Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
—Pero un viaje así, en esta estación en la que el mar está tan agitado, ¿no puede agravar su mal? —preguntó Esther.
—Es un riesgo que hay que correr. Pero estoy segura de que aquí morirá. Además, otra razón me empuja a irme. Prometí llevar a Roma la dichosa carta que causó tantas desgracias a Giovanni. Fue el último ruego que me hizo. Una vez curada mi hija, iré a la Santa Sede para entregar la misiva de Lucius al Papa.
Esther asintió despacio con la cabeza.
—Comprendo. Es una decisión sensata.
—No tienes nada que temer. Mi padre me ha prometido que velará por ti y los tuyos hasta que partáis para al-Yazair. En lo que a mí respecta, no quiero volver nunca más aquí.
Elena pareció dudar.
—Venía, pues, a abrazarte…
Esther miró a Elena y sintió ternura por ella. No obstante, se mantuvo apartada.
—Antes de marcharme —prosiguió Elena—, me gustaría saber una cosa.
—Te escucho —contestó Esther con dulzura.
—¿Qué nombre le has puesto a tu hijo? —Yoh'anan.
—Es un nombre hebreo… ¿Qué significa?
—Dios perdona.
Elena se quedó paralizada. Sus ojos buscaron los de Esther. Después se arrojó en sus brazos.
Esther la estrechó fuertemente contra su corazón. Las dos mujeres permanecieron así largo rato, llorando de alegría, de tristeza y de amor.
A
l día siguiente, Elena embarcó en una nave de dos mástiles que se dirigía a Venecia. Dejaba Chipre con Stella, un médico, dos sirvientes y la carta destinada al Papa.
Se había negado a que la acompañara Juliana porque había delatado a Giovanni, sin duda por segunda vez, pensaba, recordando la denuncia anónima después del duelo.
Durante diez días, el barco navegó hacia Venecia a toda vela. Era mediados de otoño y el mar estaba agitado. El barco no paraba de cabecear. Estaba bordeando la península Italiana y se encontraba aún a dos días de Venecia cuando el médico fue a avisar a Elena de que la pequeña se moría.
—Hay que desembarcarla lo antes posible —afirmó—. Su estado acaba de agravarse repentinamente. Delira y creo que no soportará dos horas más este cabeceo.
Informado del drama que se desarrollaba a bordo, el capitán aceptó acercarse a la costa. No tardaron en ver un pequeño puerto pesquero. El capitán echó el ancla y desembarcó a los venecianos con ayuda de un bote, que estuvo varias veces a punto de zozobrar por lo tumultuoso que estaba el mar. Nada más llegar a tierra, Elena pidió información a los marineros del puerto, que se llamaba Venere. Preguntó por un sitio donde su hija pudiera ser atendida y los marineros le señalaron con el dedo un imponente monasterio que destacaba por encima del puerto, al otro lado de los olivares. Una carreta los llevó hasta allí bajo una lluvia torrencial, Stella y su madre cubiertas con una manta extendida sobre sus cabezas.
El hermano portero los hizo entrar en la sala de visitas y se apresuró a ir en busca del prior.
—Sed bienvenidos al monasterio de San Giovanni in Venere —dijo don Salvatore, mirando con sorpresa a aquella curiosa comitiva.
Al oír el nombre del monasterio, Elena se sobresaltó.Ya había oído ese nombre extraño, que mezclaba paganismo y cristianismo, y le parecía que había sido en boca de Giovanni. A no ser que fuese el nombre de Giovanni lo que le causaba esa impresión. Pero la situación era demasiado dramática para que siguiera pensando en eso.
—Gracias, padre. Venimos de Chipre y nos dirigimos a Venecia —dijo en un tono firme que a duras penas delataba la inquietud que la consumía—. Mi hija sufre unas fuertes y misteriosas fiebres desde hace varias semanas y ese es el motivo por el que regresamos a Venecia, para que la curen allí. Hemos tenido que desembarcar urgentemente porque empeora por momentos. ¿Tenéis una habitación donde instalarla y un médico que pueda ayudar al nuestro a asistirla?
Don Salvatore se inclinó sobre la niña. Pese a la enfermedad, sus inmensos ojos verdes iluminaban su carita de ángel. El monje se sintió conmovido.
—Vamos a trasladarla a la enfermería, que se encuentra en la zona de clausura del monasterio. Allí hay una chimenea.
«Haremos una excepción a nuestra regla para intentar salvar a esta criatura», pensó el prior.
Trasladaron inmediatamente a Stella a la enfermería, que estaba vacía. Don Salvatore ordenó a un monje que encendiera un gran fuego y a otro que fuera a buscar corriendo al hermano enfermero. Él mismo fue a la cocina a preparar una bebida caliente para sus invitados.
Unos instantes después, fray Gasparo entró en la enfermería y auscultó a Stella ante la mirada inquieta de Elena y atenta de su médico. El fuego hizo entrar enseguida en calor a los venecianos y don Salvatore les ofreció un bol de caldo de verduras muy caliente. Intentaron que Stella tomara un poco, pero la niña se encontraba en tal estado que no podía ingerir absolutamente nada. El monje enfermero le tomó el pulso, le miró la lengua, le hizo fricciones. Después emitió su diagnóstico:
—Por desgracia, no puedo sino confirmar lo que me han dicho: padece una enfermedad infecciosa cuya causa desconozco. La vida está abandonándola. Lo único que puedo intentar hacer por el momento es administrarle una tisana a base de plantas calmantes para ver si le baja la fiebre. Pero temo que eso no baste para salvarla. El mal que la tortura desde hace semanas está demasiado enraizado en su cuerpo.
—Haced cualquier cosa que pueda aliviarla, padre —dijo Elena con la voz quebrada.
Acompañado del médico, el monje se alejó en dirección a la herboristería para escoger las plantas apropiadas.
Elena se inclinó sobre su hija y le cogió la mano…
—No te preocupes, cariño, vamos a calmar tu dolor.
La niña ya no podía ni oír ni hablar. Su mente estaba agitada y no hacía más que gemir palabras incomprensibles.
—Parece que delira —se lamentó un sirviente.
—Puesto que su vida está seriamente amenazada, solo queda una cosa por hacer —susurró don Salvatore al oído de Elena.
—¿A qué se refiere?
—En la cripta de este monasterio hay un hermoso icono de la Madre de Jesús. Podríamos ir a rezarle juntos a esa Virgen de la Misericordia mientras los médicos se ocupan de su hija.
Aunque le repugnaba la idea de separarse de la niña en ese momento, Elena no lo dudó. Se levantó, la besó con ternura y siguió al prior por el claustro del monasterio. Cuando se disponían a entrar en la iglesia, un monje fue a decirle al oído a don Salvatore:
—El padre abad está preocupado por la madre cuya hija está enferma y desea verla en el locutorio.
Don Salvatore vaciló unos instantes antes de volverse hacia Elena.
—Don Theodoro, nuestro padre abad, es viejo y está cansado, pero desea saludaros. Es un gran eclesiástico con rango de obispo.
Serán solo unos minutos. Iremos a la cripta inmediatamente después de esa visita.
Elena asintió y siguió al prior hasta el locutorio. Don Theodoro estaba sentado en una silla bastante baja ante una chimenea encendida. Saludó a Elena, la cual besó el anillo que llevaba, como todos los abades y obispos, en el dedo meñique de la mano izquierda. Le preguntó de dónde venía y qué había ocurrido.
Elena respondió a sus preguntas.
—¡Quiera Dios salvar a vuestra hija! —dijo el anciano con voz potente—. Mañana salgo para Roma con objeto de ver al Santo Padre y os prometo que confiaré su vida a sus plegarias.
Al oír estas palabras, Elena se puso a temblar. No se decidía a hablar, pero finalmente dijo con voz febril:
—El azar o la Providencia hace bien las cosas, monseñor. ¿Puedo pediros otro favor de una gran importancia?
—Por supuesto.
Elena parecía incómoda.
—Es absolutamente confidencial.
Don Theodoro indicó al prior que los dejara solos.
—Podéis hablar con toda confianza, hija. ¿De qué se trata?
Elena contó al viejo abad que llevaba encima una carta escrita hacía años por un astrólogo y cuyo destinatario era el Papa. Le contó que un amigo había estado en posesión de esa carta y que toda clase de obstáculos le habían impedido cumplir su misión. Precisó, por último, que actualmente ese hombre estaba muerto y que ella le había prometido, antes de que muriera, que entregaría esa carta al Papa.
—Puesto que vos vais a Roma para ver al Santo Padre, ¿no podríais entregarle esta carta en mano? —concluyó Elena, con un nudo en la garganta.
El viejo monje había escuchado el relato de Elena con tanta atención que casi había dejado de respirar. Cuando ella hubo acabado, inspiró hondo y contestó en un tono tranquilizador:
—Hija mía, puedo aseguraros que ha sido la Providencia la que os ha enviado aquí. Llevaré esa carta, y os garantizo que el Soberano Pontífice la leerá en el instante mismo en que se la entregue tras haberle contado su historia.
Elena se arrojó a los pies del monje y le besó la mano.
—¡No sé cómo daros las gracias, monseñor! ¡Si supierais el interés que tengo en cumplir esta misión y cómo me habría gustado llevarla a cabo personalmente hasta el final! Pero el estado de mi hija me preocupa tanto que temo tener que retrasarla varios meses, cuando Roma está tan cerca y vos vais a ver al Papa tan pronto.
—Levantaos, hija mía, y no temáis. Lo mejor sería que me confiarais esa carta cuanto antes, pues debo ir a acostarme y mañana saldré al amanecer.
Elena metió la mano bajo el abrigo, sacó un abultado sobre amarillento y se lo tendió al abad.
—¡Aquí está! Nunca me separo de ella.
Don Theodoro miró el sobre con estupor. No acababa de creerse que esa carta que llevaba casi diez años buscando a través de toda la cristiandad, esa maldita carta por la que había torturado y matado llegaba hasta él así, en su propio monasterio. Monasterio del que solo se ausentaba largas temporadas para ir a Roma o a Jerusalén, donde se encontraba la sede de la hermandad secreta que había fundado para purificar la religión cristiana de toda su suciedad y renovarla.
Tendió una mano trémula hacia Elena y cogió la carta. ¡Por fin iba a saber! Y a poder destruir…
D
on Theodoro hizo girar su asiento hacia el resplandor de la chimenea y se quitó la capucha. Las facciones arrugadas del viejo fanático que había intentado asesinar a Giovanni aparecieron a plena luz. Hundidos en sus profundas órbitas, sus ojillos estaban ahora iluminados por un brillo vivo. Abrió el abultado sobre y desdobló nueve hojas manuscritas. Con mirada de loco y manos temblorosas, empezó a leer la primera hoja. La letra de Lucius era fina y elegante, y pese al tiempo transcurrido la tinta no había sufrido alteración alguna.
Santísimo Padre:
Tiemblo al coger la pluma para tratar de dar una respuesta a la terrible pregunta que me hacéis. Si no fuerais el Soberano Pontífice, sucesor apostólico del apóstol Pedro y cabeza de la Santa Iglesia, jamás habría aceptado adentrarme en un estudio que me asusta, tanto por su dificultad como por las cuestiones de fe que suscita. Soy muy consciente de que algunas de mis palabras o de mis conclusiones pueden provocar un gran escándalo en la cristiandad. Pero, puesto que Vuestra Santidad exige de mí que me adentre en tal investigación, no puedo sino apelar a vuestra comprensión y vuestra misericordia paternal.
Os preguntáis, como muchos fieles, si el dramático desgarramiento que está experimentando la religión cristiana no será la última señal del fin de los tiempos. Estáis preocupado por saber si el cristianismo, y por extensión el mundo, está viviendo sus últimas horas. Mencionáis el De Fato, de Pomponazzi, publicado en Bolonia en el año 1520, donde el filósofo formula la hipótesis según la cual las religiones nacen, se desarrollan, degeneran y mueren de acuerdo con los ciclos del cosmos. El afirma que se debería poder hacer el horóscopo de todas las religiones, incluida la cristiana. Al igual que en el caso de todos los individuos, el conocimiento del principio —su nacimiento— debe indicarnos las etapas siguientes de su desarrollo hasta el momento del fin. Me preguntáis, pues, si es posible hacer el horóscopo del cristianismo. He reflexionado detenidamente sobre esa cuestión y la respuesta me parece tan simple como aterradora. El único medio de conocer el principio y el fin de una religión es hacer la carta del Cielo natal de su fundador. En otras palabras, Vuestra Santidad me pide, nada menos, que haga el horóscopo de Nuestro Señor Jesucristo.
Don Theodoro levantó la cabeza echando chispas por los ojos.
—¡Esto es justo lo que me habían dicho! —murmuró entre dientes.
Exhaló un profundo suspiro e inició la lectura de la segunda hoja.
Además de los escrúpulos morales que me asaltan, ¿cómo se podría llevar a cabo semejante tarea, dado que las Escrituras no nos dicen nada preciso sobre el día, la hora, el mes, ni siquiera el año de nacimiento de Jesús? Vos sabéis tan bien como yo que la fecha del 25 de diciembre fue escogida por el obispo de Roma, Liberio, en el siglo IV, para luchar contra el culto pagano de Mitra, cuya gran fiesta del Sol victorioso se celebraba el 25 de diciembre, día del solsticio de invierno.
Nadie sabe en qué fecha festejaban los primeros cristianos el nacimiento de Jesucristo. Un indicio, no obstante, puede darnos algunas indicaciones, pero volveré sobre eso más adelante. Otra dificultad importante consiste en resolver el enigma de su año de nacimiento. Este fue fijado, en el siglo VI, por el monje Dionisio el Exiguo. Sin embargo, muchos eruditos discuten en la actualidad los cálculos del monje y nadie sabe con precisión en qué año nació Nuestro Señor.
Sin duda habría dejado ahí mis investigaciones, si la Providencia no hubiera puesto entre mis manos un manuscrito de una enorme rareza, copiado de un ejemplar único escrito en árabe hace varios siglos: el Yefr. Este libro magistral es obra del mayor sabio de la época medieval, al-Kindi, el maestro del famoso astrólogo Albumazar, el que hizo la predicción relativa a Lutero. Y al-Kindi estaba convencido de que Dios había dispuesto los astros en el cielo para permitir al hombre leer las señales no solo de su destino personal, sino también del destino colectivo de la humanidad.
—¡Mentira! ¡Musulmán pérfido! —exclamó con rabia el padre abad, pasando la segunda hoja.
Según él, dos grandes ciclos permiten conocer el nacimiento, el desarrollo, el declive y la muerte de las civilizaciones y las religiones. El fenómeno de precesión de los equinoccios, que hace que aproximadamente cada dos mil años el Sol salga en primavera en un signo del Zodíaco distinto, y el ciclo de las conjunciones de los dos planetas más lentos de nuestro cosmos: Júpiter y Saturno. La conjunción de estos dos planetas en el cielo se produce aproximadamente cada veinte años. Pero cada dos siglos la conjunción se produce en un nuevo elemento del cuaternario zodiacal (signos de tierra, de agua, de aire y de fuego), y cada ocho siglos vuelve a empezar la serie de los cuatro elementos.
Al-Kindi, que vivió en el siglo IX, calculó, remontándose mil años, todos los momentos en que se produjeron esas conjunciones. Sumergiéndome en su obra, he podido constatar con el corazón palpitante que había observado un gran ciclo planetario en el año 6 antes de nuestra era, en que los dos planetas coinciden en el signo de Piscis y renuevan todos los elementos. Afinando su observación mediante las efemérides del astrólogo griego Anaxylos, que vivió en la época de Jesucristo, señala también un hecho extraño en la noche del 1 de marzo del año 6 antes de nuestra era: la conjunción en Piscis de cinco planetas: el Sol, la Luna,Venus, Júpiter y Saturno. Esta fecha está indicada sin más comentarios en su obra. Debo confesaros, Vuestra Santidad, que un gran estremecimiento sacudió en ese momento mi cuerpo y mi alma.