Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—Voy a pedir al jefe de la guardia que te desate las manos y te dé algo con que escribir. Si eliges vivir conmigo, escribe en una hoja el título de una obra filosófica, cualquiera, yo lo entenderé. Y se la das al mismo hombre. Si no me llega ningún mensaje antes de mañana a mediodía, ya no podré hacer nada, ni por ti ni por tu mujer.
Elena miró una última vez al hombre al que amaba, antes de salir precipitadamente de la celda.
En cuanto la puerta del calabozo se hubo cerrado, Giovanni se deshizo en lágrimas. Su corazón, al igual que el de Elena, estaba destrozado.
Sabía que no cambiaría de opinión. No podía hacerlo sin ser infiel a sí mismo, a los que amaba y a la verdad de su vida. Pensó en las palabras de Jesucristo que le había recordado el stárets Symeon: «No he nacido y venido a este mundo sino para rendir homenaje a la verdad». Y también: «No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que amamos». ¿Aceptaría Elena facilitar su evasión con Esther renunciando a él? No sabía responder a esa pregunta. Pero, de todas formas, la respuesta no le correspondía darla a él. Lo único que él podía hacer era esperar. Y rezar.
A
l amanecer del octavo día, un débil rayo de luz atravesó la tronera de la celda de Giovanni y se posó sobre su rostro. «Domingo —pensó—. Día del Sol victorioso. Día de la Resurrección de Jesucristo. Ultimo día de mi existencia aquí abajo.»
Sabía que al cabo de unas horas más tarde ya no sería de este mundo. No había hecho llegar ningún mensaje al jefe de la guardia y Elena no había ido. Su alma estaba llena de tristeza, pero en paz. Sabía que había pronunciado unas palabras justas y que no podía seguir influyendo en el curso de los acontecimientos.
Si su destino era acabar en esa hoguera, lo aceptaba. Lo único que contaba para él era el porvenir de Esther y el de Elena. No podía sino encomendarse a Dios y, desde la visita de la joven, rezaba sin cesar para que el Señor apaciguara su corazón herido y acudiera en ayuda de su esposa encarcelada.
Acompañado de dos soldados, el guarda entró en la celda y le quitó los grilletes. Giovanni fue conducido bajo escolta a la plaza pública del arzobispado, donde esperaba una hoguera.
El pequeño grupo pasó ante un monasterio ortodoxo y Giovanni oyó el canto de los monjes. Unas imágenes de su pasado en el Athos acudieron a su mente. Enseguida llegaron al centro de la plaza, donde una numerosa multitud estaba congregada. Algunos lanzaban pullas, pero la mayoría permanecía en silencio, conocedora de que ese hombre había sido condenado por haber matado a un noble a causa de una mujer y haber escapado de las galeras, cosas ambas que despertaban simpatía y suscitaban compasión. Al fondo de la plaza, pegada al palacio episcopal, una tribuna de honor había sido montada para la ocasión. Todavía estaba vacía, pero se esperaba al gobernador, al obispo y a las principales personalidades de la ciudad. Al llegar al pie de la hoguera, el verdugo asió a Giovanni.
En el mismo momento, a quince leguas de allí, Esther sufrió un mareo y pidió ayuda. No tenía noticias de Giovanni y no sabía nada de lo que se tramaba en el otro extremo de la isla. El día antes había roto aguas y desde entonces permanecía tumbada en la celda donde había sido instalada, junto con Sara y una decena más de mujeres judías supervivientes del pogrom.
Sara se precipitó hacia su señora.
—Creo que quiere salir —murmuró Esther, jadeando—. Siento continuas contracciones en el vientre.
—Ponte de pie —dijo una mujer llamada Rebeca—. Dos de nosotras te sostendremos mientras otras dos cogen al niño. Así es como he dado a luz a mis ocho hijos.
Ayudada por Sara y otra prisionera, Esther se levantó poco a poco y se apoyó en la pared. Las dos mujeres la sujetaron por debajo de los brazos.
Giovanni subió lentamente los peldaños de la plataforma rodeada de haces de leña y sobre la cual se alzaba un poste. Apoyó la espalda en él y dos guardias le ataron las manos por detrás del poste. Subió entonces un sacerdote, que le hizo besar la cruz y le preguntó si quería confesarse.
—Sí —respondió Giovanni con calma.
El sacerdote prestó atención.
—Pido perdón a Dios por todas las veces que no he estado a la altura de la exigencia de Su amor y en las que me he negado a depositar mi confianza en Su gracia —dijo Giovanni.
—¿Ésos son los únicos crímenes que tenéis que confesar? —preguntó, sorprendido, el sacerdote.
Giovanni afirmó haciendo una seña con la cabeza.
—No puedo daros la absolución, pues vuestra confesión no es sincera —añadió el eclesiástico, contrariado—. Sé que tenéis que haber cometido un crimen para haber sido condenado por la justicia de los hombres.
—He dicho lo único que mi conciencia me reprocha en este instante. En cuanto a lo demás, me encomiendo por completo a la justicia de Dios, que, afortunadamente, no es la de los hombres.
—¿No tenéis, entonces, nada que añadir?
Giovanni vio el cortejo oficial llegando al pie del palacio episcopal. Detrás de los notables, reconoció claramente la silueta de Elena. El corazón se le encogió. Iba a asistir, pues, a su suplicio.
—Sí.
—Os escucho, hijo mío.
—He metido debajo de mi cinturón una carta destinada a una joven judía, llamada Esther, que está injustamente encarcelada en la ciudadela de Famagusta. Cogedla y entregádsela, os lo ruego.
El sacerdote introdujo los dedos bajo el cinturón de cuero y sacó una fina hoja de papel doblada en cuatro. Se la guardó discretamente en el bolsillo del hábito y añadió:
—¿Eso es todo?
—No. Decidle también a Elena, la hija del gobernador, que nunca he dejado de quererla.
Elena estaba sentada al lado de su padre. Persuadida de que su amante iba a decidirse, había organizado cuidadosamente la evasión. Sin embargo, al ver que no recibía noticias suyas, una cólera indescriptible había inflamado su mente y su corazón. No podía aceptar el amor de su Giovanni por otra mujer. Ese simple pensamiento la volvía loca. En vez de actuar, como al principio había tenido intención de hacer, dejó pasar el tiempo, sin ser capaz de tomar ninguna decisión… antes de que fuera demasiado tarde. Se hallaba sumida en un estado extraño, como si hubiera dejado de ser dueña de sí misma, como si estuviera muerta. Su corazón seguía estando habitado por una cólera fría, pero, en cuanto vio a Giovanni en la hoguera, la rabia retrocedió para dejar paso a una angustia infinita.
El sacerdote bajó de la plataforma y fue sustituido por el verdugo, el cual, según la costumbre, fue a tapar con un pañuelo la boca del condenado a fin de ahogar sus gritos.
Esther sintió que su hijo estaba a punto de venir al mundo. Las contracciones se aceleraron y el dolor era cada vez más fuerte. Rebeca sacó un pañuelo de su bolsillo y lo metió entre los dientes de la joven.
—Muerde. Eso te ayudará a soportar los dolores.
Esther mordió la tela con todas sus fuerzas.
Mezclándose con los cantos de los monjes ortodoxos, los tambores empezaron a redoblar. Desde lo alto de la tribuna, el gobernador estiró el brazo, lo mantuvo así durante un largo momento y luego lo bajó. En ese instante, el verdugo encendió los haces de leña colocados alrededor de la plataforma del condenado.
Solo entonces Elena tomó conciencia de que todo había terminado. La cólera abandonó su alma y dejó paso a la desesperación: «¡Amor mío! ¿Por qué no he sacrificado mi deseo de vivir contigo para salvarte la vida? ¿Por qué no te he dicho que eres el padre de mi hija, que esa es la razón por la cual me vi obligada a casarme, unas semanas después de que te llevaran a galeras, con un hombre al que no amaba? He callado por orgullo, para no influir en tu decisión. Para que me eligieras a mí… por mí misma y no por nuestra hija. Y ahora todo está perdido. ¡Perdóname, amor mío! ¡Perdóname…!».
Una densa humareda blanca empezó a elevarse. Más molesto por el humo que por el calor, Giovanni tosió.
Esther gemía y las contracciones eran más frecuentes. De pronto, Sara gritó: —¡Ya sale!
Las dos mujeres cogieron al niño.
Giovanni se asfixiaba, le parecía que sus pulmones se estaban desgarrando, el calor se volvía insoportable.
—Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador —rezó.
A continuación profirió un gran grito mudo.
El niño chilló. Rebeca acababa de cortar el cordón umbilical.
—¡Es un varón!
Al ver a Giovanni arder como una antorcha, Elena rompió a llorar antes de desplomarse, inconsciente.
El espíritu de Giovanni abandonó su cuerpo.
—¡Mira qué guapo es! —exclamó Rebeca depositando al niño entre los brazos de Esther, que acababa de tumbarse.
Extenuada, la joven madre miró al niño con arrobo y lo colocó entre sus pechos. Un pensamiento la llevó hacia Giovanni: «¡Qué orgulloso estarás de tu hijo!».
E
lena llamó a la puerta dando tres discretos golpes con los nudillos. Sara fue a abrir. —Mi señora os espera.
La sirvienta condujo a Elena a través de los bonitos aposentos que ella misma había puesto a disposición de la familia de Giovanni. La invitó a sentarse en un pequeño banco.
—Voy a buscarla, creo que no hace mucho que ha acabado de dar el pecho al niño.
Nada más irse la sirvienta, Elena se levantó y miró por la ventana. Podía ver a lo lejos la plaza del arzobispado, donde Giovanni había muerto. Aquella tragedia, de la que por añadidura se sentía responsable, le había desgarrado tanto el corazón que había estado a punto de poner fin a sus días la misma noche del drama. Tan solo la presencia de su hija, de la hija de ambos, la había disuadido de hacerlo en el último momento. Había pasado varios días llorando de la mañana a la noche. Tan grande era su pena que no dejaba a nadie verla ni acercarse a ella. El tercer día había aceptado ver al sacerdote que había confesado a Giovanni.
El clérigo le repitió las últimas palabras del condenado sobre ella. Lejos de consolarla, esa visita arrancó nuevas lágrimas a su alma destrozada. Sin embargo, estas lágrimas eran más cálidas que las anteriores. Al día siguiente, salió de su reclusión y pidió a su padre un solo favor: que mandara liberar y resarcir a todos los judíos capturados y que acogiera a los amigos de Giovanni mientras hubiera que amamantar al niño y hasta que pudieran embarcar para al-Yazair. En vista del estado de desesperación en el que se hallaba sumida su queridísima hija, Paolo Contarini no se atrevió a no acceder a esa extravagante petición. Hizo liberar en el acto a Eleazar, Sara, Esther y su hijo. Elena los instaló en los mejores aposentos del palacio y se aseguró de que no les faltara nada. Después se armó de valor y fue a ver a Esther, que seguía sin saber qué había sido de Giovanni y estaba muy preocupada. El sacerdote no había cumplido su misión. Incapaz de resistirse a leer la carta, había descubierto el vínculo que unía a Giovanni y a Esther y se había negado a transmitir la misiva a la joven, de modo que esta no sabía nada del fin trágico de su esposo.
Elena le contó toda su historia, así como su reencuentro con Giovanni en la prisión. No omitió ni una sola palabra, ni siquiera las más cariñosas que había pronunciado sobre su mujer. Elena tuvo que interrumpir varias veces su relato, obligada por los sollozos. Eso hizo que Esther adivinara enseguida el fin trágico de Giovanni antes de que la veneciana pudiera revelárselo. Preparada para oír lo peor después de tantos días sin tener noticias de su marido, su corazón se agrietaba a medida que avanzaba el relato de la hija del gobernador. Al final, cuando tuvo la confirmación de que su amado había muerto hacía varios días, se rompió. Esther se dejó caer en un sillón y la vida pareció abandonarla, como un perfume precioso que escapa de un jarrón hecho añicos.
Fue entonces cuando oyó llorar a su hijo. Y cuando decidió, como Elena unos días antes, luchar y continuar viviendo. Por él. Elena le entregó un puñado de cenizas de Giovanni que había hecho recoger de la hoguera, después de haber apartado unos pellizcos, que había escondido en una bolsita cosida en el interior de su corpiño, contra su corazón.
Aunque Elena le había suplicado que la perdonara por no haber intentado salvar la vida de Giovanni, Esther se negó.
Vivía desde entonces recluida con su padre, su hijo y su sirvienta, en aquellos aposentos en los que ningún extraño entraba. Durante semanas, Elena había respetado ese silencio y rezaba día y noche para que Esther le concediera su perdón. Solo eso podía liberar su corazón, no de la pena, sino de los terribles remordimientos que lo corroían. Esa misma mañana, tenía que compartir con Esther una decisión importante y había pedido a la joven que la recibiera, tal como le había hecho saber por boca de Sara, «con toda seguridad por última vez».
La puerta de la habitación de Esther se abrió. Elena se volvió y contempló a la joven madre, que llevaba a su hijo en brazos.
Elena se acercó y vio que tenía los ojos a la vez sombríos y risueños de su padre. No se atrevió a hacerle ningún comentario al respecto a Esther y se limitó a sonreír con ternura. Después dijo:
—Esther, vengo a despedirme.
Un destello de sorpresa atravesó la mirada grave de la joven.
—Salgo mañana al amanecer para Italia con mi hija —prosiguió Elena—. Desde los acontecimientos trágicos que se han producido, Stella, mi querida hija, está gravemente enferma. Tiene fuertes accesos de fiebre y aquí nadie sabe cómo tratar esa enfermedad. He convencido a mi padre para llevarla a Venecia, donde conozco excelentes médicos.