El papiro de Saqqara (43 page)

Read El papiro de Saqqara Online

Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
7.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mandaré a buscar en seguida al maestro albañil, padre —dijo—, pero te ruego que pienses en las sensatas palabras de Sisenet. Tiene razón. Ve a casa, duerme y piénsalo.

Khaemuast contempló el rostro desdichado y ojeroso de su hijo. De pronto, se abrazaron estrechamente y Hori escondió el rostro en el cuello de su padre.

—Te quiero, hijo —murmuró Khaemuast, al borde del llanto, en el limite del dominio de si mismo.

La voz sofocada de Hori replicó:

—Yo también te quiero, oh, padre mío.

Los portadores de literas estaban ocupando sus puestos. El príncipe se dejó caer, exhausto, en aquel refugio de intimidad y se recostó con un suspiro. Se sentía como si le hubieran quitado una gran carga del corazón y del cuerpo. «Después de todo", pensó, "no ha ocurrido nada en las semanas transcurridas desde que pronuncié el supuesto hechizo. Nadie ha muerto, nadie ha sufrido ninguna enfermedad horrible. Ninguna desgracia súbita ha caído sobre la familia. Reaccioné como un campesino estúpido e ignorante. »

Sisenet tenía razón y la idea le hizo sonreír. Antes de que le depositaran suavemente ante su puerta dormitaba ya, aliviado.

En los días siguientes, Khaemuast se avergonzó de su estallido ante Hori y Sisenet. Éste se había mostrado sereno y razonable al argumentar que el rollo sólo podía ser un invento. Al repasar cada palabra y cada tácita sugerencia de aquella inquietante tarde, el príncipe se sentía de acuerdo con él.

Durante toda su vida había soñado con hallar algún día el Pergamino de Thot, cuyos dos hechizos le concederían el conocimiento absoluto de todas las cosas vivas, mediante la comprensión de su lenguaje y, más aún, el poder secreto y último sobre la muerte que él tanto ambicionaba. Con eso se convertiría en un dios. Pero ahora comenzaba a reconocer todo aquello como una fantasía, concebida en la infancia y alimentada por su propia codicia y ambición. Era verdad que todos los magos de Egipto creían en la existencia del Pergamino, pero si se hallaba en alguna parte sólo podía ser en un lugar profundo y exótico, donde se encontraran el tiempo y la eternidad, rodeado de potentes encantamientos y vigilado por el mismo Thot. Y si en algún momento había pertenecido a un ser humano, esa persona debía de haber estado dotada, a su vez, de poderes sobrehumanos. Y no habría sido enterradajamás, con seguridad, en una sencilla sepultura de Saqqara.

Al recobrar parcialmente el equilibrio se dijo que su reacción había sido irracional. Había permitido que su antiguo sueño se mezclara con la superstición, algo opuesto a la magia correcta y positiva. Era el momento de permitir que la luz sin sombras de una realidad cenital penetrara en la oscuridad que se había estado acumulando en su mente.

Pero lo primero que debía hacer era construir un alojamiento para Tbubui. Se dedicó con alivio a la planificación y construcción de un ala nueva en la casa. Dibujó con su arquitecto unas agradables habitaciones amplias y ventiladas, un pasillo privado que brindaba acceso al resto de la casa, para proporcionar silencio e intimidad a aquella mujer que tanto valoraba aquellas cosas, y una pequeña terraza que conducía directamente a un jardín con una fuente. Habría que excavar parte de los terrenos existentes al norte de la casa, retirar las plantas y cambiar de sitio el estanque, pero Khaemuast consideraba que todo se podía hacer con las mínimas molestias para el resto de su familia. Cuando hubo aprobado el proyecto, sólo fue cuestión de dar una orden y de inmediato aparecieron bandas defellahin, que empezaron a excavar los terrenos del norte.

Mientras tanto, Nubnofret se conducía con una fría corrección. En dos ocasiones Khaemuast fue a sus habitaciones por la noche para abrazarla y tranquilizarla, e incluso le hubiera hecho el amor si ella se hubiera ablandado un poco. Pero Nubnofret le rechazó con unos helados modales y le obligó a retirarse.

No hubo más palabras duras, pero la tensión aumentaba entre ellos e invadía la casa entera. Los sirvientes, alegres, se tornaron callados; la rutina, antes llena de cordialidad y vida, se convirtió cada vez más en una formalidad inanimada. Khaemuast lo sabia, pero no le importaba. Día a día, los planos de la vivienda para Tbubui crecían y adquirían forma. Ella estaría en la casa antes de que pasara mucho tiempo.

Penbuy envió un informe desde Coptos. La carta había sido escrita a los dos días de su llegada a la ciudad y en ella explicaba que estaba a punto de iniciar sus investigaciones, pero que le había afectado una súbita enfermedad que retrasaba su actuación. Después de algunos comentarios deshilvanados, relativos al incesante calor, las nubes de moscas gigantescas y el agua caliente y cenagosa en la que debía bañarse, concluía asegurando a Khaemuast que su tarea estaría pronto terminada y se declaraba el más honorable y digno de confianza entre los servidores de su amo.

«Y lo eres, querido Penbuy", pensó Khaemuast, apretando el rollo entre las manos, mientras contemplaba las ruinas del jardín del norte, visibles desde su despacho. "Lo eres.» La cara de Penbuy pasó ante él, seria, atenta, inteligente, algo remilgada a veces y le invadió una oleada de extraña nostalgia. Habría querido que Penbuy estuviera junto a su codo, desprendiendo aquel vago olor a agua de loto que parecía seguirle a todas partes. Habría querido tener de nuevo su jardín. Habría querido de vuelta a Sheritra, ahora tan digna y distante. Habría querido tenerlo todo otra vez.

CAPITULO 13

Cuando el mensajero de la muerte venga para llevarte,

que te encuentre preparado.

¡Ay!, no tendrás oportunidad de hablar,

porque en verdad su terror estará ante ti.

Sheritra olvidó sus anteriores reparos a medida que se habituaba a las extrañas costumbres de la casa. Se sentía feliz, quizá más feliz que nunca. Bakmut seguía sintiéndose intranquila y servia a su ama con una redoblada vigilancia, que conmovía a la princesa. Pero ella cada vez tenía mayor confianza en si misma.

Se acostumbró a no percibir, al despertar, el bullicio de una gran finca, sino el silencio que exigían Sisenet y Tbubui. Desayunaba en su diván, deshecho y desordenado, pensando sobre muchas cosas. Lejos de los constantes reproches de su madre, su cuerpo se relajaba y su mente exploraba caminos más libres, bajo la tutela de Tbubui.

Luego se dirigía a la casa de baños, y cuando estaba allí, de pie, acudía la dueña de la casa, para saludarla y acompañarla otra vez a su cuarto. Al principio Sheritra se sintió incómoda. Exhibir el cuerpo desnudo a la vista de los sirvientes, más apéndices de la casa que personas, era algo muy distinto que hallarse de pie, íntimamente acobardada, ante la mirada experta de Tbubui, que recorría sus pechos diminutos, sus flacas piernas y sus huesudas caderas. Sheritra sabía que podía exigir su intimidad, pero aquel examen le parecía, de un modo perverso, la última prueba de la amistad de ambas. Estaba alerta, con orgullo, a la menor muestra de desdén, disgusto o piedad en los ojos y la actitud de aquella mujer y misericordiosamente, nunca la halló.

Al cabo de un par de días, Sheritra empezó a recibir de buen grado la aparición de Tbubui, fresca y sonriente. La dueña de casa la besaba en la mejilla y conversaba con ella, mientras el agua perfumada caía como una cascada sobre la piel de Sheritra.

—Frota a la princesa con ese aceite —indicaba Tbubui, señalando uno de los frascos de alabastro que se alineaban en el borde de piedra de la pequeña casa de baños—. Contiene un bálsamo, Sheritra, que suaviza y da flexibilidad a la piel. El sol la perjudica mucho.

Otras veces traía un diminuto pote de ungüento para proteger los labios. En varias ocasiones reemplazó a la servidora que lavaba a Sheritra y masajeó a ésta con sus propias manos, frotándole con energía la espalda y las nalgas, y deslizando luego unos movimientos más suaves por la parte interior de los muslos.

—Perdona, Alteza, pero conozco varios ejercicios muy buenos para desarrollar las piernas y fortalecer la columna. Permiteme enseñártelos —se ofrecía—. Y, si me autorizas, me gustaría cambiar tu dieta. Necesitas aumentar peso.

Sheritra no se ofendía en absoluto. Se sometía, intrigada, al aceite, que le abrillantaba suavemente la piel y desaparecía sin rastros, dejándosela de terciopelo bajo sus propios dedos.

Su madre había sugerido con frecuencia tratamientos semejantes, pero ella los había rechazado siempre con rebeldía. Con Tbubui, sin embargo, era diferente. Era un íntimo compañerismo, una diversión, sin superioridad por una parte ni deficiencia por la otra.

—No está bien que ella toque la carne de una princesa —había objetado Bakmut, con cierta acritud.

Pero Sheritra prescindía de su servidora personal. Tbubui tenía tratamientos para todo: una fragante y densa crema de hierbas que engrosaba los cabellos y los hacía brillar, una mezcla pegajosa para fortalecer las uñas o una máscara para impedir el envejecimiento del rostro.

Si todo hubiera consistido sólo en una indolente satisfacción física, Sheritra habría terminado por aburrirse. Pero después del baño, Tbubui (entre consejos sobre ropa y maquillaje, mientras peinaba las guedejas de la princesa, cada vez más exuberantes, o se inclinaba para colorear sus párpados) hablaba sobre cualquier tema que le viniera a la mente. Las conversaciones eran muy variadas, pero lo que más agradaba a Sheritra eran los relatos sobre el pasado de Egipto, sus héroes antiguos, el temor y el ritmo de las vidas transcurridas muchos hentis atrás. Las mañanas volaban. Algunas veces, muy raramente, Tbubui no se presentaba en la casa de baños, a tratarla con sus manos sabedoras y expertas. Y en esas ocasiones, Sheritra, sin darse cuenta, echaba de menos su contacto.

Tbubui desaparecía después durante la mayor parte de la tarde. La princesa (bañada y perfumada, con la cabellera aprisionada en unos broches adornados con flores de oro y esmalte o suelta bajo una diadema de plata, el rostro exquisitamente pintado, irreconocible hasta para ella misma, y el cuerpo cada vez más núbil exhibido por las túnicas blancas, escarlatas o amarillas) corría a encontrarse con Harmin en el jardín o en la frescura del salón. Entonces conversaban, entre bromas provocativas, jugaban a juegos de salón o se miraban, mientras iban vaciando las jarras de vino y horas sofocantes se deslizaban hacia el crepúsculo de cobre, hacia las largas sombras de un atardecer caluroso.

Las veladas se dedicaban a una tranquila cena en familia. El arpista tocaba con suavidad y sobre las mesas se amontonaban las flores perfumadas del jardín, cuyos pétalos pintaban con colores pastel los mosaicos del suelo. Cuando se encendían las lámparas, se sentaban en la leve brisa que entraba por la puerta abierta a la noche, mientras Sisenet les leía algún rollo de su biblioteca, con voz grave y serena. Para Sheritra, aquellos relatos eran a la vez vívidos y adormecedores. Eran como las anécdotas que Tbubui le contaba por la mañana, pero por la noche poseían algo hipnótico que inundaba su mente de nítidas imágenes. Al terminar, bebían un poco más del maravilloso vino y charlaban un rato. Ella les hablaba de su familia, del faraón, de sus opiniones y sus sueños; los otros escuchaban y hacían alguna pregunta, sonreían y asentían con la cabeza. Sólo más adelante descubrió que, pese a las muchas veladas transcurridas, no sabia casi nada de ellos. Al final, Bakmut y un soldado la acompañaban a su cuarto, donde la desvestían y la lavaban. Tendida en su diván, contemplaba las amigables sombras que lanzaba la lámpara contra el techo y se hundía sin esfuerzo en la inconsciencia. Creía que no desearía jamás volver a casa.

Durante las tres semanas siguientes, su padre fue dos veces a visitarla. Sheritra le observaba y escuchaba como desde una gran distancia. Era obvio que a él le complacía verla satisfecha, observar su cuerpo floreciente y la abrazaba siempre con su habitual afecto. Pero en el contacto de sus brazos había algo ahora que le inspiraba rechazo.

En la segunda visita, cuando su padre se marchó, vio que Tbubui le entregaba un rollo, probablemente algo cogido de la colección de Sisenet. Los dedos de Khaemuast se cerraron alrededor de los de Tbubui y Sheritra sintió un destello de su antiguo desasosiego. Pero cuanto ocurriera fuera de la casa de Sisenet parecía haber perdido importancia. La princesa se encogió de hombros y se hundió en el fatalismo. El capricho de su padre acabaría por consumirse y, en cualquier caso, no era asunto suyo. Pero creyó notarle ojeroso y pálido.

—¿Hay alguna noticia? —preguntó Tbubui.

El sacudió la cabeza.

—Todavía no —respondió.

A continuación, los dos se volvieron para sonreír a Sheritra, como pidiéndole dis culpas.

Nubnofret le envió algunas notas afectuosas, pero no la visitaba, para alegría de Sheritra. La presencia de su madre hubiera sido una nota discordante en la apacible armonía de aquella casa. Por otra parte, no la echaba de menos.

Pero existía una nota discordante, que procedía de su propio interior. Tras la segunda visita de Khaemuast, aquella noche, Sheritra decidió dar un breve paseo antes de acostarse. Aún hacia calor y ella se sentía inexplicablemente inquieta. Salió a caminar, seguida por la dócil Bakmut y uno de sus ineludibles guardias, bajo el dosel que formaban las palmeras. Al cabo de un rato se desvió hacia el río. Estaba muy bajo, el agua apenas corría, desgarrada en plata a la luz de la luna nueva. Pasó unos minutos sentada en los peldaños del embarcadero, dejando que la serena oscuridad la relajara, y por fin volvió a la casa.

Dio un rodeo para entrar por la puerta lateral, acompañada por su escolta, casi invisible en la oscuridad. Pero antes de llegar vio a dos siluetas de pie en el pasillo.

Sus voces le llegaban apagadas, pero en la actitud de ambos había algo tan intimo, tan exclusivo, que la princesa se detuvo. Ahora podía percibir ya las palabras. Eran Tbubui y su hermano.

—Sabes que ya es hora —decía ella, ásperamente—. ¿Por qué vacilas?

—Si, ya sé que es la hora —replicó Sisenet—, pero me resisto a comenzarlo. Es algo que no está a nuestra altura. En otros tiempos lo habríamos considerado reprochable.

—Eso fue hace mucho tiempo, cuando éramos inocentes —manifestó Tbubui, con acidez—. Ahora es necesario. Además, ¿qué es para nosotros un vulgar sirviente? ¿Qué val…?

Se interrumpió. Sheritra, molesta por escuchar a escondidas una conversación ajena, se había adelantado. La mujer se volvió rápidamente hacia el ruido de los pasos y la muchacha vio su cara contraída y colérica. Luego su expresión se ablandó.

Other books

Shadows of the Nile by Jo Franklin
Deseret by D. J. Butler
Now Wait for Last Year by Philip Dick
Bear Island by Alistair MacLean
Subterranean by Jacob Gralnick
Falling Angels by Barbara Gowdy
Claiming His Wife by Golden Angel
Please Don't Die by Lurlene McDaniel
A Is for Abigail by Victoria Twead