Soñó y en el sueño se vio sentado en la hierba de una huerta, en el Delta, bajo el peso de plomo de un sol en su cenit; pero no había en eso incomodidad, sino una sensación de tremendo bienestar. «Bien", pensó en su sueño, cerrando los ojos y volviendo la cara hacia arriba. "Esto es un presagio de grandes placeres venideros.» A su alrededor, los árboles estaban cargados de frutas maduras. De vez en cuando se oía el golpe blando de una manzana al caer a tierra. Durante un rato permaneció así, sumergido en el placer, sin preguntarse (pues se trataba de un sueño) por qué era tan potente el perfume de las flores en temporada de cosecha.
Luego adquirió conciencia de otra cosa. Su pene empezaba a agitarse henchido bajo la sencilla faldilla de hilo y alcanzaba al final toda su dureza. «Otro buen presagio", se dijo alegremente el yo del sueño, abriendo los ojos. "Mis posesiones se multiplicarán." A través del fuerte resplandor creyó ver un destello de movimiento en la sombra, allí donde se erguían los árboles, polvorientos e inmóviles. Un lienzo blanco, la sospecha de una pierna morena con el pie en punta, una mano que se deslizaba alrededor de un tronco y unos dedos largos y gráciles que acariciaban la corteza. "Estoy tan duro como esa madera", susurró, "y lleno de savia, lleno de savia…». Se sentía mareado por el placer y el nerviosismo de la erección; sus ojos seguían a aquellos dedos que acariciaban, presionaban, exploraban… Despertó con las rodillas recogidas y las dos manos rodeando el pene. Exudaba sudor por todas partes, y las sábanas yacían en el suelo en un montón arrugado.
Aturdido, con un desagradable vuelco en la cabeza, se levantó tambaleándose. «Maldito vino», pensó, tomando un puñado de tela para ceñírselo a la cintura. Avanzó a tientas hasta la puerta y salió al pasillo. No tenía ni idea de la hora que era, pero parecía muy tarde. En la casa reinaba el silencio. Tropezando ligeramente, llegó a las habitaciones de Nubnofret y pasó por encima del cuerpo de su guardia, que roncaba. Wernuro también dormía profundamente sobre su esterilla, con las piernas abiertas, junto a la puerta. Khaemuast la esquivó y fue directamente al dormitorio de su esposa.
También ella roncaba suavemente, con la túnica de dormir abierta hasta la cintura y las sábanas arrugadas a la altura de las rodillas. «Ésta no es Nubnofret", se dijo vagamente, al inclinarse hacia ella. No es mi pulcra esposa, sino Nubnofret, mi esposa ebria.» Las palabras aumentaron la urgencia sexual que le había empujado hasta allí. Se acostó torpemente en el diván, junto a ella, y apartó el fino lienzo de su túnica para cerrar los labios sobre su pezón. Se endureció de inmediato y ella gimió y empujó contra su boca. Descruzó las piernas y abrió los muslos.
—¿Khaemuast? —murmuró.
—Si —susurró él—. ¿Estás despierta? ¿Quieres recibirme, Nubnofret?
Ella le cogió la mano a modo de respuesta y se la puso entre las piernas, levantando la cabeza a la vez para aceptar su beso. Su cuerpo olía al denso perfume que prefería y su carne era cálida y flexible. Le hizo el amor en el aturdimiento de su sueño y su necesidad hasta que la oyó gritar al alcanzar su propio clímax, momentos antes de estallar él en el suyo propio. Se dejó caer sobre ella, estremecido y húmedo. Pero ella seguía gritando.
—¿Nubnofret? —gruñó, desorientado.
—Es Sheritra —dijo ella, apartándole con brusquedad.
Y se deslizó por debajo de su cuerpo, buscando al mismo tiempo su túnica. Khaemuast, mareado, luchó por atarse una vez más la sábana a la cintura y los dos salieron apresuradamente al corredor.
Wernuro y el guarda habían despertado. La mujer se esforzaba, soñolienta, por encender una lámpara. Nubnofret los rozó al pasar rápidamente junto a ellos. Khaemuast tenía los ojos fijos en su cabello rojizo y revuelto, que le caía sobre la espalda, y en el rápido pisar de sus pies descalzos bajo la túnica blanca y flotante. «Pies descalzos", pensó, súbitamente confuso. "Pies descalzos, sol, manzanar. Mi sueño.» Como si recibiera un mazazo, supo entonces que la mujer que acechaba tras el árbol cargado de fruta de su sueño era la misma que él y Sheritra habían perseguido por la tarde.
Y que acababa de anular por completo el hechizo protector de la mañana al hacer el amor con Nubnofret. «¿Cómo ha ocurrido esto?", se preguntó, horrorizado. "¡Justamente a mí! Semejante falta de autocontrol es imperdonable. Estoy desprotegido, todos estamos indefensos. »
Nubnofret giró hacia las habitaciones de Sheritra en el momento en que Bakmut salía de ellas. La sirvienta les hizo una reverencia.
—¿Qué pasa? —preguntó su ama, ásperamente.
—Una pesadilla, creo —respondió la muchacha—. Voy en busca de un poco de vino para calmar a la princesa. Ya está completamente despierta.
Sin esperar, Khaemuast pasó junto a las dos mujeres para acercarse al diván de Sheritra. Su hija estaba incorporada en él, muy pálida, y se abrazaba las rodillas con su gesto característico. Al verle, le tendió los brazos y él se dejó caer en el diván, para dejarle esconder la cara en su hombro.
—¿Qué pasa, Pequeño Sol? —preguntó, consoladoramente—. Todo está bien. Estoy aquí.
—En realidad, no lo sé —replicó Sheritra, con voz trémula, aunque intentando dominarla—. Nunca tengo pesadillas, padre, como bien sabes. Pero esta noche, hace un momento… —Se estremeció y levantó la cabeza—. Era algo horrible. Ni persona ni animal: un sentimiento, algo que crecía detrás de mí, sin ojos ni oídos, pero observándome como una presa, algo malévolo y dispuesto a devorarme.
Nubnofret también se había sentado y cogía la mano a su hija.
—Bakmut vendrá en un momento con el vino —dijo, reconfortándola—. Beberás un poco y volverás a dormir. Ha sido sólo un sueño, querida. Ya ves, tu padre y yo estamos aquí. Estás rodeada de todas tus cosas, sana y salva. ¿Oyes ese búho que anda de cacería? Estás en casa, en tu propia cama, y todo está bien.
Mientras le hablaba, acariciaba su mano pálida, sonriéndoles a los dos. Khaemuast se sintió invadido de ternura hacia ella y le rodeó los hombros con el brazo libre.
—Siento haberos afligido —dijo Sheritra—. Hoy me porté mal, madre, y éste puede ser el castigo de mi conciencia.
Por esta vez, Nubnofret no se aprovechó del momento.
—No lo creo —dijo—. Aquí está Bakmut, bebe el vino. Nos quedaremos contigo hasta que vuelvas a conciliar el sueño.
Las feas facciones de Sheritra se relajaron. Tomó la taza para beber el vino á grandes tragos y luego se hundió en la almohada.
—Cuéntame un cuento, papá —pidió, soñolienta.
Khaemuast comenzó a hacerlo, después de lanzar una mirada divertida a su esposa. Pero apenas pronunció unas pocas frases cuando la respiración de Sheritra se tomó regular y sus ojos se inmovilizaron bajo sus párpados exangues. Salió al corredor con Nubnofret, dejando que Bakmut cerrara la puerta tras ellos.
—Solíamos hacer esto cuando los niños eran muy pequeños —recordó ella, mientras caminaban por el pasillo—. Sheritra estaba tan asustada que casi he vuelto a sentirme joven.
Le sonrió con melancolía, entre una maraña de cabello en desorden.
—¿Te sientes vieja, Nubnofret? —preguntó él, sobresaltado—. Pero si nunca…
—¿Nunca hablo de mis años? —completó ella—. Eso no significa que no los sienta, Khaemuast. No soy, en realidad, el ama friamente organizada de una casa real, lo sabes bien.
Khaemuast buscó en su cara un gesto de acusación, pero no lo halló. Sólo encontró una mirada vacilante, como la de una jovencita que deseara un beso pero temiera tomar la iniciativa. Aún había amor en sus ojos, hinchados por el sueño.
—¿Te quedarás conmigo esta noche? —suplicó—. Hace mucho tiempo que no siento el calor de tu cuerpo junto al mío.
Él buscó una vez más la recriminación, sin hallarla.
—A mi también me gustaría —aseguró, pensando para sus adentros: «El encantamiento ya está destruido. ¿Qué podría haber de malo?». Sin embargo, mientras yacía de lado bajo las sábanas de su esposa, con el cuerpo de ella ceñido al suyo, vio otra vez a la mujer de la calle. Y, de pronto, la casa oscura, a su alrededor y por encima de él pareció estar colmada de presagios como los que Sheritra había tenido en su pesadilla. Se quedó dormido con una plegaria en los labios.
A la mañana siguiente, le dolía fuertemente la cabeza y sentía una enorme fatiga. Tanto él como el resto de la familia, en completo silencio y tranquilos, se reunieron brevemente en el fresco salón de recepciones antes de separarse para cumplir las tareas de la jornada.
—Iré a revisar esos planos para las sepulturas de Apis que he descuidado tanto tiempo —dijo Khaemuast—; y luego pasaré un rato en el templo de Ptah.
La respuesta de Nubnofret fue enarcar las cejas. Le besó en el cuello y se fue. Khaemuast notó, divertido, que Sheritra la seguía con aire responsable.
—Y yo pasaré el día en la tumba —anunció Hori—. Pero esta noche estoy invitado a una fiesta en el distrito de los extranjeros. Nos veremos a la hora de cenar, padre.
Siguió con la vista el paso fácil y las piernas de músculos perfectos de su hijo y se volvió con un suspiro. ¿Cómo era ser joven y apuesto, rico y codiciado? Sin duda el horóscopo de Hori, día tras día, tenía todos los tercios llenos de suerte, mientras que el suyo se tornaba cada vez más ambiguo.
Cuando llegó a su despacho, Penbuy depositó frente a él en el escritorio una carga de correspondencia oficial y se sentó en el suelo, dispuesto a escribir lo que se le dictara. Khaemuast lanzó una mirada melancólica al primaveral rayo de sol que se volcaba en el suelo desde las altas ventanas y abrió la primera carta con un gesto rebelde. «Después de que haya presentado a Ptah una ofrenda especial, suplicándole que brinde su benéfica protección a esta casa, daré un paseo por el río", se prometió. "Pensaré sólo en el viento contra mi piel y en los pájaros de los matorrales.»
Una vez atendida la correspondencia hizo venir a su arquitecto, con quien pasó un par de horas revisando los planos para los toros de Apis. El trabajo del arquitecto había sido muy satisfactorio y Khaemuast dio órdenes de iniciar las excavaciones antes de retirarse a sus habitaciones para tomar un ligero almuerzo, lavarse con cuidado y cambiarse de ropa. Después, en compañía de Amek e Ib, subió a su barcaza y se dejó llevar a remo por el breve trayecto hasta el canal por el que descendía el bote sagrado de Ptah desde su templo, durante las festividades.
Dejó la barcaza en ese punto y Khaemuast caminó por el canal, bajo los sagrados sicomoros de Ptah, hasta los peldaños del embarcadero del dios. Allí continuó por el ardiente pavimento de granito, pasó por los dos grandes pilones y llegó al patio exterior, seguido por su pequeño cortejo de sirvientes.
El patio estaba reconfortantemente lleno de fieles. El incienso se elevaba por encima de las columnas del patio interior, en una nube apenas visible, y desde allí se oía el murmullo de los cantantes y el repiqueteo de sus sistros. Khaemuast se quitó las sandalias y se las entregó a Ib. Llevaba su collar favorito, de turquesas y con un Ojo de Horus contrapuesto, como ofrenda para cl dios a quien dedicaba todo su tiempo durante tres meses de cada año. Con la joya apoyada contra su pecho desnudo, caminó hacia el patio interior cuidando de no empujar a los plebeyos que oraban de pie, con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Amek e Ib se habían retirado a la sombra del muro.
Khaemuast cruzó al patio interior, donde sólo estaban los sacerdotes y los músicos. La adoración a Ptah se prolongaba durante todo el día, desde que se abría el santuario para alimentar y vestir al dios, al amanecer, hasta que caía el sol. A esa hora se cerraba bajo llave el pequeño y oscuro secreto de su hogar. Khaemuast se detuvo un momento, atrapado por el rito de los cánticos y las alabanzas de los bailarines, hasta que halló espacio e inició sus prosternaciones.
Tanto el patio interior como el exterior carecían de techo por lo que el sol caía a plomo sobre Khaemuast, que se incorporaba y se tendía boca abajo sobre el suelo arenoso sucesivamente. Rezó primero las palabras tradicionales, ensalzando al sonriente dios que había creado todas las cosas; luego se puso de pie y suplicó a Ptah que recordara que él, Khaemuast, era un honrado y fiel servidor que por su propia estupidez necesitaba la vigilancia del dios sobre su casa. Oró largamente y con concentración, pero no se sintió reconfortado. Por el contrario, poco a poco empezó a sentir que había cometido un error, que debía haber rezado en otro sitio, aunque el dios aceptara su presente. «Es a Thot a quien sirves en las empresas más caras a tu corazón", le llegó al pensamiento. "Es a Thot a quien has ofendido con tus ansias de más y más conocimientos, pues sólo los dioses pueden poseer el poder. ¿Temes descubrir tu alma de este modo ante Thot, tal como lo haces ante Ptah? Porque Thot es más comprensivo, pero menos dado a perdonar. Sus servidores son los únicos que conocen el éxtasis yel terror de su sabiduría.»
Acabó por capitular. Se aproximó al santuario cerrado, entregó ceremoniosamente su regalo al sacerdote de turno y volvió a abrirse paso hacia las grandes puertas que daban al patio exterior, por entre los danzarines que se mecían y cantaban. Estaba a punto de atravesar la parte de sombras que arrojaba la puerta cuando la vio.
Había estado de pie tras un grupo de rogantes peticionarios y en ese momento se volvía hacia los pilones. Khaemuast captó fugazmente su cara: segura de sí y reservada, con la nariz recta y unos grandes ojos negros pintados de kohol bajo un flequillo reluciente. Luego ella le volvió la espalda y se alejó, con ese paso indolente, pero decidido. Llevaba un vestido amarillo, del mismo estilo anticuado y ceñido que acentuaba todas sus curvas, pero sobre él flotaba un manto transparente ribeteado de oro que le llegaba a los tobillos.
Khaemuast lo vio flotar tras sus sandalias. Un momento después, echó a correr tras ella. La muchedumbre se había vuelto más densa y tuvo la sensación de que todos los que paseaban bajo el aire sofocante habían decidido, súbitamente, interponerse entre él y su presa con un malicioso propósito.
—¡Fuera de mi camino!
Avanzaba a codazos y empujones, sin diferenciar entre quienes rezaban y quienes se limitaban a contemplar, maravillados, el imponente edificio de Ptah.
—¡Fuera de mi camino!
Se alzó un murmullo indignado. Los guardias del templo, que se apostaban a intervalos en torno a los muros, empezaron a adelantarse.