El Oráculo de la Luna (57 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Giovanni se despidió del veneciano y echó a andar en dirección al puerto. De pronto, se detuvo, dio media vuelta y se dirigió de nuevo al oficial:

—Una última pregunta: ¿cómo se llama el gobernador de Chipre?

—Ocupa el cargo desde hace mucho tiempo y pertenece a una de la familias más importantes de Venecia. Sin duda habréis oído hablar de él: Paolo Contarini.

—En efecto —contestó Giovanni con voz trémula.

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D
esde hacía diez minutos, Giovanni esperaba en el pasillo de la sala de audiencias donde el gobernador de Chipre, cuyo título exacto era en realidad «rector capitán de Famagusta», recibía a sus visitantes. Giovanni había tenido que esperar cuatro días para obtener esa audiencia privada. Se había afeitado cuidadosamente y había comprado para la ocasión unas prendas confeccionadas a medida en ricas telas. Sabía que el gobernador lo juzgaría tanto por su aspecto como por sus palabras. Afortunadamente, nunca había visto en Venecia al padre de Elena. No había, pues, ninguna posibilidad de que pudiera establecer una relación entre el personaje que Giovanni iba a interpretar ese día y el antiguo amante de su hija, del que forzosamente había tenido que oír hablar.

Un guardia fue a buscar a Giovanni y lo hizo entrar en una gran sala, al fondo de la cual el gobernador, rodeado de dos soldados y un consejero, estaba sentado en un gran sillón de madera labrada. El hombre se levantó para recibir a su visitante.

—Señor Bompiani, sed bienvenido.

Giovanni se quedó muy impresionado al ver los rasgos del padre de Elena. Indiscutiblemente, la joven había heredado sus hermosos ojos verdes y su sonrisa afable. El gobernador ofreció a Giovanni una silla antes de volver a ocupar su sillón.

El hombre debía de rondar la sesentena y manifestaba cierta lasitud.

—Os agradezco, excelencia, que hayáis tenido a bien concederme esta audiencia.

—Es muy natural en el caso de un compatriota. Pero decidme en dos palabras cuál es vuestra profesión y de qué barrio de Venecia sois.

—Soy librero-editor en el barrio del Rialto.

—¡Ah, muy bien! —exclamó el gobernador.

Giovanni expuso inmediatamente las razones de su visita para no tener que mentir demasiado tiempo sobre su identidad.

—Tras una peregrinación a Jerusalén, había decidido ir a Túnez para ver a un gran amante de los manuscritos y embarqué en un navío mercante otomano. Pero la embarcación tuvo que desviarse hacia Chipre para huir de una galera de los Caballeros de Malta.

—Me han informado de ese incidente, sí. Esos malditos monjes-soldados atacan cada vez más cerca de nuestras costas. Tendré que pedir al Consejo de los Diez que envíe una galera para que patrulle por esta zona. Comprendo que hayáis pasado miedo, pero sabed que no habríais tenido nada que temer, siendo cristiano, si la embarcación hubiera caído en manos de los malteses.

—Lo sé. Pero la razón que me trae hoy ante vuestra excelencia es mucho más trágica. Conocí en Jerusalén a un rico y honorable banquero judío. Ese hombre, de una gran erudición, embarcó con su hija y unos sirvientes en la misma nave que yo para ir a los Estados berberiscos, donde posee algunos establecimientos. Para su desgracia, la misma noche de nuestra llegada a Famagusta fue, con su hija, su intendente y otros dos sirvientes, a casa de un conocido que vivía en el barrio judío. Como sabéis, esa noche hubo un motín popular a raíz del asesinato de un niño. Informado al día siguiente de ese drama, que causó varias decenas de muertos, hice algunas averiguaciones en la ciudadela de Famagusta, adonde ese hombre, su hija y una sirvienta habían sido conducidos la noche del drama. Me sentí muy aliviado al saber que estaban vivos y bien protegidos, pero inquieto al enterarme de que no podían recuperar la libertad y de que iban a ser juzgados, al igual que los demás judíos supervivientes, por un crimen que sin duda alguna no han cometido.

El gobernador escuchó a Giovanni con una gran atención. Al final de su discurso, le contestó pausadamente:

—Voy a hablaros con franqueza. Este asunto me incomoda en grado sumo. A título personal, no creo que los judíos estén implicados en el asesinato de ese niño. Pero una buena parte de la población está convencida de que sí, y me resulta tan difícil castigar a los responsables de la matanza de los judíos como soltar a los supervivientes, aunque solo sea por su seguridad. Así pues, he tomado la decisión de organizar un proceso en el que podrán defenderse y cuyo desenlace no dudo que será favorable para vuestros amigos.

—Es, a buen seguro, una decisión sensata. Pero no os he dicho que la hija de ese hombre, que se llama Eleazar, está encinta de ocho meses. Iba con su padre a al-Yazair para dar a luz en una casa que tienen allí y donde su marido la espera. Temo que esa larga estancia en prisión y el proceso perjudiquen gravemente su salud. Por no hablar del hecho de que tendrá que dar a luz aquí, lejos de su casa y de los suyos.

—Humm…, comprendo vuestro interés en que sea liberada. No comparto vuestra simpatía por los judíos, pero puedo entender vuestras razones.

Un sirviente bastante mayor entró en la habitación y ofreció un zumo de fruta al gobernador y a su visitante. En el momento de servirle la bebida, el hombre miró a Giovanni de un modo extraño. Luego salió de la habitación.

—Cuanto más lo pienso, más me digo que es posible que liberen a vuestros amigos antes del proceso —prosiguió el gobernador—. Lo haremos discretamente, pero, si pese a todo llegara a oídos de la población, podría decir que se trata de viajeros de paso, conocidos nuestros, que es imposible que tengan nada que ver con ese crimen.

Al escuchar estas palabras, Giovanni sintió un profundo alivio.

—No sé cómo daros las gracias, excelencia. Y creo que nuestro amigo Eleazar, que posee una gran fortuna, también lo hará a su manera.

—No es esa la razón que me impulsa a hacer esto, sino simplemente el deseo de complacer a un compatriota, y sin duda un poco también la piedad hacia una mujer a punto de dar a luz. ¡Qué le voy a hacer! ¡Yo también soy abuelo y mi nieta tiene más influencia sobre mí que cualquiera de mis consejeros!

Paolo Contarini rió con ganas, y lo mismo hizo su consejero. Giovanni se limitó a sonreír, pues lo que acababa de saber lo llenaba de desasosiego. ¿Era esa nieta hija de Elena o de su hermana? Si era hija de Elena, eso podía significar que ella estaba allí. Giovanni ardía en deseos de interrogar al gobernador sobre ese asunto. Sin embargo, decidido a no correr ningún riesgo, cambió de parecer. Levantándose del sillón, el gobernador se despidió efusivamente de su visitante y le anunció que podría ir al día siguiente a la fortaleza con una orden de liberación para sus amigos.

Después de haberle dado las gracias y saludado con deferencia, Giovanni se dirigió hacia la puerta de la sala. En el momento en que se disponía a salir, el gobernador lo llamó con voz potente:

—¡Señor Bompiani!

Giovanni se volvió. Vio que el sirviente que había llevado las bebidas estaba al lado de Paolo Contarini y le hablaba al oído. El gobernador parecía muy sorprendido. Al cabo de unos instantes, se dirigió de nuevo a Giovanni:

—Perdonad que os haga volver, pero Francesco, que ha estado en algunas ocasiones al servicio de mi mujer y de mi hija, me ha dicho algo muy sorprendente que quisiera verificar, si me lo permitís.

Giovanni intentó no dejar traslucir el gran nerviosismo que se había apoderado de él. Miró atentamente al sirviente, tratando de recordar si lo había visto en casa de Elena, pero aquella cara no le decía nada.

—Francesco, que posee una extraordinaria memoria visual, me dice que le recordáis a alguien.

—¡Ah! —dijo Giovanni en un tono falsamente divertido—. ¿Y a quién?

—A alguien al que solo vio unos días hace muchos años.

Giovanni hizo un mohín interrogativo.

—A un joven campesino calabrés que intentó atentar contra el pudor de mi hija.

—¡Tiene gracia! —dijo Giovanni, riendo—. ¿Acaso tengo aspecto de campesino calabrés?

—Es indudable que no —prosiguió el gobernador—. Pero resulta que ese campesino, convertido por no sé qué milagro en astrólogo, fue más tarde a Venecia a buscar a mi hija, a la que sedujo, y mató a un rival, el hijo de mi mejor amigo. Condenado a las galeras de por vida, ese hombre desapareció tras un combate naval.

El gobernador hizo una pausa, atento a la reacción de Giovanni.

—Tendría gracia —añadió— que ese usurpador de identidad se hubiera transformado hoy en librero-editor. Pero digo esto como pura hipótesis. Quizá mi sirviente se haya equivocado.

—Eso creo, Excelencia. Y si no me hubierais demostrado hace un momento vuestra gran sensatez, me asombraría lo que podría tomarse como unas insinuaciones insultantes sobre mí y, en resumidas cuentas, imposibles de comprobar.

Tras estas palabras, el sirviente susurró de nuevo algo al oído de su señor. Este último replicó de nuevo a Giovanni:

—Contrariamente a lo que acabáis de afirmar, hay un modo muy sencillo de comprobar si mi sirviente está o no equivocado. Precisamente el hombre del que os hablo fue condenado a recibir veinte latigazos. Francesco acompañaba a mi hija y asistió a la ejecución de la pena. Si vuestra espalda, señor, no presenta ninguna huella de esos azotes, entonces os presentaré todas mis disculpas e incluso os resarciré por haber sido objeto de esta sospecha injusta.

—Si lo entiendo bien, ¿me pedís que me desnude aquí mismo para demostrar mi buena fe?

—Exacto.

—Me siento muy contrariado, Excelencia, pues la suerte se ensaña conmigo. Resulta que fui capturado por unos corsarios argelinos hace unos años y que sufrí una pena similar a la que acabáis de describir. También me azotaron por haber intentado fugarme; mis pies todavía conservan la huella y también puedo enseñároslos. Pero quizá me digáis ahora que vuestro sirviente se ha acordado súbitamente de que ese campesino también fue azotado en los pies.

—No os lo toméis a mal, señor, y tened la bondad de mostrarnos esas marcas.

Giovanni empezó por descalzarse y exhibió las deformadas plantas de sus pies. Después se desabrochó la camisa y enseñó su espalda marcada. Todos los que presenciaban esa escena observaron atentamente las cicatrices. El gobernador intercambió unas palabras en voz baja con el sirviente, un soldado y su consejero antes de decir:

—No habéis mentido respecto a los azotes que sin duda recibisteis como cautivo evadido. Pero siento deciros que las marcas de vuestra espalda han sido dejadas por un tipo de correa muy particular que no utilizan ni los otomanos ni los corsarios…, sino el ejército veneciano.

—Una vez más soy víctima de la mala suerte —ironizó Giovanni—. No fue bastante ser azotado por mis torturadores, sino que además tuvieron que hacerlo con un objeto robado a los venecianos.

—No creo que eso forme parte de sus costumbres. Pero, tenéis razón, no constituye una prueba suficiente para haceros arrestar.

Giovanni sintió que el terrible cerco se abría y dejó escapar un ligero suspiro de alivio.

—No obstante —añadió el gobernador—, vamos a salir de dudas dentro de unos minutos. Hay una persona que podrá decir con certeza si sois ese hombre o no. He pedido que la hagan venir y llegará de un momento a otro.

«Elena —pensó Giovanni, turbado—, Elena está aquí y ha mandado llamarla.»

—Según lo que diga, ya no habrá lugar para la duda —dijo Paolo Contarini—. O bien os iréis libre con vuestros amigos y ampliamente compensado, o bien os reuniréis con ellos en la prisión…, pero para ser colgado o acabar en la hoguera.

En ese momento, una pequeña puerta se abrió al fondo de la estancia, tras la espalda del gobernador. Un soldado entró. Lo seguía una mujer. Giovanni se estremeció. Sus ojos se clavaron en la endeble figura que había entrado en la sala de audiencias. La reconoció sin ningún asomo de duda y su corazón dejó de latir.

88

G
iovanni tenía las manos atadas y encadenadas a una anilla sujeta a la pared del calabozo. Un débil rayo de luz penetraba por una estrecha tronera. Todo se había venido abajo cuando Juliana, la sirvienta de Elena, que lo había visto muchas veces en Venecia, lo había identificado sin una sombra de duda como Giovanni da Scola, el antiguo amante de su señora, condenado tiempo atrás a galeras. El gobernador lo había hecho encerrar inmediatamente en una torre del palacio. Unos días más tarde, se había encontrado ante unos jueces que aplicaron al pie de la letra la ley veneciana para los casos de galeotes evadidos: la condena a muerte. Solo tuvo que elegir entre el ahorcamiento y la hoguera. Optó por la hoguera.

Desde hacía casi una semana, se pudría en aquel calabozo en espera de su ejecución, fijada para el octavo día después del proceso. Dos días más tarde, dejaría este mundo para siempre. Cuando fue pronunciada la sentencia, Giovanni no se había rebelado. Ni siquiera había llorado. Desde el momento en que fue reconocido, sabía lo que le esperaba y, consciente de que esta vez nada podría salvarlo, había aceptado su suerte. En cambio, rezaba día y noche para que su esposa y su suegro fueran liberados. En ningún momento había revelado a sus jueces la verdadera naturaleza de los vínculos que lo unían a Eleazar y a Esther, convencido de que eso les supondría una condena segura. Los supervivientes del pogrom serían juzgados unos días después de su ejecución. El embarazo de Esther estaba a punto de llegar a su término. Giovanni se preguntaba cuándo nacería su hijo. ¡Cómo le habría gustado besarlo, aunque solo fuese una vez! Sus pensamientos lo llevaban también hacia Elena. Había sabido por su padre que la joven estaba en Chipre con su hija. Pero Paolo Contarini se había negado en todo momento a que viera a Giovanni, y tampoco fue autorizada a asistir al proceso, que tuvo lugar a puerta cerrada. ¡Le habría gustado tanto volver a verla! Pensaba que las dos mujeres que se habían adueñado de su corazón estaban allí, muy cerca la una de la otra, como reunidas por el destino, mientras que su propio destino lo condenaba ahora a dejar esta vida cuando finalmente había aprendido a amarla.

Su corazón estaba a la vez abrumado de tristeza y extrañamente sereno. Un ruido de cerradura lo sacó de sus pensamientos. Se fijó en el hilo de luz anaranjada que declinaba. «Pronto va a ponerse el sol. Es mi carcelero, que me trae la cena», pensó. La pesada puerta, situada en el techo de su celda, se abrió para cerrarse casi de inmediato. Una escalera de una decena de peldaños conducía al cubículo donde estaba encadenado. A Giovanni le sorprendió no oír el paso pesado de su carcelero. Levantó la cabeza y vio la parte inferior de una capa de mujer.

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