Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Elena estaba muy afectada por esa terrible historia, que indirectamente la ponía en entredicho de manera desmedida, pero sufría sobre todo por Giovanni. Temía incluso que el joven pusiera fin a sus días en la prisión.
El dux había tenido un día muy largo y su salud le obligaba a no trasnochar. Así pues, pasaron enseguida a la mesa. Sin esperar, informó a Vienna y Elena sobre la situación del preso.
—Ayer por la mañana estuve en la celda de ese tal Giovanni.
—¿Cómo está? —preguntó Elena, llena de inquietud.
—Recibe buen trato y no me ha parecido que esté demasiado bajo de moral, aunque es poco locuaz.
—¿Cuándo será juzgado? —preguntó Vienna.
—Bastante pronto, puesto que la investigación está avanzando con rapidez.
—¿Qué quieres decir?
El anciano se aclaró la garganta.
—Esto debe quedar entre nosotros.
Las dos mujeres asintieron.
—La sucesión de los acontecimientos ha quedado perfectamente establecida. Ya no cabe ninguna duda acerca de las razones del duelo y de la manera odiosa en que el joven Grimani se comportó. Los dos testigos confirman también que el duelo tuvo lugar de acuerdo con las reglas y que Tommaso se negó a retirar sus palabras cuando tenía la espada de su adversario en la garganta.
—En ese caso, no se le debería imponer a Giovanni una pena demasiado dura, ¿no es cierto? —dijo Elena, preocupada.
—Por desgracia, las cosas se han complicado en lo que respecta a la identidad del sospechoso.
A Elena se le subió la sangre a la cara.
—Hace tres días se recibió una denuncia anónima en el palacio ducal. En la carta se afirmaba que ese hombre no se llamaba Da Scola, que era un simple campesino que había intentado, hace cuatro años, atentar contra el pudor de Elena cuando, de regreso de Chipre, una nave se había visto obligada a hacer escala en Calabria tras haber sufrido un ataque corsario.
El dux hizo una pausa para comerse las sardinas asadas que Juliana acababa de poner en su plato.
Vienna aprovechó para tomar la palabra:
—¡Es increíble! Recuerdo esa historia de la que fueron testigos María, mi hermana, y Juliana. El hombre fue juzgado y condenado a ser azotado. ¿Verdad, Juliana?
La sirvienta asintió con la cabeza antes de volver a la cocina.
—Exacto —dijo el dux—. Hemos encontrado el informe del capitán de la nave en esa época y algunos miembros de aquella expedición que lo han reconocido sin vacilar. De todas formas, las cicatrices presentes en su cuerpo no permiten albergar ninguna duda.
—Y… ¿qué ha dicho Giovanni? —preguntó Elena, pálida.
—Ante tantas pruebas, ha tenido la sensatez de confesar. Ha explicado que la decisión de venir a Venecia no tenía ninguna relación con ese antiguo episodio. Yo lo dudo mucho, pero no tiene importancia. Lo más grave no es eso…
El dux bebió un gran trago de vino y prosiguió:
—Lo que va a costarle muy caro es haberse hecho pasar por un noble cuando no lo es. Para empezar, puesto que una de las reglas fundamentales del duelo no ha sido respetada, la acusación principal va a ser ahora de asesinato.
Elena trató de sofocar un débil grito poniéndose las manos sobre la boca. Miró a su abuelo directamente a los ojos.
—¿A qué se expone?
El viejo dux desvió la mirada hacia Vienna. Exhaló un profundo suspiro y dijo, con el semblante descompuesto:
—Nuestras leyes son categóricas. Si un plebeyo asesina a un miembro de la nobleza, debe morir en la hoguera o colgado…, a su elección.
El proceso de Giovanni Tratore duró dos largos días. Elena fue llamada como testigo. Era la primera vez que veía a Giovanni desde el drama. Los dos amantes se miraron largamente, pero sin poder cruzar una sola palabra. Elena defendió con tal fuerza la causa del acusado que los jueces quedaron impresionados. Desraciadamente, nada permitía en el derecho veneciano conceder a Giovanni circunstancias atenuantes: o bien era declarado culpable y debía morir, o bien inocente, lo que parecía imposible. Tras una hora de deliberación, los tres jueces llegaron a un acuerdo sobre el veredicto y llamaron a Giovanni al estrado. Flanqueado por dos soldados, el joven, muy delgado, compareció ante sus jueces. Elena, al igual que todos los demás testigos y protagonistas de aquel episodio, estaba en la pequeña sala de audiencias. En medio de un silencio plúmbeo, el mayor de los jueces tomó la palabra:
—Giovanni Tratore, sois declarado culpable del asesinato de Tommaso Luigi Grimani. En consecuencia, se os debe aplicar la pena capital.
Los padres de Tommaso aplaudieron. Elena se quedó petrificada y miró a Giovanni, que permanecía igual de impasible. Ella sabía que quedaba una última salida para evitar a Giovanni la hoguera o la horca: la gracia del dux. Pese a las súplicas de Elena, el anciano no había prometido nada. Temía que ese gesto fuera interpretado como un acto de nepotismo e indispusiera para siempre a su familia con la poderosísima familia de los Grimani.
Elena contuvo la respiración. El viejo juez prosiguió:
—No obstante, teniendo en cuenta la violencia de la injuria proferida por vuestra víctima contra la señora Elena Contarini y los motivos que os incitaron a retar al señor Grimani en duelo, teniendo en cuenta asimismo la buena reputación que habéis adquirido rápidamente en nuestra ciudad, el dux, juez supremo de Venecia, ha decidido concederos su gracia y transformar vuestra pena en una condena de por vida a las galeras. La sentencia será ejecutada mañana por la mañana. Se levanta la sesión.
La familia Grimani protestó, escandalizada. Elena se echó en brazos de Agostino y rompió en sollozos. Después corrió en dirección a Giovanni mientras este salía de la sala, flanqueado por los dos soldados. Empujó a un juez, escapó de las manos de un guardia que intentó detenerla y consiguió agarrar a Giovanni de una manga.
El joven se volvió. Elena lo abrazó con fuerza antes de que los soldados hubieran tenido tiempo de reaccionar. Mientras se rehacían y trataban de alejar a la joven, Giovanni aprovechó para arrancarse del cuello la cadena de la que colgaba la llavecita. La puso discretamente en la mano de Elena y le susurró:
—El sobre que está en mi armario: entrégaselo en mano al Papa, es muy importante…
No tuvo tiempo de decir nada más porque lo sacaron de la sala. Elena, rodeada ahora por tres hombres, le gritó a través de la puerta:
—¡Te esperaré!
K
yrie Eleison, Christe Eleison, Kyrie Eleison
. En la iglesia flotaba una nube de incienso. Las voces graves de los cuarenta monjes se respondían en la claridad naciente del alba. Completamente vestidos de negro, los hombres de Dios se levantaban a intervalos regulares durante el oficio para ir a besar los iconos de Jesucristo y de la Virgen dispuestos en el centro del coro.
Al finalizar el oficio, los monjes salieron en un alegre desorden. Llevaban más de cuatro horas rezando en la iglesia del monasterio y todavía debían esperar dos horas largas para compartir en el refectorio la primera comida del día. Ese lapso estaba consagrado a las diversas actividades manuales. Uno de los hermanos, un joven monje que aún llevaba el hábito de los novicios —una gran sotana negra sin cinturón—, fue al locutorio, donde lo esperaba el superior del monasterio, un hombre de unos cincuenta años con una poblada barba negra, que era famoso por su alto sentido de la rectitud doctrinal.
—Fray Ioannis —dijo con firmeza el hegúmeno al entrar el novicio—, tengo que hablarte de algo que te será doloroso.
El joven fraile bajó los ojos en señal de humildad. Como la mayoría de los monjes, llevaba una fina barba, y sus largos cabellos atados en la espalda estaban cubiertos con el tradicional casquete llamado
scoufia
.
—Debemos tomar una decisión respecto a tu compromiso con la vida monástica. Los tres años de noviciado están tocando a su fin y has solicitado hacer los votos. Hemos hablado de ello con los Ancianos. Tu fe, tu celo religioso y tu moralidad son irreprochables. Nada en sí mismo se opone, pues, a que hagas tu profesión.
El joven fraile mantuvo la mirada gacha, esperando con ansiedad la parte desagradable que el hegúmeno tenía que decirle.
—Solo hay una cosa que plantea problemas —prosiguió el superior en un tono bastante seco—. A tu llegada al monte Athos, antes incluso de postular como novicio en nuestro monasterio, conociste a Teófanes de Creta. Ese gran artista te tomó mucho cariño y te enseñó a pintar los sagrados iconos. Cuando te acogimos aquí, te brindamos la posibilidad de continuar pintando imágenes de la Virgen, puesto que era tu deseo y puesto que parecías poseer un talento real para ello. Pero estoy preocupado por el cariz que han tomado las cosas. Los iconos que pintas se ajustan cada vez menos a los cánones tradicionales de la iconografía.
Fray Ioannis levantó hacia el hegúmeno una mirada llena de asombro.
—O, más exactamente, se ajustan solo en apariencia —corrigió el superior—. Sí, respetas los materiales, los ropajes, los colores, los símbolos…, pero los rostros de las Vírgenes que pintas son… demasiado humanos. Yo incluso diría que son… sensuales.
El novicio manifestó una sorpresa todavía mayor.
—Estoy seguro de que no eres consciente de ello —prosiguió el hegúmeno—. Pero varios hermanos se han sentido turbados por la belleza de los rostros que pintas, pues parecen expresar más una belleza humana, sensible, que representar a la madre de Dios. Para serte sincero, algunos monjes me han pedido que retire de los lugares comunitarios tus últimos iconos porque les producen cierto desasosiego.
—¿Cómo?
—Sabes muy bien que ninguna mujer, ni siquiera una hembra animal, puede penetrar en la montaña sagrada de Athos. Eso hace que algunos hermanos no hayan visto una mujer desde hace décadas… y tus iconos de la Virgen les evocan algo femenino que los turba en lugar de serenarlos y ayudarlos a mantener su voto de castidad.
—No puedo creerlo —confesó fray Ioannis.
—Pues es así, y a mí mismo me preocupa esa evolución.
El novicio guardó silencio.
—Sea como fuere, hemos decidido que solo podrás pronunciar los votos con una condición.
El hegúmeno adoptó una expresión todavía más grave y miró al joven al fondo de los ojos.
—Que renuncies a pintar, que renuncies a ello para siempre.
Después de la colación de las diez, el joven monje salió del monasterio de Simonos Petra. Siguió el ancho sendero que descendía hacia el mar. Recorrió un tramo y se volvió. Con el corazón encogido, miró el magnífico edificio encaramado en un contrafuerte. Reanudó la marcha y tomó un camino escarpado que bordeaba la costa un centenar de metros por encima del mar. En ese final de verano, el tiempo era particularmente clemente y la vista que contemplaba el joven era suntuosa. Árboles de especies muy distintas cubrían un suelo rocoso y accidentado.
Adentrándose como un largo dedo de sesenta kilómetros en el mar Egeo, la península de Athos estaba ocupada por monjes desde el siglo X. Se había convertido en el lugar espiritual destacado del mundo ortodoxo. A partir de mediados del siglo XV, el dominio otomano en Grecia no había frenado en absoluto el dinamismo de Athos y varios miles de monjes, no solo griegos sino también rusos, moldavos, rumanos, caucasianos y ucranianos, vivían allí en oración permanente. La mayoría moraba en los veinte grandes monasterios repartidos por toda la península, en las costas este y oeste. En el propio seno de esos monasterios, los principales de los cuales agrupaban a varios cientos de monjes, existían dos modos de vida: la vida cenobítica, que imponía a todos los frailes vivir según la misma regla comunitaria, y la vida idiorrítmica, en la que los monjes conservaban cierta independencia en el trabajo, los bienes y las comidas, y compartían solo los oficios. Otros, bastante numerosos, vivían en
sketae
, una especie de pueblos monásticos donde las casas de los monjes estaban agrupadas alrededor de una iglesia principal. Algunos habían escogido un modo de vida singular: vagaban de monasterio en monasterio y de
sketae
en
sketae
sin establecerse nunca en una regla concreta. Los llamaban giróvagos. Por último, la montaña sagrada contaba con un buen número de eremitas, la mayoría viejos monjes aguerridos que habían elegido la soledad después de una larga vida comunitaria o idiorrítmica.
El novicio se dirigía precisamente al extremo sur del Athos para ver a uno de los más famosos eremitas, un viejo monje ruso de gran renombre espiritual: el stárets Symeon. Bordeó la costa durante dos horas largas, dejó atrás el monasterio de Gregoriu y poco después el de Dionisiu, que estaba en reconstrucción tras el terrible incendio que lo había devastado ocho años antes, en 1535. Atravesó con precaución los dos torrentes que enmarcaban el monasterio de Haghiou Pavlou, adosado a la ladera norte del monte Athos, que se alzaba a más de dos mil metros sobre el nivel del mar.
Después de haberse refrescado y haber descansado unos instantes, tomó de nuevo el sendero que rodeaba la montaña sagrada por el sur. El camino se alejó del mar y el novicio anduvo dos buenas horas más por las pendientes arboladas. Durante todo el viaje, recitaba sin parar, al ritmo de su respiración, la tradicional oración de Jesús de los monjes y los peregrinos ortodoxos: «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador». Llegó a una bifurcación. A la izquierda, el camino continuaba hacia la Gran Laura, el monasterio más antiguo, situado en la punta sur de la península. A la derecha, descendía hacia el mar. Fray Ioannis recordó las indicaciones del hegúmeno y tomó el sendero de la derecha. Al cabo de unos diez minutos, se encontró con otro camino que subía desde el mar hacia el monasterio. Lo recorrió a lo largo de un centenar de metros antes de adentrarse en un pequeño sendero mal trazado que serpenteaba en medio de la maleza.