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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (57 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—¡Tú no ves lo que yo veo! —exclamó ella, angustiada—. ¡Las miradas de odio a tu espalda, las pequeñas indignidades, la altanería deliberada! —Apoyó sus blancas manos en el vientre—. No me preocupo por mi misma. Te amo y sólo quiero hacerte feliz, Khaemuast. Pero vamos a tener un hijo, ¡temo por mi hijo!

Estaba cada vez más alterada. Su voz se elevaba histéricamente y sus manos se agarrotaron sobre su abdomen desnudo. El lienzo había caído al suelo, dejándola desnuda ante él, de pie, bella en su pánico y su impudor. Su salvajismo encendió en el príncipe una palpitación de deseo, pero intentó calmarla.

—Las embarazadas suelen volverse irracionales, Tbubui. Sin duda lo sabes —dijo—. Piensa bien lo que dices, estás en mi casa, no en el harén de un rey extranjero sin escrúpulos. Eres mi esposa. Yo me regocijo por la llegada de este niño y lo mismo hará mi familia.

Ella se acercó más a él.

—No, ellos no —insistió—. Eres un príncipe de sangre real, Khaemuast, y tu progenie pertenece a Egipto. Todos tus hijos, incluido éste —señaló, aferrándose el vientre—, forman la línea de sucesión al Trono de Horus. Hori tiene mucho más en juego que el hijo de un mercader cuya segunda esposa queda embarazada. Si algo te ocurriera, él y todos los de tu familia tratarían de desheredar a mi hijo. Un hijo mio es una amenaza para su futuro. ¡Oh!, ¿No lo comprendes?

Khaemuast empezaba a comprenderlo, pero no le gustaba. «¿Será cierto?", se preguntó. "Ellos no quieren a Tbubui aquí, pero yo pensaba que esa división se borraría con el tiempo. Ahora bien, este embarazo añade otro dolor a las heridas que ya sufre la familia.» Trató de imaginar cuál seria la situación en caso de que él muriera y sintió un escalofrío. Verdaderamente, Tbubui quedaría indefensa. Pero ¿había acaso de quién defenderla? Súbitamente, el desagrado de Nubnofret, la hosquedad de Hori e incluso la flamante irritabilidad de Sheritra cambiaron y adquirieron en su mente una nueva significación. No podía discutir, lo que Tbubui decía parecía verdad. Y ahora la tenía frente a él, jadeando con las mejillas mojadas de lágrimas.

—¿Me amas, Khaemuast? —preguntó, con voz estrangulada—. ¿Me amas?

—¡Tbubui! ¡Más que a nada! —respondió.

—Entonces ayúdame, por favor. Soy tu esposa y me debes protección. Y más aún se la debes al hijo que va a nacer. Borra a Hori y a Sheritra de tu testamento a favor de este nuevo hijo tuyo. Hazlo antes de que le ocurra alguna fatalidad terrible. Quitales ese poder para que yo pueda vivir en paz aquí, ansiando el momento de traer al mundo el fruto de nuestro amor. De otro modo… —Se inclinó, con las manos en las rodillas, y miró a Khaemuast con una loca intensidad—. De otro modo tendré que divorciarme y marcharme.

Él tuvo la sensación de haber recibido un golpe. Le dolía el pecho y no lograba respirar.

—Por todos los dioses, Tbubui… —graznó—. No lo dirás en serio…, no hay necesidad de medidas tan drásticas… no puedes pensar…

La mujer lloraba.

—Créeme, querido hermano, desde que supe que estaba embarazada no he pensado en otra cosa. Nubnofret no me aceptará jamás. Me dijo a la cara que tengo corazón de prostituta. En cuanto a Hori…

—¿Qué? —preguntó él, bruscamente.

Ella movió la cabeza.

—Nada. Pero te lo ruego, te lo imploro, haz lo que te pido. Eres un hombre bueno y por eso no hueles el mal que hiede bajo tu nariz. El faraón se encargará de Hori. Y Sheritra, sin duda, se casará con algún noble de fortuna. ¡Ellos no sufrirán! ¡Sólo mi hijo sufrirá si te retrasas!

—¿Que Nubnofret, mi Nubnofret, te ha llamado prostituta? —repitió él, lentamente.

Ella asintió.

—Sí. Te juro por todos los dioses que te estoy diciendo la verdad. Cambia tu testamento, príncipe. Si los dioses son bondadosos, vivirás hasta ver a nuestro hijo convertido en hombre adulto y entonces esto no tendrá importancia. Pero si no… —Extendió las manos—. Te adoro, siempre te he adorado. No me obligues a arrancarme el corazón abandonándote.

Khaemuast no podía pensar. Quería tener la mente despejada, discutir racionalmente con ella, pero la cabeza le daba vueltas y tenía miedo, muchísimo miedo, de que ella estuviera en lo cierto y cumpliera su amenaza. «No puedo vivir sin ella", pensó "No puedo volver a la vida que llevaba antes. Seria la desolación, la soledad, sería la muerte. Ella me ha cambiado, ha estado trabajando en mi desde el principio. Ya no soy el Khaemuast de Nubnofret, el padre de Hori, la mano derecha de Ramsés. Soy el amante de Tbubui solamente.»

La atrajo hacia el diván con un ademán del brazo y la empujó rudamente sobre el colchón para subirse encima de ella.

—Muy bien —chirrió, ya casi enloquecido por la fiebre del deseo—. Muy bien. Desheredaré a los hijos que me dio Nubnofret y concederé el derecho de heredar a nuestro hijo. Pero no les diré nada. Te odiarían aún más.

—No hay necesidad de decirles nada, a menos que se conviertan en un peligro —respondió ella—. Gracias, Khaemuast.

Pero él no replicó, no la había oído. En él se levantaba ya la ola de lujuria, que ahogaba todo pensamiento. Tardó mucho en recobrar la noción de dónde estaba. La lámpara se había agotado ya y los chacales aullaban muy lejos, en el desierto, más allá de Saqqara. La ciudad estaba envuelta en el silencio de la noche profundísima.

CAPITULO 17

¿Te irás porque tienes sed?

Toma mi pecho

lo que hay en él desborda para ti.

El alba era una tregua en la oscuridad cuando Khaemuast salió subrepticiamente de la casa de las concubinas y regresó a sus habitaciones, donde cayó casi simultáneamente en su diván y en sus sueños. Despertó tres horas después, percibiendo las suaves notas de su arpista y el agradable olor a pan fresco, higos maduros y uvas. Kasa estaba enrollando las persianas para dar paso al precioso sol temprano, que dos horas después seria excluido sin contemplaciones.

Khaemuast comió sin mucho apetito, pensando en lo que había dicho Tbubui la noche anterior. Pero era como si la decisión ya estuviese tomada y las consecuencias de su ruego y sus propias objeciones corrían por él sin mucha coherencia. «Tiene mucha razón", se dijo, escupiendo una pepita de uva en la palma de la mano y mirándola estúpidamente. "Debí tener en cuenta esta posibilidad, pero sepulté la cabeza en el arenal del engaño a mi mismo. La realidad nos ha alcanzado a todos y es algo frío, inmisericorde y brutal. Es preciso hacer algo inmediatamente, hoy mismo, o la perderé.»

—Kasa —llamó—, ordena a Ptah-Seankh que me espere en el despacho. ¿Has elegido mi ropa para esta mañana?

Acabó de comer, despidió al arpista con un ademán y, ya bañado y vestido, rezó sus oraciones ante el altar de Thot. «Si supieran lo que voy a hacer, me odiarían",pensó, mientras su boca pronunciaba las antiguas palabras de súplica y veneración. "Indignación, amargura, traición… ninguno de ellos lo comprendería. Pero Tbubui es mi vida, mi juventud, mi último amuleto contra los años que avanzan y la larga oscuridad. Mi padre tiene más riquezas de las que pueden soñar los hombres comunes. Que él se encargue de recoger los pedazos, si yo muero. Me debe eso, por lo menos.»

Apagó el incienso, cerró el altar y fue a su despacho. Uno de los sirvientes bajaba ya las persianas contra la implacable potencia del sol. Fuera, se oía trabajar a los jardineros. Ptah-Seankh estaba sentado en un banquillo, leyendo con la paleta en el suelo. Al vez entrar a Khaemuast se levantó para hacerle una reverencia.

—Te saludo, Ptah-Seankh —dijo Khaemuast—. Un momento, por favor.

Sacó de su cinturón una pequeña llave, pasó al cuarto interior, y abrió un arcón del cual retiró un rollo, con el que volvió al despacho. Entregó el papiro al escriba y ocupó su sitio tras el escritorio.

—Eso es mi testamento —explicó—. Quiero que lo leas con atención. En él hay tres cláusulas que se refieren a la distribución de mi fortuna personal y mis fincas hereditarias. Pon cuidado en diferenciar entre mis bienes personales y los que me son asignados por mi condición de príncipe. Estos últimos pasan automáticamente a Hori y sobre eso no puedo hacer nada. Pero quiero que le elimines de la herencia de mis bienes personales y también a mi hija Sheritra. Deja intactos los bienes de Nubnofret.

Ptah-Seankh le miró fijamente, apretando el rollo con estupefacción.

—Pero Alteza —tartamudeó—, ¿qué ha hecho el príncipe Hori? ¿Has meditado bien lo que me estás pidiendo que haga?

—Por supuesto —contestó Khaemuast, de mal humor—. Mi esposa Tbubui está embarazada y eso requiere cambios en el testamento. Hay una copia de ese documento archivada en la Casa de la Vida, aquí en Menfis. Llévate mi sello como autorización, retira esa copia y ejecuta en ella los mismos cambios. Pondrás como único beneficiario al hijo que va a tener Tbubui.

Ptah-Seankh dio un paso adelante.

—Alteza, te ruego que medites bien antes de tomar esta solemne iniciativa —balbuceó—. Si eliminas a Sheritra de tu testamento, la dejas sin medios para pagar la dote en el caso de que mueras dejándola soltera. En cuanto al príncipe Hori…

—Si quisiera conocer tu opinión, te la pediría —bramó Khaemuast—. ¿Quieres que te repita las instrucciones?

—Si —asintió Ptah-Seankh, con voz firme, pese a su palidez—. Me parece mejor que el príncipe repita esas palabras.

«Confía en que me asuste al oírlas y cambie de idea", se dijo Khaemuast. "En realidad, estoy asustado, pero no voy a retroceder.» Y repitió sus indicaciones, lentamente y con cuidado, consciente de la mirada fija e incrédula del escriba. Por fin, le indicó que se retirara. Ptah-Seankh le hizo una reverencia y se detuvo un momento, como si quisiera volver a discutir, pero luego salió retrocediendo de espaldas y la puerta se cerró con un discreto chasquido.

«Ya está hecho", pensó Khaemuast, escuchando los apagados sonidos que llegaban desde el jardín, con los brazos apoyados en la pulida superficie de la mesa. "En unas pocas horas he traicionado a mis hijos y me he hundido en la degradación, pero conservo a Tbubui. Más tarde me ocuparé de la transgresión de Maát, pero ahora iré a verla, a ver el sosiego que suavizará su rostro cuando le diga que ella y nuestro hijo están a salvo. Sus ojos se iluminarán poco a poco y me acariciará la cara con la punta de los dedos. Entonces sabré que he hecho lo correcto, lo único correcto.»

Pero no se movió. Las voces de los jardineros se apagaron lentamente y fueron reemplazadas por las de pájaros que reñían, por la de un sirviente que pasaba canturreando y por el tono estridente de Wernuro, la criada de Nubnofret, regañando a alguna infortunada esclava. «Lo correcto", pensó, sin emociones. "Lo único correcto.» No pudo levantarse.

Ptah-Seankh intentaba asimilar lo que acababa de ocurrir de pie ante la puerta cerrada, apretando el rollo en la mano. Sabía que el guardia le miraba con una subrepticia curiosidad; tenía que moverse, pero durante unos momentos no pudo. «El príncipe está loco", pensó, con desesperación. "Ha perdido el juicio. ¿Qué debo hacer? Mi primera obligación es obedecerle en todo, pero no puedo aceptar esto. Padre, ¿qué habrías hecho tu? Yo soy aquí sólo un aprendiz, aunque con privilegios. No sé más que mi amo, pero ¿cómo voy a hacer esto? ¿Debo presentarme ante la princesa y confesárselo todo? Tendría que limitarme a cumplir las órdenes y ocuparme de mis propios asuntos. Soy un recién llegado a esta casa en la que mantengo la reputación de mi padre. Pero todavía debo hacerme la mía.»

De improviso, recordó la terrible cosa que la segunda esposa del príncipe le había obligado a hacer y la culpa que ello cargaba sobre todas las partes. «Tal vez los dioses me ofrecen esta oportunidad para corregir el mal que hice", pensó. "Al mismo tiempo puedo purificar mi conciencia." Lo que se le ordenaba hacer estaba mal, sin duda. El príncipe tenía derecho a incluir en su testamento los detalles que quisiera, pero aquellos cambios hedían a corrupción. "Oh, Thot, sabio guía de la mente y la mano del verdadero escriba", oró Ptah-Seankh, siempre bajo la atenta y curiosa mirada del guardia, "dime qué debo hacer».

Echó a andar por el largo pasillo y en el otro extremo se encontró con Antef, sirviente personal y amigo del príncipe Hori. Lo tomó como una señal. Con una reverencia, preguntó dónde podía estar el príncipe, pero Antef respondió brevemente que no lo sabia. Ptah-Seankh empezó a buscarle. Una hora después todavía no había hallado a Hori, pero si a la princesa Sheritra, que llevaba un cuenco de leche en las manos.

—Te saludo, Ptah-Seankh —dijo ella—. Espero que te encuentres a gusto aquí y que mi padre no te esté volviendo loco con su trabajo.

Él se inclinó.

—Me hace muy feliz trabajar en esta augusta casa, Alteza —replicó—. ¿Puedo preguntarte si has visto a tu hermano? Le estoy buscando por toda la casa, pues necesito hablar inmediatamente con él.

Ella reflexionó un momento.

—Si no está en casa, ha de estar en el embarcadero —respondió—. Sé exactamente dónde. ¿Es muy importante, Ptah-Seankh?

Él asintió.

—En ese caso, enviaré a buscarle. Ve a esperarle a sus habitaciones. Pero antes debo alimentar a las serpientes, de la casa.

Le dirigió una sonrisa y continuó su camino, mientras el escriba se volvía hacia las habitaciones del príncipe, siempre con el rollo apretado entre las manos. Esperó mucho rato, pero era paciente. Llegó la hora de la siesta y recordó con nostalgia su pulcro diván. Pero permaneció en la antecámara del príncipe, bajo la mirada del mayordomo, hasta ver entrar a Hori.

El joven se acercó a él con una sonrisa. Traía la faldilla húmeda y manchada de algo que parecía cieno del río y no se había puesto una sola joya, ni siquiera un amuleto. A pesar de todo, Ptah-Seankh se dijo que nada podía oscurecer su extraordinaria hermosura.

—¿Necesitas yerme? —preguntó con brusquedad.

Ptah-Seankh le hizo una reverencia, sin apartar la vista del mayordomo.

—En efecto, Alteza, pero preferiría hablar contigo en privado.

Hori despidió a su mayordomo con un ademán de la mano y cuando las puertas se cerraron tras él, ofreció al escriba el vino que estaba abierto sobre la mesa. Ptah-Seankh lo rechazó. Hori, en cambio, se llenó bastante la copa y se acomodó en una silla.

—Lo último de una gran cosecha —comentó, acercando su copa a la luz para que se reflejara en el vino—. Mi tío puede haber sido relegado a la categoría de la nobleza menor, pero las uvas que cultiva producen el vino más real de Egipto. ¿Qué deseas, Ptah-Seankh?

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