarios volvieron con las dos barcas vacías al navio mercante. El cómitre subió a bordo y, acompañado de los corsarios que se habían quedado vigilando, pasó revista a los pasajeros en busca de nuevos remeros. Las imágenes de su vida de galeote acudieron a la memoria de Giovanni. Gotas de angustia corrieron por su frente. No podría soportar de nuevo semejante prueba. Prefería morir en el acto, se decía.

El cómitre pidió a los hombres jóvenes que se desnudaran y los inspeccionó minuciosamente. De vez en cuando, daba una orden. Un corsario cogía entonces a un hombre y lo hacía embarcar en el esquife. Ninguno se atrevió a resistirse, conscientes de que serían inmediatamente abatidos o arrojados por la borda como los otros desdichados. Cuando el cómitre llegó ante Giovanni, lo miró de arriba abajo con una expresión visiblemente satisfecha. Pese a la delgadez debida a su larga convalecencia, era joven y estaba bien constituido. A medida que el hombre se acercaba a él, Giovanni sentía que la sangre se le helaba en las venas. El cómitre se detuvo, lo observó unos instantes e hizo una seña con la cabeza a los guardias que lo seguían. Uno de ellos asió a Giovanni, que opuso resistencia y gritó:

—¡No!

El cómitre levantó su vergajo, y se disponía a abatirlo sobre el joven cuando una voz interrumpió su gesto:

—¡Detente! Cometes un error. Este hombre es un noble de Calabria que viaja como humilde peregrino, tu señor podrá obtener un elevado rescate por él.

El corsario bajó el brazo y miró a Emanuel con aire amenazador.

—¿Y tú quién eres?

—Su sirviente. Mi señor no me perdonará que lo haya delatado, pero no puedo soportar la idea de verlo partir como remero en vuestra galera.

El cómitre miró de nuevo a Giovanni antes de mandar llamar a otro corsario, que parecía uno de los jefes, al que explicó la situación. Este preguntó a Giovanni:

—¿Cómo te llamas?

Giovanni no vaciló ni un segundo:

—Giovanni da Scola. Soy, efectivamente, un noble de Catanzaro. Mi familia pagará un buen rescate por mi liberación y la de mi sirviente.

—¿Y qué haces vestido como un miserable y hacinado en la cubierta?

—Tras la curación de mi madre, hice la promesa de ir en peregrinación a Jerusalén. Mi promesa exigía que fuera humildemente y sin dinero, con la única compañía de mi fiel sirviente.

El corsario miró largamente a Giovanni a los ojos.

—Pareces decir la verdad. Informaré al bajá cuando lleguemos.

El jefe hizo una seña con la cabeza al cómitre, el cual continuó su siniestra selección y al poco regresó a la galera en compañía de una veintena de desdichados. Giovanni estrechó con fuerza la mano de Emanuel, quien sin duda le había salvado la vida.

Finalmente, los corsarios decidieron dejar el bajel capturado ammarinati, es decir, con una tripulación restringida. Una treintena de los suyos, armados hasta los dientes, se quedaron a bordo bajo el mando del renegado. Este tenía la misión de llevar la nave a Argel con toda su tripulación, sus mercancías y sus pasajeros, mientras que el reis y la galera corsaria, que estaba lejos del puerto berberisco, continuaría su camino en busca de otras presas.

La nave cambió de rumbo y puso proa al oeste, en dirección a las costas africanas. La vida a bordo casi había reanudado su curso normal. Los marineros del bajel permanecían en sus puestos y seguían recibiendo órdenes del capitán, él mismo sometido a la estrecha vigilancia del renegado.

Después de algunos días de navegación, cuando por fin los vientos favorables se habían levantado, el jefe corsario fue a ver a Giovanni.

—Yo también soy nativo de Calabria, de la región de Reggio. Háblame un poco de esa tierra.

—Yo soy de Catanzaro y desgraciadamente no he viajado mucho por mi región natal, pues mis negocios me llevaron enseguida hacia el norte.

El hombre lo miró en silencio con cierta contrariedad.

—Pero ¿qué haces tú aquí con estos corsarios? —se apresuró a preguntar Giovanni para evitar ser interrogado más en profundidad.

—Mi padre murió durante una razia realizada en las costas calabresas por Jayr al-Din, el célebre Barbarroja. Mi madre, mis dos hermanas y yo fuimos capturados y nos convertimos en esclavos suyos. Yo tenía apenas seis años. Unos años más tarde, me propusieron convertirme al islam a cambio de la libertad. Acepté y me enrolé en una nave de uno de los reis de Barbarroja. Ahora tengo veintiocho años y soy el segundo de su nave, la que viste hace unos días.

—¿Cómo te llamas?

El hombre se echó a reír.

—¡Baha al-Din al-Calabri! Pero hace mucho tiempo que no he pronunciado mi antiguo nombre de cristiano.

—¿Lo recuerdas?

Baha al-Din miró fijamente a Giovanni. Un velo de tristeza, inmediatamente seguido de un destello de cólera, atravesó su bonita mirada azul.

—Por supuesto, pero ¿a ti qué te importa, perro cristiano?

—Tú mismo me has pedido que te hable de tu Calabria natal. Creía que te gustaría evocar tu pasado.

El hombre sonrió.

—Tienes razón. He hecho mal en enfadarme. Me llamaba Giacomo.

—Como mi hermano.

—¿Ah, sí? ¿Y a qué se dedica?

Giovanni se vio obligado a mentir y su semblante se ensombreció un poco.

—Sirve en el ejército del emperador. Hace años que no lo he visto.

—¿Estás casado? ¿Tienes hijos?

—No, todavía no. ¿Y tú?

—Tengo mujer y dos hijos. Viven en al-Yazair, la ciudad que vosotros llamáis Argel. Gracias a Dios, los veré pronto.

—Háblame de esa ciudad. ¿Te gusta?

La mirada del hombre se iluminó.

—¿Que si me gusta? Muy pronto contemplarás su esplendor. Esa ciudad y sus corsarios me quitaron hace años a mi padre y me redujeron a la cautividad, pero ahora es mi corazón el que está cautivo de ella. Por nada del mundo me iría a vivir a otro sitio.

Un grito del vigía corsario lo interrumpió:

—Varios buques al frente.

El corsario regresó a la popa de la nave. El barco mantuvo firme el rumbo. Menos de una hora más tarde, se cruzó con tres galeras militares venecianas. En el buque mercante seguía ondeando el pabellón imperial del Reino de Nápoles y de Sicilia. Como todo parecía normal en la cubierta, los venecianos se limitaron a preguntar al capitán, con ayuda de una bocina, si todo iba bien a bordo. Los corsarios se habían escondido en el pañol y Baha al— Din, que se había puesto el traje del capitán, respondió afirmativamente. Durante unos minutos, todos contuvieron la respiración, pero estaban tan aterrorizados que ningún marinero ni pasajero se atrevió a gritar que eran prisioneros de los corsarios. Por un instante, Giovanni pensó que podría tirarse al agua e intentar llegar a nado a una de las galeras cristianas. Pero era preferible ser vendido como esclavo en Argel que caer en manos de los venecianos.

El viaje se prolongó diez días más sin que se produjeran otros incidentes. Una mañana, Giovanni avistó la costa africana. Unas horas más tarde, el vigía anunció:

—¡Al-Yazair!

Los corsarios descargaron sus pistolas apuntando al cielo azul y se abrazaron de alegría. Los peregrinos y los marineros, por su parte, se miraron con el semblante descompuesto. En cuanto pusieran pie en tierra, serían vendidos como esclavos.

63

M
uy pronto, Argel apareció en todo su esplendor ante las miradas ansiosas de los cautivos. La ciudad blanca estaba construida sobre una colina que dominaba el mar. Otras colinas arboladas rodeaban la ciudad, haciendo resaltar la blancura de las piedras que habían servido para construir todos los edificios: casas, palacios y mezquitas.

En cuanto la nave estuvo amarrada, una alegre muchedumbre recibió a los corsarios. Curiosos, pobres andrajosos, niños y marineros, además de ricos mercaderes o sus lugartenientes, se agolpaban para ver el nuevo botín y tratar de calcular su valor. En cuanto a los guardianes del puerto, solo se interesaban por el barco, pues todos los pertrechos de la nave, desde las velas hasta los mástiles, les correspondía por derecho. El joven capitán se dirigió de inmediato al palacio del bajá, acompañado de dos escribas, para entregar al soberano de Argel, representante del sultán de Constantinopla, el inventario del botín: nave, hombres, mercancías, dinero y joyas. El bajá percibía un diez por ciento del total del botín, y cualquier fraude sobre su estimación era severamente castigado. Un porcentaje un poco menos elevado correspondía a diversos funcionarios y administradores de la ciudad, y un uno por ciento a los morabitos, esos religiosos que a veces poseían extrañas dotes de curación o de adivinación y que eran venerados por el pueblo. El resto era repartido entre el reis que había capturado el barco y su tripulación, o incluso sus accionistas cuando trabajaba por cuenta de uno o varios particulares.

Antes de que los corsarios descargaran las mercancías, hicieron desembarcar a los desdichados peregrinos y a la tripulación de la nave cautiva. En total, cerca de ciento cincuenta hombres y una treintena de mujeres. Flanqueados por una escolta de jenízaros, esos mercenarios turcos ofrecidos por el sultán de Estambul al soberano de Argel y que servían a la vez de policía, de tropa distinguida y de guardia personal del bajá, fueron directamente al mercado de esclavos. No había ninguna necesidad de encadenarlos. Cualquier tentativa de huida habría sido imposible, teniendo en cuenta la compacta multitud que rodeaba el cortejo. Fueran pobres o ricos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, todos se divertían mirando la cara de los cautivos. Las pocas muchachas jóvenes atraían sobre todo la mirada de los hombres, mientras que sus mujeres y sus hijas se complacían en mirar a los hombres, cubriéndose el rostro con el velo para ocultar la risa cuando uno de ellos les devolvía la mirada. Como era uno de los contados hombres jóvenes y bien formados que había escapado al reclutamiento forzoso en el jabeque corsario, Giovanni tuvo un franco éxito.

Una vez que hubieron llegado a una gran plaza cuadrada situada en el corazón de la ciudad, dijeron a los prisioneros que se sentaran en el suelo. Un viejo enjuto, que llevaba una tablilla y un lápiz, se acercó al capitán de la nave cautiva. Le indicó por señas que se levantara y escribió un número en su ropa con una especie de tiza. Luego, sujetándolo del brazo, le hizo dar la vuelta a la plaza.

Los argelinos estaban de pie a los lados, y los que estaban interesados preguntaban al cautivo su edad, su oficio o su país de origen. El viejo hablaba varias lenguas europeas y traducía las respuestas. De cuando en cuando, algunos comerciantes tocaban los músculos del prisionero o le pedían que abriera la boca para comprobar el estado de sus dientes. Giovanni recordó que había asistido de pequeño a una venta de caballos y la similitud de los comportamientos le produjo náuseas. Emanuel cruzó una mirada con él y le susurró al oído:

—¡Y pensar que nosotros, los cristianos, hacemos exactamente lo mismo con los cautivos indios o musulmanes!

Una vez dada la vuelta completa, el viejo pidió al capitán que se sentara y cogió a otro prisionero, al que sometió al mismo trato.

Pasaron las horas. Giovanni asistió, impotente e indignado, al espectáculo de la exhibición de una muchacha a la que casi todos los hombres querían tocar. Después de haber sido pellizcada, palpada y acariciada más de veinte veces, la mujer sufrió un ataque de nervios y se desplomó. La reanimaron y su calvario empezó de nuevo, hasta que se puso a gritar con todas sus fuerzas, para mayor placer de la multitud. Después tuvieron que encadenarla y tirar de ella porque se negaba a caminar. Giovanni fue uno de los últimos en pasar. Llamó la atención de numerosos comerciantes y particulares, que apreciaron su juventud, su semblante noble y su vigor.

Hacia la mitad del día, una voz de hombre potente y modulada sonó en lo alto del minarete que dominaba la plaza.

—Es el muecín llamando a la oración —susurró un marinero al oído de Giovanni—. Esto se repite cinco veces al día: al amanecer, a mediodía, a media tarde, antes de la puesta de sol y una hora después del comienzo de la noche.

Al joven le emocionó la belleza del canto, que le recordaba ciertas tonalidades de los cantos ortodoxos.

El viejo y una buena parte de la multitud fueron a rezar y a comer. Instalaron a los prisioneros a la sombra de las arcadas y repartieron entre ellos agua, pan y dátiles. Unas horas más tarde, justo después de que terminara la oración de la tarde, la muchedumbre volvió a la plaza. El viejo cogió al cautivo que llevaba el número 1 y dio la vuelta a la plaza gritando:


Achlal, achlal
, ¿cuánto?

El hombre anotó cuidadosamente en la tablilla el número del prisionero, su precio y el nombre del comprador. Escribió también el precio en la ropa del cautivo antes de que este volviera junto a sus compañeros de infortunio. Giovanni preguntó la razón de que hiciera eso a un marinero que parecía conocer un poco las costumbres locales.

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