—¿Cómo no recordarte? —bromeó él a su vez, con toda la galantería que pudo—. No eras precisamente la más modesta y reservada de las damas de la corte. Me alegro de volver a verte, Nefert-khay. ¿Adónde vas?
Ella rió, mostrando sus dientes blancos y regulares.
—Iba a pasar una hora rezando, pero, a decir verdad, príncipe, lo que deseaba era alejarme del palacio. Nos han amontonado en cualquier sitio disponible como pescado en la sartén y apenas se puede respirar. ¿Y tú?
—Acabo de terminar mis oraciones —replicó Hori, con gravedad—. Y se me ocurrió pasear un rato junto al río.
Por alguna razón le hacia bien hablar con ella. Era un animal joven y sano, con el rostro fresco y sin complicaciones. Las cuatro trenzas gruesas y brillantes rebotaban sobre la piel impecable de sus pechos casi desnudos. Desprendía una energía optimista y sonreía con unos límpidos ojos. Hori sintió que su acritud se desvanecía levemente. Ella hizo una mueca de fingido horror.
—¿Solo, Alteza? ¿Sin amigos ni guardias? Se me ocurre una buena idea. Busquemos un sitio discreto junto al río y vayamos a nadar. Puedo rezar esta noche, a Amón no le molestará.
El primer impulso de Hori fue darle una excusa, pero se encontró respondiendo a su sonrisa, casi sin desearlo.
—Gracias —dijo—. No se me ocurre nada más agradable. ¿Conoces algún sitio adecuado?
—No, pero podemos hacer que los portadores nos lleven hasta que lo hallemos. Después de todo, Tebas es una ciudad pequeña. —Se apartó de él y señaló con una palmada el hueco que su cuerpo había dejado en los almohadones—. ¿Vienes conmigo, príncipe?
Él quiso negarse una vez más y caminar junto a la litera, pero se encontró sentado junto a ella. La litera ascendió y empezó a tambalearse.
—¡Un lugar tranquilo junto al río, Simut, por favor! —gritó ella a su jefe de portadores. Luego soltó la cortina y se volvió hacia Hori. Su cara intachable estaba a pocos centímetros de él. De pronto, el joven advirtió que tenía la faldilla sucia, el pelo enredado y sin lavar, y la piel surcada de arenilla—. Si tuvieras diez años menos —dijo ella con franqueza, tras observarle un momento—, diría que eres un niño travieso que se ha fugado de su hogar. Parece que ya has pasado por muchas aventuras escalofriantes. ¿Sabe tu real padre dónde estás?
Su admiración le hizo sonreír.
—Te pido disculpas, Nefert-khay —dijo, humildemente—, tengo algo muy pesado en la mente, que me hace descuidarlo todo, salvo este constante dolor. —Se repasó el cabello, avergonzado, con la mano—. Encontrarte ha sido muy oportuno…
—Porque sabías que necesitabas un baño con urgencia —concluyó ella, riendo—. Alteza, eres un hombre molesto, frustrante y completamente inabordable. Apareces en la corte como si salieras de la nada. Vagas por los corredores y los jardines con la nariz en el aire y los pensamientos muy lejos, y luego vuelves a desaparecer. Eres tema de sabrosísimos chismes entre mis amigas, cuando las travesuras de los cortesanos se tornan aburridas. Alguien comenta: «Creo que ayer vi al príncipe Hori, junto a las fuentes, pero no estoy segura. ¿Está otra vez en la corte?». Y nadie puede asegurarlo. Entonces volvemos a hablar de tu misterio y te echamos la culpa de nuestro aburrimiento y nuestra infelicidad.
Volvió a reír como una niña. Era un perfumado ejemplo de la mejor nobleza femenina de Egipto, ágil y desbordante de vitalidad.
Hori sintió una abrumadora tentación de desnudar su alma. Quería volcarlo todo en aquellas delicadas orejas, que eran como pequeñas conchas, verle fruncir las cejas y ponerse solemne. Pero rechazó el impulso. «Ella me conviene más así", pensó, "divertida, vibrante, capaz de arrancarme de mi mismo durante una tarde».
—No tenía ni idea de que produjera tanto revuelo detrás de mí —protestó, sinceramente.
Ella se tendió de espaldas recogiendo las rodillas, y empezó a dar vueltas entre los dedos a una rosada flor de loto, completamente marchita.
—Supongo que exagero un poco —admitió, sin arrepentirse—. Probablemente no eres nada misterioso. Tal vez mis amigas y yo confundimos una expresión ausente con algo excitante y exótico. Las mujeres somos tontas y románticas, ¿verdad, Alteza?
«Algunas, si", pensó él, ceñudo. "Y otras son crueles, y a otras no les importa el romance, sino sólo la riqueza y el poder, y las hay que usan su seducción para mutilar.»
—El romanticismo no tiene nada de malo —dijo, con firmeza—. El amor es estupendo, Nefertkhay.
Ella suspiró profundamente.
—¿De veras, príncipe? ¿Estás enamorado? ¿Sueñan también los hombres tontamente y dejan vagar la vista en la nada? ¿Son capaces de robar un brazalete, un trozo de papiro al objeto de sus deseos, para poder besarlo y apretarlo contra el pecho cuando nadie mira? —Volvió la cabeza para mirarle con burlona seriedad—. ¿Es así?
«¡Qué inocente eres!", pensó él, contemplándola. "Pese a tu sofisticación palaciega, tu cháchara y tu aire mundano, tienes una bendita inocencia. En la cara de Sheritra no veo esa expresión. Ya, no.» —¿Qué edad tienes, Nefert-khay? —preguntó, súbitamente.
Ella hizo un mohín.
—¡Oh, cielos! —respondió—, voy a recibir un bondadoso sermón. Tengo diecisiete años. Mi padre lleva un año buscándome esposo, pero no ha buscado lo bastante lejos. —Se incorporó—. La verdad es que sugerí tu nombre como candidato, Alteza. Tengo sangre noble, por supuesto, aunque no real. Pero mi padre dice que tú primero debes casarte con alguien de la realeza y pensar luego en la nobleza para la segunda esposa. —Su cara se iluminó—. Date prisa, príncipe Hori. Cásate con alguna aburrida mujer de sangre azul, para que luego puedas dedicarme tus atenciones. Mejor aún, seré la primera candidata para tu harén. Tómame como concubina. Ya tendrás tiempo después de desposarme.
Hori rompió en una carcajada espontánea, la primera en muchas semanas. Rió sin poder evitarlo, con las lágrimas corriéndole por las mejillas y abriendo surcos entre la mugre que le cubría la cara. Sentía que una diminuta parte de su negro tormento se desmoronaba en su corazón. Nefert-khay pareció molestarse.
—¡Mi querida niña! —jadeó él—. ¿Hay algún modo de saber cuándo hablas en serio? Te aseguro que cuando esté dispuesto a casarme, tu nombre será el segundo que proponga a mi padre.
—¿El segundo?
—Después de la aburrida esposa de sangre azul, por supuesto.
La litera se posó en el suelo con un suave rebote y Nefert-khay apartó la cortina para mirar.
—Este sitio es perfecto —gritó—. ¡Bien hecho, Simut! Ven, Alteza. Voy a llenarte la boca de lodo por no caer a mis pies inmediatamente rendido.
Bajaron de la litera. El río corría con un movimiento casi imperceptible, a poca distancia de la arena limpia y de dos árboles retorcidos que se inclinaban hacia el agua. El camino no quedaba a la vista, pero se oían voces atrás y el suave golpetear de los cascos de burro, tras una pequeña loma.
Una exultante temeridad se apoderó de él. Se quitó la faldilla con un rápido movimiento, y la dejó caer junto a la litera. Corrió hacia el agua. Sintió que Nefert-khay se bajaba la túnica y oyó el tintineo de las ajorcas que se quitaba. Y, de pronto, se encontró tumbado en el Nilo, sintiendo que el agua fresca desprendía la arenilla que tenía pegada al cuerpo y chapoteaba a su alrededor, contra su boca. «¿Estoy despierto?", se preguntó, estúpidamente. "¿Se me permitirá volver a vivir?» Su cuerpo se meció al romper Nefert-khay la superficie del agua y tirarse a su lado, echándose atrás el cabello empapado. El agua caía en cascadas por el satén de su piel morena. Se sumergió en el agua y él sintió que le rozaba las rodillas con la boca. El príncipe cogió aire y empezó a buscarla a tientas, mientras la muchacha se deslizaba hacia el centro del río, cada vez a más profundidad.
Pasaron alrededor de una hora nadando y jugando. Sus gritos y risas provocaban respuestas jocosas entre las tripulaciones de los navíos que pasaban. Después salieron del agua y se tendieron juntos sobre la arena caliente, a la leve sombra de los árboles torcidos, desnudos, jadeando y sonriendo.
—¿Crees que tu aristocrática esposa de sangre azul será alguna vez capaz de frotarte el pelo con lodo del río? —preguntó Nefertkhay, con los ojos casi cerrados por la fuerte luz.
Hori se incorporó sobre los codos y ella hizo una mueca de fingida molestia al recibir en el cuello el agua que goteaba desde su pelo.
—No, por supuesto. Jamás saldrá al sol, por miedo a que su piel se ennegrezca, como la de las campesinas. Y únicamente permitirá tocar su cuerpo con agua pura y perfumada.
Luego la besó, apretando suavemente su boca contra aquellos ágiles labios. La muchacha le rodeó la cabeza con los brazos, su cuerpo se puso tenso, y se aplastó contra el de Hori. Pero aun sintiendo la punta de su lengua contra la suya, él comprendió que no serviría de nada. Su sabor no era el que tenía que ser. Los contornos de su cara no eran los que tenían que ser. Su cuerpo era más corto; sus pechos, más pequeños que los de la silueta que él deseaba. «Esto es infidelidad", surgió el pensamiento, claro y frío. "No seas ridículo", se replicó a si mismo, en silencio. "Sólo estás ligado a Tbubui por los lazos que tú mismo creas.» Trató de acallar su mente, apretando los ojos con más fuerza y besando a Nefert-khay más a fondo, pero persistía su sensación de traicionar a Tbubui, fortalecida. Finalmente se apartó de la muchacha y se levantó.
—Ha avanzado mucho la tarde —dijo, secamente—. Debemos vestirnos y regresar.
Ella también se puso de pie, con expresión preocupada, y le tocó la mejilla.
—¿Qué he hecho, Alteza? —preguntó, vacilando—. ¿Te ha ofendido mi maldita impulsividad al hablar?
Apenado, tanto por si mismo como por ella, Hori le cogió la mano y se la llevó a los labios antes de dejarla caer.
—No —respondió con vehemencia—. Eres bella, divertida e inteligente, Nefert-khay. Confío con todo mi corazón en que tu padre te prometa a un hombre merecedor de tan raro trofeo.
Los ojos de la muchacha se oscurecieron.
—Pero no serás tú, Hori.
—No, no seré yo. Lo siento.
Ella logró esbozar una débil sonrisa.
—Yo también lo siento. ¿Hay otra mujer?
Él asintió con la cabeza.
—Debí adivinarlo —suspiró la muchacha—. He sido muy ingenua al suponer que el hombre más apuesto de Egipto permanecía libre. Bueno, vamos a dejar una buena cantidad de arena y piedras en los almohadones de mi litera. Así, mis esclavos tendrán algo que hacer esta noche.
Subió la cuesta, dirigiéndose hacia el revuelto montón de lienzos. Él la siguió con torpes movimientos, reparando con una especie de mansa desesperación en sus nalgas perfectas, en su espalda torneada.
Se vistieron deprisa. Nefert-khay despertó a los portadores, que dormitaban a poca distancia y dio la orden de que los llevaran de vuelta al palacio. En el reducido espacio de la litera, entre las cortinas, se dedicó con esmero a sacudirse la arenilla de las piernas y a recogerse el cabello, charlando siempre de superficialidades. Hori le respondía lo mejor posible, sin poder mirarla a los ojos.
Le dejaron ante la entrada principal. Dio gravemente las gracias a la muchacha por aquel delicioso rato y se alejó sin mirar atrás. Nunca se había odiado tanto a sí mismo en toda su vida. Podía ver casi los barrotes de la jaula que le rodeaba. Sabia que la había construido él mismo, pero ya no recordaba cómo. No había modo de salir.
Trata a quienes de ti dependen tan bien como puedas:
pues tal es el deber de aquellos a quienes el dios ha bendecido.
Cuatro días después de que la familia volviera de Tebas, una tarde en que Khaemuast intentaba cumplir la promesa hecha a Ramsés atendiendo la correspondencia oficial acumulada durante su descuido, le anunciaron a Ptah-Seantkh. Levantó con alivio la vista, apartándola de una de tantas cartas de protesta, enviada por uno de tantos ministros menores ahogado por su propia burocracia. Despidió a su escriba sustituto y cruzó el despacho para dar la bienvenida al joven.
Ptah-Seankh se adelantó con una reverencia. Estaba intensamente bronceado, casi negro. El blanco de sus ojos se destacaba con un color casi azul contra la llamativa tonalidad de su piel y tenía los labios escamados. Khaemuast le notó cansado y tenso, y pensó que el joven acababa de cubrir muchos kilómetros, acompañado sólo por el difunto Penbuy y unos pocos guardias y sirvientes.
—¡Bienvenido a casa! —exclamó, abrazando a Ptah-Seankh. Le llevó hacia el escritorio y le puso un vaso de cerveza en la mano—. Confío en que el embellecimiento de tu padre haya acabado bien, Ptah-Seankh. El sumo sacerdote de Ptah le espera aquí en persona, con sus acólitos, para sepultarle con todos los honores.
Ptah-Seankh bebió la cerveza a grandes tragosy depositó cuidadosamente el vaso sobre la mesa.
—Gracias, Alteza —dijo—. El cuerpo de mi padre descansa ahora en la Casa de los Muertos. Yo mismo inspeccioné el trabajo de su embellecimiento y estoy satisfecho.
«Eso ha de haber sido difícil para él», pensó Khaemuast, con compasión. Indicó una silla al escriba, pero el hombre vaciló.
—Con respecto a la misión que me encomendaste —prosiguió, tímidamente—, la he concluido. He aquí los resultados de mi trabajo.
Y le tendió un rollo. Khaemuast lo cogió con gesto ansioso y miró a Ptah-Seankh, que permanecía de pie, con los ojos bajos.
—¿Qué ocurre? —preguntó, impaciente, con una sensación de inquietud—. ¿Hay malas noticias para mi en esto? —Golpeó el papiro contra el muslo—. ¿O acaso has enfermado por el viaje?
Ptah-Seankh pareció dominarse y levanté la cabeza para enfrentarse con una sonrisa a la mirada de Khaemuast.
—El viaje me ha dejado aturdido, Alteza —dijo—. Eso es todo.
Khaemuast ya había roto el sello personal de Ptah-Seankh y estaba desenrollando el papiro.
—En ese caso, será mejor que pases el día en tus habitaciones, durmiendo. Mandaré decir a los sacerdotes que los funerales de Penbuy podrán efectuarse dentro de tres días. ¿Estás de acuerdo?
Ptah-Seankh aceptó con una reverencia. Khaemuast le olvidó durante un momento, mientras estudiaba con el ceño fruncido el contenido del rollo. Su rostro se fue despejando poco a poco y acabó la lectura sonriendo ampliamente.
—Te has portado muy bien, Ptah-Seankh —dijo—. Muy bien, sí. Puedes retirarte.
Cuando estuvo solo, Khaemuast curvó la espalda en su asiento, tras el escritorio, y cerró los ojos. Había desaparecido el último obstáculo para su casamiento, y sentía una profunda relajación. Tbubui había dicho la verdad. Él nunca lo había dudado desde luego, pero existía la posibilidad de que hubiera exagerado la antigüedad de su linaje. Sin embargo, allí estaba asegurado, negra y enfáticamente sobre el papiro amarillento, en la pulcra letra de Ptah-Seankh. Una finca pequeña, pero razonablemente próspera. Un titulo nobiliario de importancia menor, pero legítimo. Una casa pequeña, pero habitable, que podrían usar a veces durante el invierno, cuando Coptos era sólo una fogata y no un horno furioso, si él quería alejarla de la acusadora mirada de Nubnofret. No tendría deberes que atender y nada ocuparía su tiempo. Estaría solo con ella, en el espacio atemporal de la comarca del sur. Ella estaría allí a sus anchas, fundiéndose con el paisaje de un modo que no era posible en la ajetreada Menfis. Khaemuast recordaba bien el sur. El silencio, los repentinos momentos de soledad, en absoluto desagradables, que el viento desértico conjuraba al azotar una arena demasiado caliente para el pie descalzo; el Nilo, que se alejaba hacia el infinito por un paisaje indiferente, elemental, de vasto cielo azul y dunas reverberantes.