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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (18 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—¿No la veis? —gritó Khaemuast a Ib y a Amek, que se acercaban corriendo hacia el punto de disturbio—. Tú, Amek, la viste ayer. ¡Corre tras ella, corre!

Los guardias, que le habían reconocido, se detuvieron sin decidirse y Khaemuast atravesó corriendo los pilones para salir al amplio patio que daba a los escalones del embarcadero. Miró arriba y abajo, pero no había señales de ella. Corrió hasta el borde del patio y miró por toda la parte sur, el espacio estaba desierto. También el lado norte. El canal se ondulaba tranquilamente, azul y sereno en el calor tórrido de la tarde, rodeado de árboles. Con una ira que rara vez experimentaba, Khaemuast comprendió que su presa, ignorante de la conmoción provocada, se había perdido caminando a la sombra de los árboles, rumbo a… ¿Adónde, adónde? Ib y Amek le alcanzaron, jadeando desconcertados. Khaemuast se aferró ceñudamente a su mal genio, aun sabiendo que no era culpa de ellos.

—¿La has visto? —preguntó a Amek.

El sirviente le miró como si le creyera loco.

—Si, Alteza —respondió—. Pero no nos ha sido posible alcanzarla. Tú estabas más cerca de ella que nosotros.

—Está bien. —Khaemuast cerró los ojos con una mueca de dolor—. Está bien. Quiero que vayas a casa y reúnas a todos los soldados de los que puedas prescindir. Vistelos de paisanos, descríbeles a esa mujer y diles que revisen toda Menfis en su busca, pero con discreción. Nadie de la familia debe enterarse de esto, ¿entendido?

Ellos asintieron, aún confusos. A él no le importaba. Fuera como fuese, estaba decidido a tener frente a si a la criatura que había invadido sus sueños. «Es como si alguien hubiera echado un filtro en mi vino", se dijo, "o como si hubieran conjurado un hechizo compulsivo sobre mi sin que yo lo supiera. Me siento drogado con ella; cada aparición se traduce inmediatamente en una sed de más, como el jugo de amapolas para quienes sufren. ¿Acaso algún compañero mago está probando sus fuerzas contra mi para hacerme una broma?».

Sus sirvientes le miraban, indecisos. Él les volvió la espalda para caminar a lo largo del canal, casi corriendo, inspeccionando con la vista las acogedoras sombras de los árboles y la hierba cortada a su derecha. Pero sabía que ella no estaba allí. Su barcaza se mecía aún apaciblemente, allí donde el canal se encontraba con el Nilo. Su capitán conversaba con el timonel de cuclillas junto a la rampa. Los dos se levantaron y le hicieron una reverencia al verle llegar.

Él agradeció apenas el gesto y se embarcó apresuradamente.

—¡A casa! —ordenó—. ¡Rápido!

Ellos obedecieron de inmediato. En el breve trayecto que había hasta su embarcadero, permaneció sentado en la cabina pequeña y sin aire, tenso, intentando dominar la febril impaciencia que se había apoderado de él. Ya no recordaba su proyecto de pasar el resto de la tarde en el río. Sólo deseaba pasar el rato como pudiera hasta que comenzaran a llegar sus sirvientes, trayéndole noticias.

Al desembarcar fue directamente a su despacho. Allí estaba Penbuy, con uno de sus aprendices, pasando a limpio las anotaciones que habían tomado en la tumba. Khaemuast les pidió que fuesen a trabajar a otra parte. Penbuy le miró con curiosidad, pero obedeció, por supuesto, y la puerta se cerró discretamente tras él. Khaemuast empezó a pasearse por la habitación grande y silenciosa. Tenía diez o doce cosas que hacer y sabia que en ellas encontraría una curativa distracción, pero por una vez carecía de la facultad para decidir lo más adecuado. «No dudo de que la hallaré, tarde o temprano", pensó, mientras seguía recorriendo la habitación con los brazos cruzados. "Si es necesario, recurriré a la policía de Menfis. Y tampoco dudo de que, cuando la encuentre, ella acabará por desilusionarme. Siempre ocurre lo mismo con los sueños que se convierten en realidad. Es posible que sea muy simple: una plebeya inculta y sin inteligencia, tosca y gritona, o una zorra malcriada, proveniente de una familia más o menos noble: una mujer con pretensiones sociales, estridente y de mal gusto.»

Se paseó hasta cansarse y entonces abandonó el despacho para salir al jardín. Se tendió a la sombra en una esterilla de lino, con un almohadón bajo la cabeza, y trató de adormecerse. En alguna parte, cerca del embarcadero, su jardinero hablaba con el aprendiz mientras atendía los arbustos que bordeaban el camino. Los monos, a poca distancia de él, resoplaban y balbuceaban con desgana en aquella prolongada quietud previa al crepúsculo que parecía no tener fin. Los pájaros se sumergían en la fuente y volvían a salir, refrescados, sacudiendo las alas entre delirantes gorgeos.

Al cabo de un rato, Khaemuast oyó que alguien se aproximaba y se incorporó inmediatamente poniendo en alerta todos los sentidos, pero era sólo Sheritra. La muchacha se dejó caer a su lado, con la piel salpicada de agua y la larga cabellera enroscada en una cola sobre los hombros. Bakmut, que la había seguido, permanecía a cierta distancia.

—Mi madre me ha encomendado esta mañana tantas tareas como se le ha ocurrido —explicó Sheritra, ocupada en escurrir el agua de su cabellera—, pero al fin tuvo que dejarme salir, de modo que me fui a nadar. Decididamente, la primavera ha terminado, 6verdad, padre? Los días comienzan a resultar incómodos y por doquier se ve la siembra brotada. ¿Qué haces aquí fuera?

Khaemuast se incorporó sobre un codo y observó el agua correr en finos hilillos por el cuello de su hija, hasta su diminuto seno. No pensaba decirlo, pero lo hizo:

—He visto otra vez a esa mujer, en el templo de Ptah.

Sheritra no necesitaba preguntar a qué mujer se refería. Sus diestros dedos continuaron deslizándose por el cabello mojado.

—¿Hablaste con ella?

—No. —Khaemuast empezó a arrancar descuidadamente unas briznas de hierba—. Cuando reparé en ella, salía ya del patio exterior. Yo iba acompañado por Amek e Ib, pero ninguno pudo alcanzarla. He mandado buscarla y aguardo las noticias.

Sheritra llamó a Bakmut, que se adelantó con un peine. Cuando la niña lo cogió, la sirvienta volvió a retirarse hasta donde no pudiera oírla conversación. Sheritra comenzó a peinar sus gruesas guedejas. Algunos cabellos se habían secado ya y el viento los rizaba alrededor de su cara. Sin apartar la vista de los pájaros que se bañaban, preguntó:

—¿Por qué estás tan empeñado en buscarla?

Khaemuast creyó sentir un leve movimiento en el dorso de la mano y bajó la vista. No había nada allí, pero el recuerdo de la pequeña bailarina afectada de sarpullido volvió a su mente, sin que nadie lo convocara, junto a la súbita impresión de su boca sobre su piel, en una señal de gratitud.

—No lo sé —confesó—. Es la verdad, Sheritra. Sólo sé que necesito mirarla a los ojos y oir su voz para recuperar la paz.

Sheritra asintió con aire sabio y se dedicó a enjugar con la mano las gotas de agua que se iban secando sobre su pierna.

—Espero que te desilusione —dijo, inesperadamente. Su padre vio que el rubor florecía en su cuello y otorgaba un color rojizo a sus mejillas morenas.

—¿Por qué? —preguntó, aunque lo sabia y se maravillaba de la percepción de la muchacha.

—Porque si no te desilusiona, si se parece a la imagen que tienes de ella, el interés que despierta en ti irá en aumento.

A Khaemuast le intrigó la intensidad de su tono.

—Aunque así fuera —objetó—, ¿qué tendría ello de malo? Hay muchos hombres que tienen concubinas y familias muy felices. ¿Qué amenaza presientes, Pequeño Sol?

Ella no respondió con una actitud infantil a aquel intento de halagaría con el significado de su nombre, a aquel énfasis deliberadamente provocativo. Se volvió de pronto para mirarle a los ojos y, aunque estaba intensamente ruborizada, dijo:

—Tú no eres un hombre emotivo, querido padre. Eres siempre sereno, siempre justo, siempre bondadoso. No te imagino enamorado de otra mujer que no sea mamá, aunque de vez en cuando adquieras alguna concubina. —Después bajó la vista—. Lo haces sólo por gozar de alguna variedad, no para ser desleal a mi madre, en tu corazón. Esta mujer… —Tragó saliva y se obligó a continuar—: Esta mujer llena ya todos tus pensamientos. Me doy cuenta de ello y no me gusta.

Él sintió deseos de reír ante aquella descripción de él y aquel modo de apreciar la situación. Todas las niñas veían en sus padres a dioses benévolos, alrededor de los cuales giraba la familia en la justicia de Maát, y les consideraban seres llenos de pureza y sobrecogedora sabiduría. En la imagen que Sheritra tenía de él había algo de aquella actitud. Pero lo que temía era otra cosa, algo que una mujer madura habría podido percibir: la amenaza de una abrumadora tormenta de arena que podía barrer toda la justicia y la bondad, liberando el deseo de abandono que percibía en su interior, acechante. «¿Existe en mi esa temeridad sin que yo mismo lo sepa?", se preguntó mientras sonreía a su hija con gentileza. No tenía respuestas, tampoco sabía lo que era "estar enamorado».

—Ella es un misterio, a eso se reduce todo —replicó al cabo de un momento—. Como los pergaminos de las tumbas o las inscripciones que deben ser descifradas. Una vez que la haya descifrado y me desencante de ella, como suele ocurrir con tantas inscripciones antiguas, me sentiré en paz. Ya ves, Sheritra, no hay por qué inquietarse.

Ella le sonrió, había desaparecido su solemnidad.

—No lo había pensado de ese modo —reconoció—. Bueno. En ese caso, padre, goza de tu aventura y cuéntame cómo se desarrolla. Debo confesar que yo también estoy algo intrigada. —Recogió su peine y se levantó, envuelta en su toalla—. Una serpiente nueva ha tomado la costumbre de filtrarse por la puerta trasera —prosiguió— y estoy tratando de hacer que se sienta a gusto. La nuestra está enroscada en un fresco rincón del salón de recepciones, pero debo conseguir que la otra salga de su escondrijo, sin duda debajo de alguna piedra del jardín. Muchas serpientes domésticas traen buena suerte, ¿verdad?

Él asintió. La siguió con la vista mientras cruzaba el jardín, con las piernas flacas como las de una cigueña y los hombros encorvados. Bakmut la siguió y el jardín volvió a quedar desierto.

Khaemuast se levantó y hundió la cabeza en la fresca agua de la fuente. Luego dio una vuelta a la casa, saludando a los sirvientes con quienes se cruzaba, pero no se vió con ánimos de hacer su tardía excursión por el río ni de volver a sus habitaciones. Se sentó en la esterilla, aturdido, la cabeza le zumbaba por la necesidad de dormir y se sentía asustado de si mismo.

Por fin, cuando el sol se ponía en el oeste y la luz del jardín empezaba a suavizarse, Ib se acercó a él, sucio y cansado. Le hizo una somera reverencia, con la boca rodeada de polvo gris y la nariz manchada de la arena que se le adhería al sudor. Khaemuast le ordenó sentarse. Ib se dejó caer en la hierba, agradecido.

—Que Nubnofret no te vea en ese estado —recomendó su amo—. ¿Qué noticias traes?

El sirviente sacudió la cabeza y el corazón de Khaemuast dio un vuelco.

—Muy pocas, príncipe —admitió el mayordomo—. Treinta hombres hemos revisado durante toda la tarde las calles y lugares públicos de la ciudad. Mucha gente ha visto a esa mujer, pero nadie ha cruzado una palabra con ella. —Se quitó la arrugada faldilla y se frotó la cara con ella—. Y nadie tiene idea de dónde vive.

Khaemuast caviló un momento y al fin dijo:

—Gracias, Ib. Tómate el tiempo que necesites para lavarte. Luego organizarás a los treinta hombres en grupos de cinco. Distribúyelos en turnos de cuatro horas cada uno, alternados. Mañana empezarán a buscar otra vez. Tarde o temprano, alguno de ellos la verá o averiguará algo.

Al percibir la desaprobación de Ib, le envió nuevamente a casa, pero él continuó sentado allí. «He malgastado un día casi entero", pensó, horrorizado. "Me he quedado aquí sentado como un demente. ¿Qué otra respuesta esperaba de Ib? ¿Algo así como Sí, príncipe, la hemos hallado y te espera en el salón de recepciones?»

Khaemuast se levantó y marchó tras Ib con paso silencioso. El mayordomo no estaba a la vista. Entonces, llamó a Kasa y se dirigió a la casa de baños, donde pasó media hora siendo frotado por el sirviente, sintiendo con delicia cómo le refrescaba con agua de loto. Por fin, vestido ya con ropa limpia, fue al encuentro de su esposa.

La encontré en sus habitaciones con la cosmetóloga, que estaba renovando su maquillaje tras la siesta. Se mostró muy complacida al verle entrar, como si eso no la sorprendiera, y se dio la vuelta en su banqueta. El kohol brillaba en sus ojos magníficos y los párpados habían sido cubiertos de pintura verde y los labios, de alheña fresca. Lucía un manto suelto, abierto en la parte delantera y recogido sobre las rodillas. Por primera vez desde hacía años, sus generosas curvas llamaron la atención de Khaemuast.

—¡Qué ocasión tan extraña para que vengas a buscarme! —exclamó ella, sonriente—. ¿Ocurre algo, Khaemuast?

Él se sentó en el borde del desordenado diván.

—Nada en absoluto —dijo—. ¿Estás ocupada, Nubnofret? ¿No te gustaría dar una vuelta en la barcaza antes de cenar? Podríamos ir hasta Perunefer, sentados en la cubierta, contemplar la puesta de sol y jugar un poco al sennet.

—En realidad, no debería ir —reconoció ella, vacilando—. En uno de los graneros del patio trasero han entrado ratones y han destrozado el cereal, vamos a estar escasos de pan. Y va a venir nuestro capataz para llevar un pedido de cereales al granero grande. También debo supervisar la distribución de estiércol de gacela para ahuyentar a los ratones.

Khaemuast notó que se excusaba con pena.

—¿Para qué tenemos un mayordomo de cocina? —objetó—. Deja que se encargue él del asunto. Los has adiestrado bien a todos; Nubnofret, acompáñame.

Ella reflexionó un momento y luego aceptó.

—Tienes razón. Dame un momento para vestirme, querido, y me reuniré contigo en el embarcadero.

En realidad, Khaemuast no deseaba navegar con ella. Lo que quería era buscar un sitio íntimo y aislado para permanecer allí hasta que Ib viniera a decirle que habían hallado a la mujer. Pero conocía la peligrosa irracionalidad de aquel deseo y lo combatió con decisión. El río se ponía muy hermoso cuando Ré descendía a la boca de Nut, Nubnofret se sentiría feliz. La idea de hacer feliz a Nubnofret le produjo una devoradora sensación de culpa. La saludó con una sonrisa y abandonó apresuradamente sus habitaciones.

Durante las semanas siguientes, Khaemuast se dedicó a sus tareas con ceñuda y férrea determinación, mientras sus servidores seguían recorriendo las calles de Menfis. El príncipe se obligó a inspeccionar las excavaciones para las sepulturas de Apis apenas comenzadas en el desierto, y cuidó el dragado de varios canales en su finca. No había noticias de las espinosas negociaciones matrimoniales entre el faraón y los khatti, lo cual era un alivio. Lo último que Khaemuast deseaba era verse obligado a acudir a una llamada de su padre, cuando toda su atención se concentraba en los informes que sus soldados le presentaban todas las noches.

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