«No, no es cierto", pensó ella, sombríamente, adelantándose. "Ahora mi hogar es éste, a tu lado. Me casaré contigo, viviremos aquí y jamás volveré a las habitaciones de mi casa. Ansió hablar con Hori. ¡Oh!, ¿por qué no ha venido?»
Aquella noche tampoco durmió bien. Soñó con la casa del agua, imaginándola como un vasto lago oscuro, en cuya orilla estaba ella. Había anochecido y un temible cielo incoloro se unía a la inmóvil superficie del agua, nublándola. Había algo que se movía allá, apenas por debajo de la superficie, y ella no quería mirar pero tampoco podía huir. Las formas se iban aproximando, como atraídas por ella. Despertó al alba, con el corazón palpitando y los miembros doloridos, y permaneció algunos minutos tendida, aliviada al oír el coro matinal de los pájaros en las palmeras. Luego se volvió a dormir y no recobró la conciencia hasta que Bakmut le colocó la bandeja del desayuno en el regazo.
Cuando Tbubui, vibrante y encantadora como siempre, entró en la casa de baños y se acercó a ella hundiendo los pies descalzos en el agua que caía del cuerpo de Sheritra, experimentó un inexpresable alivio.
—Anoche tuve un sueño horrible —barbotó la joven.
Tbubui sonrió.
—Quizá la princesa comió platos pesados demasiado tarde —sugirió, bondadosamente—. Lo lamento. —Su mirada crftica inspeccionó la desnudez de Sheritra—. Estás tensa desde el cuello a las rodillas —amonestó—. Ven a mi cuarto y te daré un masaje completo.
Tomó un alto frasco de alabastro y salió. Sheritra fue tras ella, estrujándose el cabello con Bakmut trotando atrás. No había ningún guardia apostado ante la puerta de Tbubui. Al cruzar el dintel, Sheritra se preguntó fugazmente si debería llamar al que custodiaba sus propias habitaciones, pero se encogió mentalmente de hombros y desechó la idea. Allí no había peligro alguno, la casa era tan compacta que bastaría un grito para que acudiera un soldado corriendo.
Bakmut entró también en el cuarto, siguiéndola. Cerró la puerta y se sentó en cuclillas a un lado. Tbubui entonces señaló el diván.
—Éste es el óleo con el que me gusta que me den masaje cuando estoy en tensión —comentó, quitando la tapa al recipiente de alabastro. Sheritra se tumbó boca abajo, dando un suspiro—. Te sentirás mejor inmediatamente, Alteza.
A pesar de que miraba hacia el lado opuesto, la princesa percibió la desaprobación de Bakmut.
—Gracias, Tbubui —dijo—. Pero el masaje es un trabajo pesado, ¿no prefieres que lo haga mi criada personal?
—Tonterías, princesa —repuso Tbubui, enérgicamente—. Tendría que estar junto a ella para indicarle exactamente lo que ha de hacer, y eso sería muy aburrido. Ahora, cierra los ojos y baja un poco los codos, para que se relajen tus hombros.
Sheritra hizo lo que se le indicaba. El cuarto olía aún a sueño, y a ello se mezcló el súbito aroma del aceite vertido sobre su espalda. También notó el vago olor de la lámpara apagada. Las manos de Tbubui giraron en unos amplios círculos por su piel, y luego empezaron a moverse con firmeza por la espalda y los hombros, a un ritmo relajante.
—Has impregnado el óleo con tu propio perfume —comentó Sheritra, relajándose ya en el diván—. Huele muy bien.
De verdad olía bien. La mirra era pesada y empalagosa, aunque por debajo de ella se percibía aquel aroma leve pero penetrante, que ni ella ni Khaemuast habían podido identificar. La pesadilla se desvanecía ahora, a medida que las sabias manos de Tbubui iban induciendo en ella una placentera languidez. Durante un rato, la mujer se concentró en la espalda, los hombros y la parte superior de los brazos. Luego pasó a las nalgas y los muslos, subiendo y bajando por las colinas pequeñas y firmes con unos movimientos lentos e hipnóticos, y la piel de Sheritra empezó a brillar. Sus muslos se abrieron al acercarse Tbubui cada vez más a la hendidura oculta entre sus piernas y gimió levemente, sin darse cuenta.
—¿Te hago daño, princesa? —preguntó la mujer.
—No —susurró Sheritra, con los ojos siempre cerrados. En los pechos y el vientre le cosquilleaba un calor delicioso.
—Es maravilloso, ¿verdad?, sentirse tan relajada y estimulada al mismo tiempo —comentó Tbubui, con voz sensual—. ¿Disfrutas, Alteza?
Pero Sheritra no podía responder. Se agarró a las sábanas, con la boca entreabierta, esperando y deseando que su anfitriona tocara, por fin, el sitio prohibido.
Las manos de Tbubui la abandonaron un momento y luego volvieron de inmediato, en un contacto algo más recio y más insistente. Sheritra volvió a gemir. De pronto, los dedos se deslizaron entre la sábana y los pechos de Sheritra para sobar, estrujar y frotar sus pezones endurecidos. La muchacha, sobresaltada, abrió los ojos y se volvió un poco.
Harmin estaba inclinado sobre ella, desnudo. Le miró atónita y adormilada, y él la sujetó por el hombro y la cadera para ponerla de espaldas.
—Tu madre… —comenzó ella.
Pero el joven se tendió a su lado y le cerró la boca con sus labios.
—Yo puedo proporcionarte un tratamiento mejor —susurró—. Y no te preocupes por Bakmut, dormirá una hora más.
—¿La has drogado? —siseó Sheritra—. Pero Harmin…
Él le cubrió la boca con una mano y aquel gesto la excitó.
—Yo deseo esto y tú también. No te preocupes por tu criada. Despertará sin saber que se ha quedado dormida y sin haber sufrido daño.
«Debería preocuparme", se dijo Sheritra, vagamente. "Debería levantarme y huir.» Pero su mano encontró el vientre de Harmin y empezó a descender por él como si tuviera voluntad propia. Él emitió un gemido ronco y sepultó la cara en su cuello.
Sheritra no volvió a ver a Harmin durante el resto del día. «Aléjate del amor como de la enfermedad», decía su horóscopo. No obstante, ella se había entregado voluntariamente, casi locamente, al joven que ahora poseía su corazón. Y ansiaba ya la llegada de la noche, momento en que él acudiría sin duda y volverían a hacer el amor. Evitó encontrarse con la familia y permaneció en el diván, con las manos detrás de la nuca, pensando en lo que había hecho. Su cuerpo respondía aún a los movimientos de Harmim, a medida que su mente reproducía el gozoso forcejeo.
No mucho después de que él la besara y se fuera se había apoderado de ella otra vez un profundo deseo de él. Pero tras aquel deseo estaban los preceptos morales con los que la habían criado. Una princesa no puede arriesgarse a tener un hijo de un plebeyo. Una princesa no puede otorgar ni siquiera la sospecha de divinidad a un plebeyo sin permiso. «Y una princesa", pensaba, con una punzada de preocupación, "puede ser severamente castigada por entregar su virtud sin más. Pero esto no es como haber tenido una aventura con un marinero tras un puesto de la feria", se decía. »Harmin y yo estamos prácticamente comprometidos y él es hijo de nobles. Ya no puedo retroceder ni ocultarme. Si quiero disfrutar otra vez de su cuerpo debo confiarme a Bakmut.
Pero papá lo sabrá todo en cuestión de días".
«Tbubui ha preparado mi entrega, es evidente. Y eso es lo que más me espanta. ¿Acaso no es tan moralista como dice? ¿O me considera ya comprometida con su hijo? Tal vez busca mi apoyo en sus tratos con papá, un apoyo que ahora se parecerá mucho a la coacción.»
Aborrecía lo que Tbubui había hecho. Intentaba apartar de su mente la imagen de madre e hijo planeando tranquilamente su caída, mientras bebían una taza de vino en el jardín, como si ella fuera una mercancía, algo sin voluntad. «Bueno, ¿y qué voluntad he demostrado tener?", se preguntó, irónicamente. »Le querías desesperadamente y sabias que, cuanto más tiempo pasaras aquí, más inevitable seria tu caída. Participaste en el plan, por tu silenciosa aquiescencia, y no puedes culpar a nadie más que a ti.
Tendré que ser valiente«, pensó. "Ahora papá no tendrá más alternativa que anunciar nuestro compromiso. ¡Pobre papá! ¿Se afligirá mucho?»
—¡Bakmut! —llamó. La criada se levantó del suelo, donde estaba abrillantando las alhajas, y se acercó al diván—. ¿Eres tú quien envía a mi padre los informes sobre mi conducta?
Bakmut enarcó las cejas.
—No, Alteza, no soy yo —respondió con firmeza.
—Entonces, ¿quién será? —se preguntó Sheritra, pensativa—. ¿Lo sabes tú?
—No estoy segura, pero me imagino que el escriba. Se pasea por ahí sin mucho que hacer —observó la muchacha, con acritud—. Cuanto antes volvamos a casa del príncipe, antes podrán ganarse su salario los miembros de tu cortejo, todo el día ociosos.
Sheritra descruzó los dedos y se incorporó.
—Somos amigas, ¿verdad, Bakmut? —empezó. La criada le hizo una reverencia—. Estás conmigo desde los tiempos en que tú y yo arrastrábamos los juguetes por la habitación infantil y siempre me has comprendido. No serias capaz de traicionarme, ¿verdad?
Bakinut la miró francamente a los ojos.
—Estoy a tu servicio exclusivo —dijo— y a nadie debo rendir cuentas sino a ti, princesa. Por supuesto que no sería capaz de traicionarte. Pero junto a mi lealtad existe el derecho de decirte, sin disimulos, lo que opino.
Sheritra se echó a reír.
—¡Es lo que siempre has hecho! —replicó. Luego se puso seria—. Nunca he tenido muchas amigas —prosiguió—. Aunque seas una simple criada, eres lo más parecido a una amiga que tengo en la vida. ¿Qué opinas de Harmin?
Bakmut frunció los labios.
—Sé que la princesa se interesa por él. Por lo tanto, ha de ser hombre de gran valía —respondió.
—Pero no te gusta.
—No me corresponde juzgar a mis superiores, Alteza.
—No, en efecto —reconoció Sheritra, con impaciencia—. Pero como yo misma te lo he pedido, puedes responder sin miedo.
—Muy bien —dijo Bakmut, serena—. No me gusta, Alteza. Es muy hermoso, como tu hermano, pero carece del corazón generoso que tiene el príncipe Hori. Percibo cierta perversidad en él y creo que su madre es una mujer astuta, de pocos escrúpulos, aunque ahora la consideres amiga tuya.
—Gracias por tu sinceridad, Bakmut —comentó Sheritra—. Ahora te ordeno que permitas a Harmin entrar en esta habitación a cualquier hora que desee. Y cuando venga, debes dejarnos a solas.
El rostro de Bakmut registró una visible desaprobación.
—Tus intereses están grabados en mi corazón, Alteza, y esto no está bien, no está nada bien —exclamó—. Eres una princesa real y…
—Todo eso ya lo sé —interrumpió Sheritra—. No te estoy preguntando, sino dando una orden explícita, para que en el futuro no te hagan responsable de mi conducta. ¿Queda entendido?
—Desde luego. —Bakmut le hizo una rígida reverencia.
—Además, no debes decir nada de estas órdenes a los otros miembros de mi personal. No debes mentir si se te pregunta, pero tampoco chismorrear.
—Yo no chismorreo, Alteza. ¿Cuándo he tenido tiempo para eso? Tu madre, la princesa Nubnofret, nos adiestró demasiado bien como para que lo hagamos. Y en cuanto a que cotilleen los sirvientes de esta casa… —Rió ásperamente—. Son como muertos que andan. Los desprecio.
—Bien. Nos entendemos, entonces.
—Hay algo más que me gustaría decir —expresó Bakmut, con terquedad—. Muchos de los cambios que esta casa ha obrado en ti, querida princesa, son maravillosos. Has perdido la torpeza y la timidez que solían afectarte y la amargura que tantas veces me mostrabas. Floreces como un capullo del desierto, pero en ese florecer hay cierto endurecimiento. Te suplico que me perdones, Alteza.
—Te perdono —replicó Sheritra, sin alterarse—. Vuelve a tu trabajo, Bakmut.
La criada regresó a su sitio y recogió el trapo. Sheritra se levantó para vagar por la habitación, tocando con aire distraído las paredes, los innumerables potes de cosmética que yacían en el tocador y la tapa de su altar portátil a Thot. No había modo de retroceder y lo sabia. Pensó en la muchacha que había sido con una especie de horror divertido y, sin embargo, Bakmut tenía razón. Por debajo de los cambios que estaba experimentando había una temeridad que amenazaba con convertir su flamante confianza en una grosera bravata. «Bueno, me merezco esta locura, esta temeridad", pensó, con rebeldía. "He sido prisionera de mi yo infantil demasiado tiempo. Quiero explorar estos nuevos limites, estas nuevas emociones, aunque al hacerlo me vea arrastrada más allá del poste blanco de la meta, como el carruaje que va impulsado por caballos rebeldes, y tenga que girar hacia atrás.»
Consumió un almuerzo frugal, siempre en su cuarto, pero a la hora de la cena reunió coraje para salir y sentarse pudorosamente ante su diminuta mesa. Sisenet, como siempre, se mostró cortés pero poco comunicativo y Harmin, para gran alivio suyo, la trató con su suave deferencia habitual unida con una provocativa calidez. Sólo Tbubui le causó cierto nerviosismo. Estaba desacostumbradamente animada. Sus manos seductoras y hábiles volaban y se ondulaban por encima de la comida, entre las guirnaldas de flores, al compás de los arpegios del arpista o para dar énfasis a algún argumento. Sin embargo, Sheritra sentía que su mirada lo media y lo calculaba todo. Cuando sus ojos se encontraron, leyó en los de ella una insultante complicidad.
Aquella noche Harmin fue a su cuarto, como ella esperaba y temía, llevándole unas flores cubiertas de rocío para acariciarle la cara y un sencillo amuleto de oro para el cuello. Bakmut los dejó solos, obedientemente. Cuando llegó, Sheritra dejó que su túnica se deslizara hasta el suelo y se levantó para salir a su encuentro. Hicieron el amor lenta y tiernamente. La pasión de Harmin era una brasa que ardía lentamente, se inflamaba y moría, y se inflamaba y moría otra vez, durante horas. Durante algunos días ella esperó, temerosa, recibir noticias de su padre, algún grito de indignación que le exigiera volver inmediatamente al hogar, pero no fue así. Tal vez el escriba, el espía, ignoraba lo que ocurría entre ella y Harmin, tal vez se sentía a gusto allí, donde tenía poco que hacer, y mentía a su amo. «Pero quizá", pensó Sheritra, entristecida, "papá está tan dedicado a sus propios asuntos que ya no le importa lo que sea de mi". La idea le produjo un arrebato de enfado contradictorio. "Iré a casa para averiguar por qué guarda silencio", juró. "Buscaré a Hori y le reñiré por no acordarse de mi.» Pero el hechizo de atemporalidad que la casa de Sisenet arrojaba sobre sus habitantes la empapaba a ella también, haciendo que retrasara sus decisiones, sin conciencia de los días que pasaban.
Harmin comenzó a invitarla a cazar con él por el desierto, en la frescura del atardecer. Llevaba con él un guardia, un mensajero y el perro de caza que permanecía encadenado en el recinto de los sirvientes. A veces iba caminando, pero con más frecuencia uncía un caballo a su carruaje y tomaba una de las vagas sendas que se dirigían hacia las dunas.