—Será un honor, príncipe —replicó Ptah-Seankh, con una débil sonrisa—. Te agradezco tanto tacto y discreción, pero antes de partir necesito saberlo todo sobre esa persona.
Khaemuast se echó a reír. La respuesta del joven era dolorosa, pero cerraba curiosamente las heridas.
—¡No se puede dudar de que eres hijo de Penbuy! —exclamó—. Dices lo que piensas y, con toda seguridad, polemizarás conmigo sobre muchos asuntos en nuestro trabajo. Muy bien, ve a ocuparte del bienestar de tu madre antes de partir. Ello me dará tiempo para explicarte exactamente qué debes hacer y redactar cartas de presentación para ti a los dignatarios de Coptos. Toma.
Recogió una hoja de papiro que ya había dictado y, acercando un poco de lacre a la vela que se mantenía encendida para aquellos fines, dejó caer algunas gotas en el rollo y aplicó su anillo de sello. Luego lo entregó a Ptah-Seanldi.
—Ahora estás oficialmente a mi servicio —dijo—. Comunica a Ib, mi mayordomo, cualquier cosa que necesites, y ve a tu casa, Ptah-Seankh. Vive por hoy tu duelo en paz.
El muchacho tragó saliva. Se levantó con torpeza y, después de hacer una reverencia, salió deprisa, no sin que Khaemuast percibiera el brillo de las lágrimas en sus ojos.
Ya no había otros motivos para permanecer en la casa. Khaemuast pidió una litera y, acompañado por Ib y Amek, abordó su esquife para cubrir la breve distancia que había hasta la casa de Tbubui. No veía a Sisenet desde el día en que perdió vergonzosamente el dominio de si mismo, ante la traducción del manuscrito y temía tener que razonar con aquel hombre, que tanta seguridad en si mismo poseía. Pero no vio señales de Sisenet ni de su sobrino cuando los portadores de la litera avanzaron por el sendero, estrecho y serpenteante, que conducía a la casa.
Como de costumbre, parecía desierta. Su silencio era como una canción de cuna entonada para un niño alterado. Al descender y acercarse a la puerta abierta al vestíbulo, Khaemuast recordó, súbita y perturbadoramente, el hechizo que su niñera solía cantar en voz baja ante su diván, todas las noches, para impedir que el terrible demonio de la noche, La-del-rostro-vuelto-hacia-atrás, se filtrara en el cuarto y le robara el aliento. Medio aterrorizado, medio fascinado, él mantenía los ojos fijos en el tranquilizador rostro de la niñera, mientras ella se mecía al compás de las palabras; la oscuridad de la alcoba, sobrecogedoramente grande, parecía ondular y cambiar de forma ante sus ojos.
—Que fluya hacia fuera, la que viene en la oscuridad, la que entra furtivamente con la nariz detrás de ella, con la cara vuelta hacia atrás, y no logre lo que busca. ¿Has venido a besar a este niño? ¡No dejaré que le hagas daño! ¿Has venido para llevártelo? ¡No dejaré que le alejes de mí!
«Mi madre me amaba con tan fiera devoción como aquella vieja niñera", pensó, con sincero remordimiento. "Sus deberes de reina nunca le impidieron estar a mi lado si yo estaba enfermo o tenía miedo. Sin embargo, cuando ella me ha necesitado yo no he estado allí. En sus últimas horas, mi sitio junto a ella ha permanecido desierto. Le he fallado. He fallado también a mi padre, pues he abusado de la confianza que depositó en mi, encomendándome ser sus ojos y sus oídos en el gobierno. Las misivas oficiales se acumulan en mi escritorio como resaca del río, porque ya no me reconozco. El hombre que habría visto con horror la vergüenza de estas traiciones ha muerto, asesinado por el veneno de una mujer en las venas.»
Con una mueca, se dirigió al negro sirviente que había aparecido entre la agradable penumbra, que se fue después también en idéntico silencio. Un momento después, Tbubui cruzaba rápidamente los sencillos mosaicos blancos del suelo. Se acercó extendiendo los brazos, con una expresión solemne en su brillante rostro, y le cogió las manos, mirándole con intensidad.
—Querido Khaemuast —saludó—, anoche recibí un mensaje de Sheritra, pidiendo que le enviara a tu casa sus pertenencias y explicando por qué. Has sufrido una doble pérdida, lo lamento mucho.
Khaemuast se ablandó ante aquel interés y la atrajo hacia él. Estrechó contra su cuerpo aquella silueta esbelta y dura, apoyando el mentón sobre su suave coronilla. Notó que aquel día no llevaba perfume, lo que le llenaba la nariz era el olor cálido y sencillo de su pelo. Sintió que empezaba a relajarse, con una flojedad interna que le recordó su tensión anterior.
—Confieso que la muerte de mi madre me afecta menos que la pérdida de Penbuy —murmuró—. Todos sabíamos que estaba agonizando y que recibía de buen grado la perspectiva de morir. Pero Penbuy apenas había acabado de construir su tumba, en una margen de la necrópolis de Menfis. Estaba sumamente orgulloso de su decorado.
—No me extraña que tus sirvientes sientan tanta devoción por ti —replicó ella, con la voz sofocada contra su cuello—. Pasa, querido hermano. En mi cuarto hay vino y te haré masaje en los hombros con dulces óleos. Por el estado de tu espalda advierto lo afligido que estás.
Con sus palabras, él cobró inmediata conciencia del contacto de sus manos: una entre los omóplatos y la otra en la cintura, sobre el cinturón de su faldilla. Delirando, imaginó que descendían hacia abajo para coger su nalgas y apretarlas suavemente…
—¿Está en casa Sisenet? —preguntó, soñoliento.
Ella se apartó para sonreirle.
—No. Mi hermano y Harmin han ido al desierto a pasar tres días cazando en una tienda. Partieron al amanecer. Harmin se afligió mucho al saber que Sheritra no volvería durante el periodo de duelo por su abuela.
Y, cogiéndole de la mano, le condujo a la parte trasera del salón, hacia el ventoso corredor.
—Debemos ir todos a Tebas para los funerales —explicó Khaemuast, mirando el cegador cuadrado de ardiente luz que se abría en el extremo del pasillo, antes de que ella se hiciera a un lado para darle paso a su alcoba—. Por favor, Tbubui, ven con nosotros. Dentro de setenta días estarás viviendo en mi finca. Quiero que mi padre te conozca. Además, un viaje como éste será una buena ocasión para que tú y Nubnofret os conozcáis mejor. La investigación que Penbuy inició en Coptos estará terminada por entonces y podrás presentarte a Ramsés como esposa mía. Nuestro contrato no puede ser ratificado hasta después de los funerales, debido al periodo de luto, pero eso se puede hacer en Pi-Ramsés. ¿Vendrás?
Había cruzado hasta el dentro de la habitación, escasamente amueblada, y la observaba. Ella cerró la puerta y se volvió para mirarle. Khaemuast notó entonces que lucía un vestido de hilo blanco, ceñido y transparente, y que no llevaba sandalias ni joyas. Se preguntó si seria la misma túnica que vestía el día en que la vio por primera vez, pero un súbito deseo ahogó su pensamiento.
—Pero ¿cómo se completará la investigación en Coptos, ahora que Penbuy ha muerto? —preguntó Tbubui, con preocupación—. ¿Había avanzado mucho, Alteza? ¿Se retrasará nuestro casamiento debido a eso? —corrió hacia él con la ligereza de una niña—. ¡Oh, qué egoísta soy! No quiero esperar más de lo necesario para pertenecerte.
Aquellos anhelos le gratificaron.
—Ptah-Seankh, el hijo de Penbuy, partirá hacia Coptos dentro de pocos días para retomar la tarea de su padre. No dudo de que la completará antes de volver a Menfis con el cuerpo de su padre, pero no pienso esperar hasta entonces para traerte a casa, Tbubui. En la casa de las concubinas se te han preparado unas habitaciones y en este momento se está edificando ya un alojamiento sólo para ti en el lamentable y sucio caos que es la construcción en el extremo norte de la casa. Yo estoy de luto, por supuesto, pero tú puedes instalarte allí cuando quieras.
Los ojos de la mujer se iluminaron, pero luego frunció el ceño.
—No, Khaemuast —dijo—. No me arriesgaré; seria tentarte a cometer un sacrilegio, celebrando tan gozoso momento en tiempos de luto. Esperaré a que regreses de Tebas, pero esta misma semana pienso visitar a Nubnofret para asegurarle que comprendo muy bien el puesto de segunda esposa.
—¿No vendrás al sur con nosotros? —Khaemuast no soportaba imaginar una distancia de tantos kilómetros entre ellos, si se veía obligado a partir sin llevarla. Alargó los brazos y la estrechó rudamente contra si.
—No, no iré —replicó Tbubui, con firmeza—. No seria decoroso. Tenemos muchos años por delante, querido. ¿Qué son unas pocas semanas más? Ven, deja que escancie el vino.
Pero él no la soltó.
—No necesito vino —le susurró al oído—. Tampoco necesito masaje. El óleo del amor aflojará mis músculos, Tbubui. Pasemos la tarde arrugando ese diván que tu servidora ha hecho tan cuidadosamente.
Ella no respondió. Khaemuast la arrastró hacia las oscuras sábanas, quitándole ya los tirantes que le sujetaban el vestido, pegado al vientre y a los muslos por el sudor. Cuando bajó por las muñecas, ella levantó los brazos con un sonido estrangulado, a medias risa, a medias suspiro, y se inclinó hacia él, cubriéndose con los dedos los plenos pechos que habían quedado al descubierto.
Toda moderación se desvaneció. Khaemuast le apartó las manos y las puso entre sus propias piernas, bajo la faldilla, donde el pene tenía ya todo su tamaño. Mientras ella comenzaba a acariciarlo, él le cogió el pezón con la boca y cayeron juntos en el diván. Tbubui gemía suavemente, con los ojos cerrados, levantando el cuerpo hacia la lengua y el contacto del príncipe, y aquel sonido grave aumentó su necesidad aún más. «Un sueño", pensó, incoherentemente, en el momento en que la mujer cerraba la mano sobre él. »Una huerta… una mujer detrás de un árbol… ¿Me hacia señas?
Y yo desperté lleno de deseo, lleno de savia, tan doloroso, tan glorioso…
Levantó la cabeza para besarla, explorando su boca, que cedía. Luego se detuvo a mirar su cara.
—Te amo, Tbubui —susurró—. Eres mi hermana, mi enfermedad, el ansia de mi corazón, la fruta que anhela mi cuerpo. Te amo.
Ella murmuró alguna respuesta, pero en voz tan baja, con unos labios tan laxos de pasión, que Khaemuast no logró entender sus palabras. De pronto, sus ojos negros se abrieron y ella comenzó a sonreír.
—Hazme el amor, Poderoso Toro —dijo, en voz alta.
El título pertenecía a los faraones y no correspondía a Khaemuast utilizarlo, pero estaba cargado de sentido sexual, de virilidad y poder. Estuvo a punto de eyacular inmediatamente. De pronto, le resultó insoportable ver esa sonrisa perezosa y sabia en aquella cara exquisita debajo de él, encendida ahora por sus propias necesidades.
Con un juramento, la sujetó por las caderas y se arrojó sobre su vientre, penetrándola desde atrás con una inconsciente brutalidad. Ese acto desató en él un torrente de salvajismo. Lo completó como en una violación, pujando en ella una y otra vez y maldiciendo en voz alta a cada movimiento. Cuando recuperó la conciencia estaba tendido junto a Tbubui, jadeando. El sudor que chorreaba de su cuerpo manchaba la pureza de las sábanas, ahora arrugadas. Ella, incorporada sobre un codo, le sonreía aún, aunque de un modo vago y extrañado. Khaemuast no se disculpó.
—Volveré para hacerte el amor con frecuencia —dijo secamente, recordando que acababa de quebrar las prohibiciones del duelo—. ¿Te gustaría, Tbubui?
—Si —respondió ella.
Eso fue todo, pero la palabra actuó sobre él como una droga, haciéndole volver a desearla instantáneamente. No había dejado de desearla ni durante el momento de la liberación, el acto del amor no había saciado la fiebre ardorosa que consumía y quemaba todo lo demás en él. Era como si llevara meses bebiendo un afrodisíaco que le nublaba la mente y acentuaba su apetito por aquella mujer, hasta el punto de que poseerla no guardaba relación alguna con las clamorosas exigencias de su cuerpo. «Poderoso Toro", pensó, rozado por las llamas de su cabello negro que se pegaban al cuello de Tbubui en unos húmedos zarcillos. Un arroyuelo de sudor avanzaba poco a poco hacia la hendidura del seno y la boca estaba mordida, hinchada. "Poderoso Toro, Poderoso Toro… » Y un difuso presentimiento de su destino le alcanzó, haciéndole gemir en voz alta, con los ojos cerrados.
Ella no hablaba ni se movía. Por fin, él se levantó del diván y, tras atarse la faldilla a la cintura, la dejó.
Sheritra tardó mucho rato en hallar a su hermano. Buscó por toda la casa y los terrenos, sintiendo que su calor y su irritación aumentaban. Quería sentarse tranquilamente bajo un árbol y asimilar la desilusión que le habían producido las noticias, dejar que algún sirviente corriera tras él. Pero no quería dar a Hori la sensación de que le hacia llamar.
Por fin tuvo una idea. Ordenó a Bakmut que volviera a sus habitaciones y se encaminó hacia los peldaños del embarcadero. Rodeó el extremo norte de la casa, avanzando con cuidado entre los escombros de la construcción, que era una alarmante novedad para ella, hasta rodear una esquina. Estuvo a punto de tropezar con un montón de ladrillos secados al sol. El contorno de la ampliación estaba ya a la vista. El arquitecto de su padre, de pie bajo un dosel erigido en el medio de lo que antes había sido un espacioso y apacible jardín, inclinaba la cabeza hacia sus planos, extendidos en una mesa. Junto a él, Sheritra reconoció a varios maestros artesanos que esperaban sus órdenes.
Se detuvo, sacudida por una repentina sensación de odio hacia Tbubui. Protegiéndose del resplandor de sol con una mano, examinó aquel horrible desorden. Pero desechó aquel sentimiento con una melancólica sonrisa y meneó la cabeza. Los hombres amparados por el dosel percibieron su paso y levantaron la vista, haciéndole una reverencia. Ella no hizo caso de ellos. Pronto estuvo caminando por el sendero bordeado de arbustos en dirección al embarcadero.
Un momento antes de llegar allí se desvió hacia un lado, abriéndose paso por entre las ramitas tiesas, marchitas por el calor del verano, hasta adentrarse en los enredados matorrales, bajo los pequeños árboles del ribazo. Éstos dejaron sitio a los juncos y al terreno pantanoso, pero ella siguió andando un poco más, hasta perder de vista el embarcadero y el río. Había allí un claro donde ella y Hori solían agazaparse juntos para observar la llegada y la partida de los invitados, o para dejar transcurrir perezosamente la tarde, lejos de sus guardias y sus niñeras. Hacia años que ninguno de los dos buscaba aquel sitio, pero estaba segura de que la maleza no lo habría cubierto y de que allí encontraría a su hermano, abrazado a sus rodillas, con los ojos clavados en las partes del río que se veían por entre los juncos.
En efecto, mientras avanzaba trabajosamente divisó un destello blanco y enseguida después se dejó caer junto a su hermano. Estaba sentado en una esterilla, con una jarra de cerveza y una rebanada de pan negro con manteca a medio comer. Las hormigas empezaban ya a trabajar sobre el pan, pero era obvio que Hori no se había dado cuenta. Dirigió una mirada a Sheritra, que se sentó en cuclillas, esforzándose por disimular la fuerte impresión que le causaba su aspecto. Estaba demacrado y unos surcos de sombra violácea le enmarcaban los ojos. Tenía el pelo desaliñado y los lienzos sucios.