—Tbubui —susurró—. Ya puedes venir.
Se levantó, sintiéndose ligero y vacio, para llamar a gritos a un escriba. Cuando llegó el hombre, Khaemuast le dictó una breve nota para Tbubui y salió en busca de Nubnofret. Los funerales de Penbuy se celebrarían tres días después y Tbubui podría trasladarse a su cuarto. Y luego se iniciaría Pakhons, el mes de la cosecha, el principio de la Inundación. El principio de mi nueva vida", pensó, feliz.
Su viejo amigo, el hombre que había sido su compañero constante, su consejero y, a veces, hasta su disgustado juez, fue sepultado con serena dignidad en la tumba que tan laboriosamente había preparado para sí, en la planicie de Saqqara. En los muros de su sepulcro brillaban las escenas más amadas de su vida. En una se le veía sentado, con la espalda recta y la cabeza inclinada sobre la paleta, mientras su amo dictaba. En otra, de pie en su esquife de caza, con Ptah-Seankh todavía niño, adornado con el mechón de la juventud, arrodillado junto a él, que levantaba la lanza hacia una bandada de patos, petrificados para siempre en su vuelo. En una tercera imagen hacía ofrendas a su patrono Thot, levantando el incensario, en tanto el dios volvía hacia él su agudo pico de ibis con benévola aprobación. Khaemuast observó aquellas pinturas sintiendo cierta paz en su interior, cierta gozosa satisfacción ante las imágenes y los objetos personales de Penbuy. El escriba había llevado una vida fructífera, que justificaba su orgullo por sus logros. Había sido un hombre honrado, que nada debía temer cuando pesaran su corazón en el Salón del Juicio. Desde luego, había muerto en circunstancias infortunadas y siendo aún relativamente joven, pues no tenía muchos más años que su amo.
Pero Khaemuast estaba seguro de que su escriba había muerto sin tener nada que lamentar, nada que hubiera deseado alterar.
Tras el banquete de los funerales, que se sirvió bajo los toldos azules y blancos de su cortejo, cuando terminaron las danzas, el vino y las expresiones de dolor, Khaemuast presenció personalmente el sellado de la tumba por los acólitos. Los obreros de la necrópolis cubrieron la entrada de arena y piedra. Ya había pagado a una guardia para que vigilara la puerta contra los ladrones de sepulcros manteniendo la custodia durante cuatro meses. Khaemuast cobré conciencia de la ironía que encerraba aquello, ¿acaso no violaba él mismo las tumbas? Pero no pudo asir el pensamiento, que se le escapé en la brisa, apenas perceptible, de aquella tarde de canícula. «Que vivas otra vez por siempre, viejo amigo", susurré. "No creo que te hubiera gustado seguir trabajando en mi casa. Pertenecías a un orden doméstico que ya ha desaparecido. Tu hijo no se sentirá tan obligado para con bandos distintos como te hubieras encontrado tú.»
No se movió hasta que se aplasté la última palada de tierra apisonada, hasta que se despidió al último de los obreros. Entonces se levantó para subir a su litera y se dejé llevar lentamente a su casa.
A la mañana siguiente, todos los ocupantes de la casa bajaron al embarcadero para saludar a Tbubui y darle la bienvenida a su nuevo hogar. Khaemuast, Nubnofret, Hori y Sheritra formaban un sombrío grupo al que sólo la proximidad física otorgaba cohesión. Sin embargo, la muchacha deslizó una mano en la de su padre al aparecer la barcaza de Sisenet, adornada de cintas de colores. Hori, limpio, cuidadosamente pintado y cargado de joyas, observé inexpresivamente la embarcación que se desviaba hacia ellos. Nubnofret, majestuosa pero igualmente impávida, hizo un solo gesto con la cabeza al sacerdote que estaba preparado, quien descendió inmediatamente los peldaños y comenzó a entonar las palabras de bendición y purificación, mientras su acólito salpicaba con leche y sangre de toro la piedra caliente.
Tbubui emergió de la cabina del brazo de su hijo. Harmin lanzó una rápida mirada a Sheritra, pero aparté la vista para decir algo a Sisenet, antes de ofrecer la mano a su madre para cruzar la rampa en dirección a los escalones.
La familia aguardaba. Nubnofret se situé en el centro del sendero y Tbubui se prosterné primero ante ella, como indicaba la costumbre. La esposa era princesa y, por añadidura, árbitro de cuanto ocurría en su casa. Khaemuast, que esperaba con una tensa expectación, comprendió que en Nubnofret iba a imponerse la buena crianza, en aquel día crucial. Se habría comportado con la misma impecable corrección si una horda de guerreros estuviera asaltando su casa y sólo le restaran unos instantes de vida. La idea le hizo sonreír involuntariamente. Sheritra solté su mano. También ella estaba tensa, y tenía pálido su poco agraciado rostro.
—Tbubui, te doy la bienvenida a esta casa en el nombre de mi esposo y el tuyo, el príncipe Khaemuast, sacerdote de Ptah, sacerdote de Ra, señor de tu vida y de la mía —dijo Nubnofret, con voz clara—. Incorpérate y ríndele homenaje.
Tbubui se levantó con la fluida gracia que había secado la boca a Khaemuast desde que la vio por primera vez. Se giré, con el sol brillando en la sencilla diadema de plata que coronaba su frente, y se prosternó nuevamente en la piedra, esta vez frente a Khaemuast. Con una sorpresa que le hizo ruborizarse, él sintió que los labios de la mujer le presionaban subrepticiamente el arco del pie. Después, se irguió ante el príncipe, con los delineados ojos chispeando bajo el polvo de oro.
—Entre nosotros existe un contrato matrimonial, Tbubui —entonó Khaemuast, rezando por no olvidarse de las palabras rituales ante el impacto de aquella boca anaranjada, algo entreabierta, y aquellos enormes ojos sabios—. Juro ante Thot, Set y Amén, patronos de esta casa, que he negociado justa y honradamente contigo; mi firma en ese contrato da fe de esa honestidad. ¿Lo juras tú también?
—Muy noble príncipe —respondió ella, elevando la voz enfáticamente—, juro ante Thot y Osiris, los patronos de la casa que antes habité, que no tengo otro esposo vivo, que he declarado con toda verdad mis posesiones mundanas y que mi firma ha sido estampada en el contrato con toda honradez. Lo juro.
Sisenet se movió tras ella, cambiando disimuladamente el peso del cuerpo de un pie al otro y Harmin sonrió abiertamente a Sheritra. Aquellas tres personas, Sisenet, Tbubui y Harmin, parecían llenas de un extraño aire de frivolidad, como si en cualquier momento pudieran echarse a reír.
«Es que se sienten felices", pensó Khaemuast, tendiendo una mano a Thubui. También yo. Yo también quiero reír. Me gustaría hacerle cosquillas de una manera muy poco principesca.» Aquel pensamiento le hizo sonreír y ella le respondió con un apretón de sus frescos dedos.
Los sirvientes se alineaban a cada lado del ancho camino que conducía a la casa. Nubnofret se adelanté e hizo una seña al sacerdote, que empezó a cantar. El acólito caminaba delante de él, y la blancura de la leche y el púrpura de la sangre que él arrojaba corrían juntos formando unos arroyuelos rosados, que humeaban sobre la piedra caliente y se perdían en la hierba. A medida que pasaba la procesión encabezada por Nubnofret, los sirvientes se postraban en tierra, prestando el debido homenaje a la nueva señora que se presentaba ante ellos, del brazo del príncipe y seguida por sus familiares.
El festivo conejo atravesó lentamente la entrada principal, donde el camino giraba para atravesar el jardín del norte, rodeando el emplazamiento de la construcción, todavía caótico. Khaemuast notó que Tbubui giraba la cabeza para observar rápidamente aquella zona antes de volver solemnemente la vista adelante.
Ya en la parte trasera de la casa, se les unió el arpista del príncipe, que comenzó a tocar. Su agradable voz de tenor se mezclaba con las notas plañideras del instrumento y el gorjeo de las docenas de pájaros que acudían habitualmente a beber y bañarse en la fuente.
Más allá de la parte trasera de la casa estaba el inmenso recinto que contenía las habitaciones de los sirvientes, las cocinas, los depósitos y los graneros; a la derecha, en un agradable circulo de árboles frondosos, se hallaba el hogar de las concubinas. Las otras mujeres de Khaemuast se habían alineado ante el edificio, ataviadas con sus mejores galas. Él les dedicó un discurso breve e informal, en el que les recordó que Tbubui tenía preeminencia sobre ellas y que, mientras se alojara allí, su palabra tendría peso. Estuvo a punto de decir que la palabra de Tbubui era ley, pero se mordió la lengua justo a tiempo, recordando que Nubnofret, por ser esposa principal, gobernaba a las concubinas como a toda la casa. Luego se hizo a un lado y llamó a Nubnofret por señas. Ella se aproximó con paso majestuoso, tomó a Tbubui de la mano y la condujo al interior de la casa, seguida por las concubinas.
—Ahora estás bajo la protección del señor de esta casa —entoné—. Como tú esperas su bondad y su solidaridad, él espera la fidelidad de tu cuerpo, tu mente y tu ka. ¿Estás de acuerdo con esto?
—Lo estoy —respondió Tbubui.
Un estallido los sobresalté a todos: el sacerdote había dejado caer deliberadamente los dos potes de ardua con la leche y la sangre a los pies de Tbubui, como símbolo de que se iniciaban el goce y la liberalidad del matrimonio. Todos empezaron a aplaudir y Khaemuast pasó ante Nubnofret para coger a Tbubui en brazos.
—Cuando tus habitaciones estén acabadas repetiremos esta encantadora ceremonia —sonrió—, pero de momento temo que tendrás que conformarte con estos dos cuartos pequeños. Bienvenida a casa, queridísima hermana.
Y la besó entre el redoblado alborozo. Luego todos se retiraron, menos Tbubui.
—El grupo de bailarinas nubias que contrataste para la velada ya están aquí —comentó Nubnofret a su esposo, mientras volvían a la casa—. No sé qué hacer con ellas, pero supongo que podré armar un par de tiendas en el jardín del sur. En todo caso, debo hablar con Ib sobre la instalación de las mesas.
Le recorrió con una mirada serena y divertida. «Eres un tonto que disfruta de una falsa segunda adolescencia", decía aquella mirada, "pero yo tengo cosas más importantes que hacer».
Y se fue rápidamente, azuzando a los excitados sirvientes. Sheritra tocó el brazo de su padre y él se volvió para atenderla, consciente de que las suelas de sus sandalias estaban pegajosas de leche y sangre. El aroma de la mezcla se elevaba en el calor, de una manera desagradable y enfermizamente dulce.
—Harmin acaba de decirme que va a quedarse en casa de su tío —dijo Sheritra—. Yo había supuesto que se mudaría aquí, con su madre. ¿No podemos hacerle un sitio, papá? Por favor…
Khaemuast estudió aquellos ojos límpidos y suplicantes entre los bordes de negro kohol. Se había dividido la cabellera en el medio y la dejaba caer en unas brillantes guedejas hasta los hombros. En la cabeza llevaba una corona de princesa formada por una delgada diadema de oro con la diosa buitre, Mut, encaramada cautelosamente por encima de la tersa frente y dos finas plumas doradas de Amón temblando atrás. La tela del vestido, con hebras de oro, era de un suave material semitransparente, que denunciaba sus pechos diminutos y su cintura de doncella. Khaemuast se dijo que no mucho antes, se habría vestido con lienzos gruesos, de un molesto peso en el calor del verano, y habría encorvado los hombros protectoramente sobre el pecho. No estaba seguro, pero le parecía que su hija se había pintado los pezones, pues bajo la túnica se veían oscuras unas astillas de una mortecina luz dorada. Sintió un estremecimiento de preocupación y le levantó el mentón con un dedo.
—Ya sabes que en casa no hay sitio para Harmin mientras no terminemos la ampliación —explicó—. Falta poco, Pequeño Sol. Pero creo que Harmin prefiere vivir con su tío. Aquí la vida es un poco alborotada.
Ella se aparté de él con un movimiento malhumorado.
—Si él no vive aquí, tendré que ir a visitarle —dijo, enfadada—. Pero no puedo ir sin carabinas y debo sentarme decorosamente en el jardín o en el salón de recepciones, charlando de bobadas. ¡Es detestable!
—Exageras —objetó él, con suavidad—. Harmin vendrá casi todos los días a visitar a su madre, hasta que decida mudarse con ella.
—¡Pero yo quiero verle cuando me apetezca! —exclamó ella, casi gritando—. Tu tienes tu felicidad, padre. ¡Yo quiero la mía!
—Mira, Sheritra, no estoy seguro de que me gusten los cambios que has sufrido —observó él, con serenidad—. Te has vuelto egoísta y terca, además de grosera.
Esperaba que ella tartamudeara, se ruborizara y bajara la vista, pero su hija le sostuvo la mirada. Su cara, exquisitamente pintada, resultaba extraña.
—Tampoco a nosotros nos gustan los cambios que has sufrido tú, papá. Puesto que llevas mucho tiempo sin interesarte en absoluto por mi bienestar, no debería sorprenderme que ahora no demostraras simpatía ni comprensión. Quiero un compromiso matrimonial con Harmin. ¿Cuándo hablarás con Sisenet sobre ello?
—No es momento apropiado —replicó Khaemuast, rígido—. Ven a yerme la semana próxima, cuando estas fiestas hayan terminado y Tbubui se haya ambientado un poco más. No deseo echarle esto encima, en este momento.
Sheritra curvé los labios.
—No, supongo que no —replicó.
Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el joven, que la esperaba a la sombra de la casa. Se volvieron hacia el jardín del sur, con los sirvientes corriendo tras ellos.
«Simplemente, ha pasado de un extremo al otro", se dijo Khaemuast. "Tbubui ha hecho un milagro con ella, y su amor por su hijo lo confirma. Está experimentando el poder de su transformación, que actualmente se expresa como grosería y arrogancia. Lo comprendo, pero echo de menos a la antigua Sheritra.»
—¿Quieres dormir, Alteza, antes de cambiarte los lienzos para cenar? —preguntó Kasa, cortésmente.
Khaemuast le siguió al corredor trasero, suspirando para sí. Todos sus parientes estaban invitados al festín en honor de Tbubui. Su padre había enviado una breve excusa por su ausencia, felicitándole a la vez. También Merenptah había deseado a su hermano toda la felicidad posible, de puño y letra de su escriba, aunque con unas floridas palabras propias. Pero el resto de la familia acudiría, junto con ciertos dignatarios de Menfis y una horda de músicos, bailarines y otros histriones. En la casa reinaba un aire de eléctrico entusiasmo. La sofocante fragancia de miles de flores, traídas aquella mañana, le hizo pensar en Tbubui: exótica, enigmática, en aquellos momentos exploraría sus pequeños dominios y quizá soñaría con él, con la noche venidera. Por su parte, él no se sentía capaz de descansar.
—No, Kasa —dijo a su sirviente personal—. Me voy a escapar al despacho a leer un rato. Manda a buscarme cuando empiecen a llegar los invitados.