—Es un brillante actor sin escrúpulos, como ese objeto macabro que dice ser su madre. —Hori trató de gritar, pero sus palabras surgieron en un silbido quebrado—. Tienen la carne fría, momificada. Al tocar a Harmin ¿no te ha extrañado muchas veces encontrarle frío? En los últimos tiempos tal vez no, pues creo que día a día se adaptan más a esta segunda vida. A Tbubui le encanta el calor, ¿recuerdas? Pero la tumba, Pequeño Sol… El Pergamino fue ideado originariamente por Thot, y la devoción de la familia por ese dios es evidente en todas partes. Los mandriles, animales de Thot. Las lunas, su símbolo.
—Hori —interrumpió Sheritra, decidida—, no creo una sola palabra de esto. Se me acaba de ocurrir que Tbubui te ha maldecido por el mismo motivo que la llevó a convencer a papá de que nos eliminara de su testamento. Está convencida de que el hijo que lleva corre peligro si tú sigues con vida. Cuando haya nacido, te bastará matarlo para ser nuevamente el heredero de papá.
Él se echó a reír, pero de pronto se dobló en dos.
—No hay ningún niño en su vientre —jadeó—. Está muerta, recuérdalo. Los muertos no pueden dar la vida, aunque si tomarla. Posiblemente, inventó a ese niño para arrancar a papá alguna decisión. Tengo la impresión de que él retrocede, lentamente y sin pausa, hacia un rincón del que no puede escapar. Y ella le ha empujado hasta allí con mentiras, seduciéndole, rompiéndole por dentro, Sheritra, debilitando su alma, corrompiendo su honor hasta no dejarle integridad alguna. Su meta parece ser destruirle espiritualmente. Pero ¿por qué? ¿Como castigo por robar el Pergamino? No parece suficiente motivo.
Sheritra se levantó del diván para mojar un trozo de lienzo en la jarra de agua y luego lo pasó cuidadosamente por el rostro, las manos y el cuello de su hermano. Eso la alivió, pues mientras tenía los dedos ocupados no necesitaba pensar.
—Debemos buscar el muñeco de cera que ha usado Tbubui para provocarte estos sufrimientos —dijo, con decisión— y arrancar los alfileres. También debemos abrir los arcones de papá y buscar un encantamiento que anule el daño. Si quitamos los alfileres vivirás, pero es preciso devolverte la salud.
Él la dejó trabajar sumisamente. Era obvio que no podía hacer nada solo, que le correspondería a ella revisar las habitaciones de Thubui.
—Duerme —concluyó—. Veré lo que puedo hacer. ¿Seguro que puedo dejarte solo?
Su hermano había cerrado ya los ojos.
—Fuera está Antef —murmuró—, envíamelo. Gracias, Pequeño Sol.
Ella besó su frente húmeda. Su aliento olía a amapola y a algo más, algo agridulce que le hizo morderse los labios con preocupación. Cuando salió sigilosamente, Hori había caído ya en un sueño ligero e inquieto.
¡Oh, si pudiera volver la cara al viento norte
a la orilla del río
y gritarle para aliviar el dolor de mi corazón!
La noche era rancia y el olor salobre y vegetal del río en crecida le asediaba la nariz. Sheritra cruzó discretamente el jardín, rodeó el muro del recinto y se acercó a la casa de las concubinas. Tbubui iba a mudarse al ala nueva donde estaría envuelta por la mayor vigilancia de la casa principal, cuatro días después. La muchacha agradeció aquella pequeña ventaja, mientras se deslizaba entre los arbustos que ocultaban la entrada.
Cuando pensaba en el modo de entrar, la sobresaltó una serie de susurros y voces suaves. Se detuvo, con el corazón palpitante, pero enseguida comprendió que estaba oyendo a las mujeres, habían subido al techo para escapar del calor y pasaban allí las horas de la noche, durmiendo, jugando o chismorreando. «¿Estará Tbubui allí?», se preguntó Sheritra, inquieta. Si todas las mujeres habían decidido hacer sacar sus esterillas, los guardias estarían vigilando la única escalera, al lado, y sólo debía preocuparse por el guardián.
Se escabulló entre las columnas y, ya junto a la entrada, se detuvo a escuchar. Sólo se oía un ronquido distante y grave en el cuarto del guardián. Sheritra entró, excitada. Si Tbubui dormía en sus habitaciones, habría una servidora ante la puerta. La muchacha miró con cautela hacia el pasillo que conducía a los dominios de la mujer. Estaba desierto. Lo iluminaba sólo un fino rayo de luna que caía desde la alta ventana, abierta entre el cielo raso y el muro.
Entonces se apoderó de Sheritra una prisa temeraria. No sabía cuánto tiempo pasaría Tbubui en el techo, pero sin duda bajaría antes del amanecer. Hori se estaba muriendo y faltaba poco para que amaneciera. Corrió a la puerta de Tbubui y la entreabrió. En el interior reinaba el silencio. Con gran audacia, abrió de par en par y entró. El mismo claro de luna iluminaba la calurosa antesala, que estaba desierta, salvo por las siluetas de unos pocos muebles que mostraban sus bultos grises. Pese a la penumbra, había suficiente luz para ver.
Sheritra comenzó a buscar apresuradamente bajo los almohadones, entre la ropa sucia, en los floreros. Llegó a abrir el altar dorado del dios Thot y, murmurando una plegaria para pedir disculpas, tanteó detrás de la estatuilla. No esperaba hallar nada en aquella habitación, no la sorprendió encontrarse con las manos vacías.
Sin hacer ruido, entró en la cámara interior, que estaba abierta y con el diván vacío. El perfume de Tbubui la sofocó de inmediato: la mirra, densa y embriagadora, lo inundaba todo con un aroma de incienso y sexo. Aunque el espacio era limitado, la cuidadosa distribución de los muebles dio a Sheritra una impresión de silenciosa vastedad, a tono con la sencillez que aquella mujer prefería. Empezó a buscar de nuevo, con más cuidado y sin dejar rincón sin explorar. Palpó el colchón y deslizó la mano por el fragante armazón de cedro. Levantó las tapas de los baúles, las cajas de los cosméticos, los joyeros, siempre buscando frenéticamente, pero sin hallar nada. Se detuvo un momento y pensó con frenesí. «Si yo fuera Tbubui, ¿dónde escondería algo tan condenatorio?", se preguntó. Entonces sonrió. ¡Claro! En las habitaciones nuevas, que ya estaban amuebladas y sólo esperaban la bendición para ser ocupadas. "Hace una semana que nadie entra allí, salvo los sirvientes encargados de limpiar.» Sheritra se volvió en redondo y salió corriendo.
Pero su investigación, menos apresurada, resultó igualmente infructuosa, y la muchacha se dejó caer en una silla de las sillas de ébano de Tbubui, mordiéndose los labios con frustración. El muñeco no se tiraría a la basura hasta la muerte de la víctima; en cuanto a los alfileres, no se los quitaban nunca. Sheritra, desesperada, comprendió que había mil escondrijos posibles: un pozo en el jardín, un agujero en el suelo, incluso algo hundido en el río, junto al embarcadero.
El embarcadero. La muchacha se puso de pie, estremecida de excitación. Tbubui no se atrevería a tener el muñeco en la finca de Khaemuast, pero Sisenet seguía viviendo en la otra casa, donde sólo él podía descubrir un objeto así. Sheritra sintió en las entrañas que había dado en el clavo. Abandonó el ala tan silenciosamente como había llegado y volvió a sus habitaciones. Bakmut le abrió la puerta, pidiendo silencio con un dedo contra los labios. Antef se levantó de la banqueta que había colocada al lado del diván.
—¿Cómo está? —susurró la joven, acercándose para mirar a Hori.
Ya parecía muerto. Estaba pálido, tenía los ojos hundidos y respiraba con aliento breve y rápido. Pareció sentir la presencia de su hermana, pues abrió los ojos y los centró lentamente en ella. Sheritra miró a Antef con preocupación y se inclinó sobre Hori.
—¿Lo has encontrado? —susurró él.
—Lo siento, Hori. Creo que lo ha escondido en la casa de la ribera este. Voy a ir inmediatamente a buscarlo.
La aterrorizaba hacerlo. Sisenet le inspiraba un respeto sobrecogedor y no quería encontrarse con HarmAn, después de su última entrevista, tan dolorosa. Además, aunque la casa había sido un lugar muy agradable durante su estancia, no le gustaba la idea de recorrerla en la oscuridad. Cuando sus habitaciones hacían silencio, cobraba una atmósfera enervante.
—No hay tiempo —objetó él, agitado—. Podría estar en cualquier sitio. Es preferible ver qué encontramos en los rollos de papá. Ayúdame a levantarme.
—No —siseó ella—. Puedo hacerlo sola, Hori. ¡Quédate!
—Querida —replicó él, mientras Antef le cogía para incorporarle—, no sé mucho de magia, pero al menos tengo idea de lo que debo buscar, tú no. Deja de afligirte por mi, ¿quieres?
Alarmada pero sumisa, la muchacha le ayudó con Antef y los tres abandonaron las habitaciones. Lentamente, demasiado cargados para intentar pasar desapercibidos, se dirigieron al despacho de Khaemuast. Los guardias los miraban con curiosidad, pero al reconocer a Hori y a Sheritra callaban antes de dar la voz de alto. Sólo los detuvieron ante la puerta del despacho. Khaemuast era muy exigente en la protección de sus medicinas.
—Como ves —dijo Sheritra al soldado, con paciencia—, mi hermano se encuentra muy mal. El príncipe nos ha dado permiso para tomar unas hierbas de sus cajas.
El soldado le hizo una tímida reverencia.
—¿Puedo ver ese permiso, princesa?
Sheritra rió entre dientes, con fastidio.
—Somos sus hijos —objetó—. No considera necesario emplear esas formalidades con nosotros. Debió de olvidar que estabas aquí y que eras tan celoso de tus deberes.
El hombre seguía mirándolos con suspicacia. Antef y ella se mantuvieron firmes, con Hori tambaleándose entre ellos. Por fin, el guardia se hizo a un lado.
—No creo que el príncipe pensara en su familia al apostar esta vigilancia —gruñó—. Podéis pasar, Altezas.
Les abrió la puerta y ellos entraron, arrastrando los pies. El brazo de Sheritra aullaba bajo el peso de Hori.
—Sería hora de que papá despidiera a su guardia y la reemplazara por shardanas —murmuró—. Estos hombres se han vuelto muy negligentes.
—Mejor para nosotros —susurró Antef.
Ya estaban ante la puerta del despacho interior. Sheritra probó el pomo.
—¡Esta cerrada! —dijo, estupefacta.
—Rómpela —ordenó Hori, sin pérdida de tiempo.
Antef no necesitó más. Confió el peso del príncipe a Sheritra, puso el pie contra la cerradura y empujó. Cedió con un chirrido de protesta y la puerta se abrió de par en par. La oscuridad dentro era total.
—Antef —indicó Sheritra—, enciende la lámpara del escritorio y tráela. Pronto, no puedo sostenerle más.
El muchacho hizo lo que le ordenaba y puso la lámpara en un estante, tras la puerta. Su luz invadió el pequeño cuarto, cálida y tranquilizadoramente en su indiferencia. Antef acercó una silla a los arcones que se alineaban contra el muro y dejaron allí a Hori. El príncipe quedó encorvado, con las manos colgándole a los lados, pero levantó la cabeza y trató de sonreír.
—En ése —señaló—: el pequeño. Los otros están llenos de hierbas y otras cosas. También ha de estar cerrado con llave. ¿Tienes un cuchillo, Antef?
El joven sacó una pequeña navaja y se arrodilló junto al arcón para hurgar en la cerradura. Sheritra se puso en cuclillas a su lado.
—Sabes, Antef, que por lo de esta noche te expulsarán de esta casa, ¿verdad? Cuando todo se descubra, papá te hará echar.
Él le miró rápidamente, sin distraer las manos del terco arcón.
—Lo sé —respondió, con sencillez—. De todos modos, aquí ya no me siento a gusto, Alteza. Tras la muerte de Hori ya no tendré motivos para estar aquí. El príncipe puede hacer lo que le parezca, no me importa.
La cerradura saltó súbitamente. Antef levantó la tapa y miró a Hori.
—Dame tres o cuatro, Sheritra —ordenó Hori—, y tú y Antef coged otros tantos. Quiero un hechizo que deshaga y revierta. Si no lo hallamos, uno que sirva para protegerme contra mayores daños.
Su tono era práctico y objetivo. Sheritra sintió de repente una profunda admiración por su coraje. No se jactaba de su valor, pero aquella arrogante fortaleza frente a una muerte casi segura le otorgaba, sin duda, un puesto anónimo entre los héroes de Egipto. Empezó a desenrollar un papiro, con las manos inseguras y respirando dificultosamente. Ella intentó dominar su abrumadora preocupación para dedicarse al trabajo.
Durante algún tiempo reinó el silencio en el cuarto. Sheritra, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, trataba de hallar sentido a lo que leía. No todos los rollos tenían títulos y el lenguaje de la magia solía ser deliberadamente esotérico y requería una cuidadosa traducción. Antef se las arreglaba mejor, con su franca y simpática cara inclinada sobre el papiro. De vez en cuando emitía un gruñido de desencanto y arrojaba los delicados rollos al interior del arcón.
Sheritra terminó el sexo rollo; un encantamiento para el dolor de espalda que se debía utilizar junto con un bálsamo, cuyos ingredientes no se molestó en descifrar. Con un suspiro, hundió la mano en el arcón y sacó otro. El papiro estaba manchado. La esquina tenía una coloración pardusca, irregular, como de óxido, que ella tocó con disgusto. Parecía muy viejo.
—Mira esto, Hori —exclamó, entregándoselo a su hermano—. ¿De qué es esta mancha?
Él lo cogió con aire distraído, sin apartar todavía la vista del rollo que estaba leyendo, pero de pronto lanzó una exclamación sobresaltada y estuvo a punto de dejarlo caer. Inmediatamente lo recogió de su regazo y lo examinó con atención. Sheritra vió que su cara perdía el resto de color que aún conservara. Trató de incorporarse, alarmado y con el cuerpo rígido de agitación.
—¡No! —susurró.
Antef se volvió y Sheritra se levantó para acercarse a él.
—¿Qué pasa, Hori? —preguntó, con alarma.
Su consternación creció al verle reír súbitamente, con un sonido débil y de timbre agudo. Sacudía el rollo en su mano. Por fin, la carcajada se convirtió en lágrimas. Torpemente sentado, sostenía el papiro ante sí como si fuera un arma grotesca.
—No —balbuceó—. No. Ahora sé que todos estamos condenados.
—Hori, basta, por favor —suplicó ella—. Me asustas.
A modo de respuesta, él el tomó la mano y la obligó a tocar el rollo.
—Palpa —dijo—. Mira. ¿Ves?
Sheritra miró el papiro, pero tenía toda su atención fija en su hermano.
—Veo unas marcas muy pequeñas, como pinchazos de alfiler —dijo, desconcertada. Y eso que cuelga del papiro ¿no es una hebra de hilo?
—Esas marcas fueron hechas con una aguja —explicó él, con voz sorda—, yo estaba presente cuando pincharon el papiro. Y la mancha es sangre de papá. Se pinchó el dedo mientras cosía esto a la mano de la cual lo había arrancado. Es el Pergamino de Thot.