Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Los días siguientes, Giovanni no pudo evitar leer una y otra vez el mensaje escrito en la piedra. Aunque creía sinceramente su explicación, su alma empezaba a sentir un malestar persistente. Mientras que, hasta el momento, había rogado a san Efrén que acudiera en su ayuda, por primera vez se sorprendió rezando a la Virgen por la salvación del alma del viejo eremita. Esa toma de conciencia acentuó su turbación. Tenía que deshacerse de la roca. A fin de que nadie la descubriera, la empujó de nuevo hasta el fondo de la cavidad y decidió tapar el túnel que llevaba a la segunda gruta.
Giovanni reanudó el curso normal de su vida eremítica e intentó olvidar el suceso. Muy pronto se dio cuenta de que le era imposible. En vez de tratar de desechar esos pensamientos que le recordaban sin cesar esa fiase terrible, decidió acogerlos y sumar su oración a la de Efrén por todos aquellos cuya alma permanecía apartada de Dios. Los infieles, evidentemente, pero también los grandes pecadores y los escépticos que dudaban de la propia existencia del Creador. Finalmente se dijo que la Providencia había permitido que se produjera ese descubrimiento para que él encontrara un nuevo sentido, más profundo aún, a su vida de reclusión en Dios.
«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»
Durante varias semanas, el joven monje rezó con fervor por las almas extraviadas. Pero una angustia sorda había penetrado en su corazón y le resultaba imposible negarla. Entonces comprendió que ya no creía su hipótesis sobre Efrén. Así pues, rezaba cada vez más por el pobre eremita. Su alma, después de tantos años de soledad, sin duda se había extraviado. Dios había permitido que se produjera ese descubrimiento a fin de que él pudiera rezar por la salvación de ese infeliz. A partir de ese momento, decidió ofrecer todas sus oraciones por la paz del alma de Efrén.
«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»
Sin embargo, un sentimiento de cólera crecía de día en día en lo más profundo de su ser. Indefinible al principio, esa rabia se apoderó de él. Una noche, se puso a gritar alzando el puño hacia el cielo: «¿Por qué? ¿Por qué dejaste morir a tu servidor en la desesperación? ¿Por qué permitiste que Satán acabara con su esperanza en Tu Misericordia? ¿Por qué dejar morir en la noche de la duda a un hombre que Te ha consagrado toda su vida? ¿Eres cruel? ¿Te complace ver sufrir a los inocentes? ¿Cuánta sangre y cuántas lágrimas necesitarás todavía para satisfacer Tu ira?». Su grito era el de toda la humanidad que sufría, que creía y que no entendía el insoportable silencio de Dios.
Después de haber gritado hasta la extenuación, Giovanni se deshizo en lágrimas. Un inmenso desamparo se adueñó de su corazón. Sintió un abismo de compasión por aquel hombre que se había privado de todo, que había sufrido, renunciado a los placeres del mundo, sacrificado una vida familiar, rezado día y noche en medio del frio, del hambre y de la soledad durante decenios…, para morir absolutamente desasistido, sintiéndose abandonado por ese Dios al que había servido con amor y fidelidad.
Sin saberlo, Giovanni rezaba también por él.
T
res semanas habían transcurrido desde esa noche de rebelión. Tres semanas durante la cuales Giovanni habia intentado en vano apagar el incendio que se había apoderado de su alma. Había pasado por todos los estados: la duda, la esperanza, la angustia, la fe, la cólera, el abandono, el abatimiento, la confianza y la tristeza. Después de terribles combates interiores, su corazón y su espíritu se habían visto finalmente unidos en esta íntima convicción: o bien Dios era un ser maléfico, un padre sádico, o bien no existía…, lo cual sería preferible. Giovanni ya no estaba enfadado. Ya no estaba triste. Estaba simplemente, tranquilamente, desesperado.
Los recuerdos del pasado volvían a asaltar su mente. Rememoraba con emoción las imágenes dulces y reconfortantes de su familia. Estando en el monasterio, había escrito una carta a su padre y a su hermano para tranquilizarlos sobre su suerte. Pero ahora se preguntaba qué habría sido de ellos. Volvía a pensar en Elena, y las ganas de verla lo torturaban de nuevo.
Pero era sobre todo a Lucius a quien ardía en deseos de ver en esos instantes tan dolorosos. ¡Le habría gustado tanto abrirse a él, plantearle sus dudas y pedirle consejo! Giovanni trataba de imaginar lo que el filósofo le habría dicho o lo que habría hecho en una circunstancia como esa. ¡Cuánto echaba de menos su presencia!
Una noche en que la desesperación se había apoderado de su alma con violencia, sintió deseos de acabar con todo. Se acercó al precipicio y miró largamente la copa de los árboles, una veintena de metros más abajo. Cerró los ojos. Unas imágenes acudieron a su memoria. El rostro de Elena, el de su madre. Unas lágrimas, dulces y amargas, corrieron por sus mejillas hundidas como consecuencia de la falta de sueño y las privaciones. Se acercó al borde.
Se disponía a saltar al vacío cuando en su mente apareció el rostro de Luna. Una curiosa sensación se apoderó de su cuerpo, una irreprimible necesidad de hacer el amor. Y su mente se concentró en la bruja. Su perfume embriagador y su piel suave tomaron súbitamente posesión de su pobre cuerpo. Sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, se acarició y, con los ojos cerrados, recordó a aquella mujer que lo había hechizado y le había ofrecido su primera emoción sexual. Soltó un potente ronquido, un grito animal, un grito que parecía venir de la noche de los tiempos.
Hacía varios días que no rezaba. Las palabras aún acudían a sus labios, sí, pero su alma las rechazaba. Había recuperado un débil deseo, casi instintivo, de vivir. Se masturbaba varias veces al día. Unas veces pensaba en Luna; otras, en Elena. Una sola cosa lo obsesionaba: marcharse de aquel lugar cuanto antes.
Solo había una solución: hacer creer que había muerto para que un fraile bajara a comprobar su fallecimiento. Limitó, pues, su consumo de agua y de alimento para dejar un poco de reserva.
Eso le permitió la semana siguiente no tocar ni el pan ni el agua que le hicieron llegar. Preocupados al ver el cesto intacto, los dos monjes que vivían en la
sketae
decidieron ir a ver qué había pasado.
El más fuerte accionó el torno y el otro bajó en una red hasta la gruta. Una vez delante de la entrada, fray Nicodemo salió de la red y avanzó hacia Giovanni, que estaba tendido en el suelo. Nada más inclinarse sobre él, el monje recibió un violento golpe en la cabeza. Giovanni arrastró el cuerpo inerte hasta la red y se metió él también. Luego tiró cinco veces de la cuerda.
La red se separó del suelo y se elevó a tirones hasta la cima del precipicio. Al llegar arriba, Giovanni salió de la red y sacó el cuerpo inanimado a la plataforma. El otro monje bloqueó el torno y se dirigió hacia él, creyendo que su hermano traía el cuerpo del eremita. Se detuvo en seco, atónito.
—¿Qué haces tú aquí? ¿Qué le ha pasado a fray Nicodemo?
—Solo está inconsciente. No tenía otra opción para salir de ahí abajo.
—Pero… hiciste voto… ¡No puedes irte!
Giovanni sintió que el pánico invadía su corazón.
—Tengo que irme —dijo con firmeza.
—No te lo permitiré —gritó el monje, abalanzándose sobre él.
Giovanni esquivó el ataque y, al hacerlo, empujó al corpulento monje hacia un lado. Este último cayó al suelo y fue rodando hacia el borde de la plataforma.
—¡Fray Gregorio! —gritó Giovanni abriendo los brazos.
Corrió para tratar de retenerlo, pero el desdichado no pudo agarrarse y se precipitó al vacío en una caída de más de cuarenta metros.
Giovanni, horrorizado, contempló el espectáculo. En su mente sonó una frase de la bruja: «Matarás una segunda vez por miedo». Entonces comprendió que había querido escapar a su destino abandonando el mundo y la compañía de los hombres. Pero el destino lo había perseguido hasta el monasterio, hasta su vida solitaria, hasta su gruta. Porque su destino estaba grabado en lo más profundo de su corazón.
G
iovanni cogió la cuerda atada al pie de la rueda de madera que servía de torno. La arrojó al vacío e inició el largo descenso.
Al llegar al pie del precipicio, miró con horror el cuerpo destrozado de fray Gregorio.
Sin volverse, se alejó, caminó durante dos días y una noche en dirección al mar. Unos lugareños, apiadados de ese monje ascético con el semblante descompuesto, le dieron de comer y de beber. Giovanni había decidido volver con Lucius. No solo para confesarle que no había llevado a cabo su misión, sino en busca de un poco de consuelo y de algunos preciosos consejos de ese viejo sabio y de su sirviente, sus únicos amigos verdaderos. Había pensado mucho en Elena, pero la idea de romper de nuevo el corazón de la joven o de terminar su vida en una galera de la Serenísima le había disuadido de volver a Venecia. Quizá se reuniera con ella más adelante. Por el momento, lo único que contaba era volver con su antiguo maestro.
Encontró en el puerto de Volos un barco genovés que aceptó llevarlo a Italia sin cobrarle nada. Después de una semana de navegación, atracó en Pescara. En cuanto llegó a suelo italiano, se deshizo de su sotana raída cambiándola por unas prendas viejas. Tomó la vía Valeria en dirección a Roma.
Tras dormir una noche al raso, reanudó la marcha y no tardó en salir del camino principal para tomar los que se adentraban en las colinas arboladas de los Abruzzos. Anduvo a paso vivo hasta el burgo de Ostuni. Al llegar a la linde de los bosques de Vediche, se le aceleró el corazón de la felicidad que sentía al ver de nuevo aquel lugar donde había disfrutado de tanta serenidad. En el sendero que conducía a la casa de madera, la alegría de los recuerdos hizo que se le saltaran las lágrimas. Se sentía culpable de no haber cumplido su misión, pero en el fondo de su ser sabía que sus amigos lo perdonarían.
Al llegar al claro se le heló la sangre.
La casa estaba totalmente carbonizada.
Observando la vegetación que había crecido sobre los restos de la construcción, dedujo que había sido incendiada hacía varios años. ¿Había sido un desgraciado accidente… o un acto criminal? ¿Qué había sido de su maestro y de Pietro? La angustia volvió a apoderarse del alma de Giovanni. Tenía que averiguarlo.
Tomó inmediatamente el camino que llevaba al pueblo. Se cruzó con un campesino y le preguntó:
—Venía a visitar a dos amigos que vivían en los bosques de Vediche y he encontrado la casa quemada y abandonada. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Ah, una gran desgracia! —respondió el campesino tras unos segundos de vacilación—. Pero hace mucho tiempo de eso.
—¿Qué sucedió? ¿Dónde están los hombres que vivían en esa casa?
—Los mataron unos bandidos. Unos jinetes negros.
Giovanni sintió como una puñalada en el corazón.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace muchos años. Vivía otro hombre con esos dos, un aprendiz, creo. Se marchó, y poco después los hombres de negro llegaron… y prendieron fuego a la cabaña. ¡Pero eso no fue todo! ¡Si hubierais visto los cuerpos del viejo y de su sirviente! ¡Cómo habían sido torturados antes de ser rematados! A buen seguro que intentaron hacerles decir dónde habían escondido el dinero… y ellos no hablaron.
—¿Dónde los enterraron? —preguntó Giovanni, presa de un sufrimiento atroz.
—Cavaron un hoyo cerca de la casa y metieron allí los dos cuerpos. Un sacerdote vino a bendecirlos y pusieron una cruz.
A Giovanni le costó encontrar el lugar donde sus amigos habían sido enterrados. Enderezó la pequeña cruz, que había caído, y se quedó allí delante, sin decir palabra. La tristeza que lo habitaba era infinita, pero ninguna lágrima pudo encontrar el camino de sus ojos secos y consumidos. Sentía también una lacerante culpabilidad: ¿acaso no habían vuelto sus perseguidores, al haber conseguido él escapar, para torturar a sus amigos con objeto de conocer el contenido de esa maldita carta? ¿Qué terrible secreto podía contener para justificar semejantes crímenes?
Giovanni pidió perdón a su maestro y a Pietro. Su alma estaba destrozada. No conseguía ni rezar ni pensar. Cayó la noche y el frío se hizo más penetrante. Giovanni permaneció de pie ante la tumba. Empezaba a nevar.
G
iovanni estuvo toda la noche sin moverse del sitio. Extenuado por el cansancio, finalmente se había dejado caer. Y permanecía allí, en posición fetal, sobre la tumba de sus amigos.
Al amanecer, había parado de nevar. Su cuerpo estaba cubierto de un fino manto blanco. Sentía el frio intenso tomar posesión de su carne y de sus huesos. Se replegaba cada vez más sobre sí mismo para escapar, instintivamente, de la mordedura del frio.
Su mente se abotargaba al mismo tiempo que su cuerpo. Su alma se había quedado sin sus últimas fuerzas. Ya no tenía ningún deseo. Ni el de vivir ni el de morir. Ya no pensaba en nada. Su espíritu estaba en calma. No se trataba de una paz llena de sentido, como la había experimentado en otros tiempos, sino exenta de toda preocupación. Al vaciarse, su alma lo había liberado de sus combates y de toda voluntad. Sabía que iba a morir muy pronto, pero no pensaba en ello. Esperaba la liberación última, sin miedo, como un animal herido que se mete en una fosa para morir. El frio había tomado totalmente posesión de su cuerpo, hasta tal punto que ya no lo sentía. Su mente empezó también a abandonarlo poco a poco. Flotaba entre dos mundos. Solo esperaba ya la señal fatal para escapar definitivamente.
No lo oyó acercarse, pero notó el calor de su cuerpo contra el suyo. Un calor que hizo que su carne helada se estremeciese. Instintivamente, intentó apretarse contra esa fuente de calor, pero sus músculos agarrotados no pudieron esbozar el menor movimiento. Notó una respiración en su nuca. Una respiración rápida que fundía la escarcha pegada a la piel de su cuello. Poco a poco, ese calor reconfortante le hizo volver en sí. No intentó comprender. Se dejó invadir por ese bienestar. Una lengua le lamió lentamente la nuca. Su cuerpo se estremeció. Tras un largo rato, sintió que sus músculos reaccionaban. Se volvió con dificultad y entreabrió los ojos.
El perro se asustó y se levantó. Todavía tumbado, Giovanni lo miró. Era bastante grande, pero se hallaba en un estado lamentable. Su pelaje grisáceo estaba totalmente embarrado, y su cuerpo, tan delgado como el de Giovanni. Con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, miraba al hombre con un brillo de inquietud en los ojos. Giovanni lo observó un buen rato, sosteniendo su mirada sin pensar en nada. Finalmente consiguió esbozar una sonrisa y alargó una mano hacia el animal.