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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (72 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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«Una familia se ha desintegrado, pero estoy edificando otra", pensó, intentando defenderse de aquel horrible espasmo de soledad. "Después de todo, ahí está el bebé de Tbubui. Convenceremos sin duda a Sheritra de que olvide ese misterioso mal humor femenino y ella y Harmin llenarán la casa con el caos feliz de mis nietos.» Pero no le abandonaba la sensación de algo roto, de cosas idas que no podían ser reparadas.

—Khaemuast, te he dicho lo mismo tres veces —interrumpió Tbubui sus cavilaciones, inclinándose para darle un ligero beso—. ¿Dónde estás?

El volvió su atención hacia ella con un gran esfuerzo.

—Lo siento, querida mía —dijo—. ¿Qué me preguntabas?

—Tu hermano Si-Montu ha enviado un mensahje preguntando si puede venir a cenar la semana próxima. ¿Es aceptable?

Aceptable. De pronto Khaemuast cogió su brazo.

—Duerme conmigo esta noche, Tbubui, en mis habitaciones, en mi diván —rogó—. Te necesito allí.

La alegría de la mujer desapareció. Le observó con una expresión preocupada.

—Desde luego —accedió—. ¿Qué te pasa, Alteza?

Pero él no podía decirselo. La fragancia de las flores, el transparente vino malva e incluso la cascada de notas que brotaba de los dedos del arpista, todo conspiraba con la sombría atmósfera de la casa para hundirle en el pasado y torturarlo con los terrores del presente.

—Los higos están agrios —fue lo único que pudo decir.

Ella acudió a sus habitaciones un rato después. Avanzó hasta el diván, envuelta en una nube de perfume y sus ondulantes lienzos, sueltos y seductores. Sin decir palabra, se quitó la ropa, abrió las piernas y descendió hacia él con prácticos movimientos. Él emitió un quejido y se entregó a las maravillosas sensaciones que sólo ella podía producirle. Pero después, mientras Tbubui dormía, respirando sosegadamente en el huevo de su brazo, Khaemuast permanecía despierto, atrapado por una oscura premonición. No se atrevía a observarla durmiendo. Lo había hecho una vez, y algo en el brillo de sus ojos bajo los párpados entornados y en sus pequeños dientes de animal entre los labios entreabiertos le había atemorizado.

Se agarró a los familiares ruidos de la cordura. Oía al guardia suspirar junto a su puerta. Oía a Kasa roncando en la otra habitación. Los chacales aullaban lejos, en el desierto, y mucho más cerca un búho chistaba en el jardín. La lámpara escupió, haciendo girar las sombras un momento. «Estas cosas son reales", pensó. "Estas cosas son consuelo y cordura. Reténlas, pues son infinitamente preciosas.»

Aún estaba despierto cuando oyó susurros fuera. Permaneció inmóvil, esperando, hasta que Ib se acercó al diván. Iba desnudo y era obvio que se había levantado precipitadamente de su esterilla, en el pasillo.

—Habla —ordenó Khaemuast.

Ante esa palabra, Tbubui se movió a su lado, separando de él su carne fresca, y le volvió la espalda.

—Será mejor que te levantes, Alteza —susurró Ib—. Antef ha vuelto con la balsa y trae a tu hijo. Ven, por favor.

«Hori ha muerto", se dijo Khaemuast. Despidió a Ib con un gesto de asentimiento y se levantó con cuidado. "Ese era el aura de desolación que ha estado llenando poco a poco la casa. Hori ha muerto.» Se envolvió una faldilla a la cintura y buscó a tientas sus sandalias para salir al pasillo. Antef le esperaba allí, pálido y con una expresión de total agotamiento. Pero sus ojos se enfrentaron a los de Khaemuast con la mirada limpia y directa de la conciencua pura.

—Habla —repitió Khaemuast, ante su reverenda.

—Tu hijo ha muerto, príncipe —dijo Antef, sin rodeos—. Su cadáver yace en la balsa, en el embarcadero. Ha muerto en medio de terribles dolores, pero no ha imprecado contra los dioses ni contra ti. Sin duda, tendrá un juicio que será favorable.

—No comprendo —balbuceó Khaemuast, con voz entrecortada—. Hori estaba enfermo cuando ordené su arresto, es cierto, pero suponía que había contraído alguna enfermedad en Coptos, que se repondría…, que volvería a estar bien…

—Él te dijo exactamente, Alteza, lo que le ocurría —observó Antef, con franqueza—, pero te negaste a escucharle. Las lamentaciones son ahora vanas. Me encargó decirte que aunque su final era horrible, no será tan horrible como tu destino. Y también que te amaba.

Khaemuast se volvió y echó a correr por el corredor, iluminado por las antorchas. Corrió por toda la casa, pensando: «¡Hori! ¡Mi hijo! ¡Mi carne! Era un juego, era una peligrosa tontería. Nunca quise hacerte daño, no habría podido envenenarte de verdad, te amo, ¡Oh, Hori! ¿Por qué? ¿Por qué?»

Oyó que Antef, Ib y Kasa jadeaban tras él. Aunque corría cuanto podía, no logró poner distancia entre él y la creciente culpa que sentía, los remordimientos que le mordisqueaban ya los talones. Cuando llegó al embarcadero y se detuvo a mirar la balsa, casi cayéndose, lloraba de odio hacia si mismo.

Hori yacía acurrucado bajo una manta, meciéndose imperceptiblemente en el oleaje del Nilo. Parecía un montón de ropa sucia. Khaemuast bajó a la balsa y se arrodilló para retirar la manta. Como era sacerdote, lo primero que pensó al ver el cuerpo dobla do fue que los embalsamadores tendrían dificultades para enderezarlo, pues tenía las mejillas hundidas bajo el mentón. Pero luego vio su pelo apelmazado, el bello rostro que había sido el comentario de todo Egipto, flojo y vacío en la muerte, y una mano con la palma hacia arriba, en un gesto de súplica, y cualquier pensamiento se desvaneció. Inclinado sobre el cadáver, Khaemuast se echó a llorar, lanzando grandes gemidos de amor y de dolor que resonaban en las lejanas e invisibles orillas del río, para volver con una oquedad burlona. Sus manos se movieron por encima de su hijo, suave y torpemente, tocando la carne fría y ya putrefacta, las guedejas sin vida, la fuerte nariz y la boca, silenciosa. Notó que sus acompañantes permanecían de pie, desolados, en los peldaños del embarcadero, pero no le importó.

—¡Yo no quería hacerte daño! —gruñó, y el saber que era mentira le clavó otra daga en el corazón—. ¡Estaba ciego, engañado! ¡Perdóname, Hori!

Pero Hori no se movía, no le sonreía para perdonarle, no comprendía. Y ya era demasiado tarde. Khaemuast se levantó.

—Ib —ordenó, vacilando—, lleva su cuerpo a la Casa de los Muertos. El embellecimiento debe comenzar de inmediato, pues ya empieza a pudrirse.

Se le quebró la voz y no pudo continuar. Antef dio un paso adelante. No había piedad alguna en sus ojos, sólo aceptación de los hechos y desprecio por Khaemuast.

—Yo amaba a tu hijo —dijo, sin emoción—. Ahora que ha muerto ya no tengo relación alguna con esta casa maldita. No pienso asistir a los funerales de Hori. Adiós, Alteza.

Hizo una reverencia y desapareció. Khaemuast creyó gritar: «¡Vuelve!", pero las palabras permanecieron en su mente. "Vuelve, quiero saber cómo ha muerto, qué dijo, qué sintió. ¡Oh, Hori!, ¿cuál es la verdad, cuál es la verdad?»

Abandonó lentamente la balsa. En cuanto estuvo de pie en la piedra, que retenía aún el calor del día anterior, Ib empezó a encargarse de lo que se debía hacer. Khaemuast abandonó el cuerpo doblado de su hijo y volvió a la casa, andando lentamente. «Aún es de noche", pensó, con aturdimiento. "Nada ha cambiado, Hori ha muerto y nada ha cambiado". El pasillo de sus habitaciones acechaba, silencioso y vacío, con la sola presencia del guardia que custodiaba su puerta y las antorchas encendidas. La casa aún dormitaba, sin saber nada. "Hori ha muerto», quería gritar Khaemuast, con todos sus pulmones. Pero entró en su cuarto, tambaleándose, y se dejó caer en el diván.

—Hori ha muerto.

Tbubui se movió con un suave gruñido y él creyó por un momento que había vuelto a dormirse, pero luego apartó las sábanas y se incorporó.

—¿Qué?

—Hori ha muerto —repitió Khaemuast, como en una letanía. Y empezó a mecerse en su dolor.

Ella le miró con aire indiferente, con los ojos hinchados por el sueño.

—Si, lo sé —dijo.

Él se quedó petrificado.

—¿Qué dices? —susurró. Y de pronto su corazón empezó a galopar en su pecho.

—Lo que he dicho —confirmó ella, pasándose una mano por la cara y bostezando—. Nenefer-ka-Ptah le echó un encantamiento. En realidad, se lo echó antes, cuando se atrevió a viajar a Coptos, aunque no tenía importancia. Yo sabía que no ibas a creerle.

Khaemuast sintió que el cuarto giraba y retrocedía vertiginosamente.

—¿Qué estás diciendo? —repitió—. ¿Qué quieres decir?

Ella volvió a bostezar y se pasó la lengua rosada por los labios.

—Quiero decir que, como Hori ha muerto y tú te negaste a ayudarle, tu degradación ya se ha completado, Khaemuast, y mi tarea se ha cumplido. Ya no estoy obligada a representar más mi papel. Tengo sed —agregó—, ¿queda algo de vino?

Se sentó en el borde del diván y escandió vino en una copa. Khaemuast la observó beber, con incredulidad. La copa volvió a la mesilla con un tintineo y ella le miró con impaciencia.

—Hori tenía razón —prosiguió, echándose el cabello atrás y levantándose. Su cuerpo desnudo captó la leve luz, que lo acarició suavemente, lamiendo sus largos muslos y curvándose sobre sus pechos—. La historia que trajo de allí es cierta, pero ¿que importa? Estoy aquí, te doy lo que necesitas. Soy tu esposa.

—¿Que es cierta? —tartamudeó el príncipe, sin comprender.

Todo en él giraba enloquecidamente, mil voces, mil emociones, todas discordantes entre si. Se agarró a las sábanas para calmar las oleadas de mareo que rompían en él.

—¿Qué historia, Tbubui? No me importa que tu linaje no sea puro.

—No lo entiendes, ¿verdad?

Se desperezó y le excitó, hipnotizándole, como siempre, con la flexibilidad de sus sensuales músculos. El príncipe se consumió al instante de lascivia, como si poseyendo nuevamente su cuerpo pudiera borrar su dolor, su culpa, su desconcierto. Ella se acarició los pezones y el terso vientre.

—Soy un cadáver, Khaemuast —dijo, con aplomo—. Sisenet no es mi hermano, sino mi querido esposo, Nenefer-ka-Ptah. Tú mismo nos despertaste, como habíamos confiado en que alguien lo haría. Somos los legítimos propietarios del Pergamino de Thot, hasta allí donde algún mortal puede ser legitimo propietario de un objeto tan mágico, preciado y peligroso. —Le dedicó una conquistadora sonrisa—. Supongo que ahora el dueño eres tú, por haberlo robado, y maldito sea el provecho que obtengas de él. Thot no acepta que los humanos se entrometan en los asuntos divinos. Nenefer-ka-Ptah y yo… y también Merhu, mi hijo, al que tú llamas Harmin, pagamos bien cara nuestra posesión del Pergamino. Pero valió la pena, claro que si.

Se deslizó hacia él, dejándole oler su perfume. La había intrigado desde el principio aquella mezcla de mirra y algo más, algo que no podía identificar. Ahora, empezaba a comprender lo que había hecho, y, aturdido por el horror, reconoció el olor que yacía bajo aquel aroma inquietante. A la mirra se imponía el olor del matadero, el persistente hedor de la muerte y la podredumbre, que había percibido docenas de voces al destapar los sarcófagos donde yacían viejos restos mohosos. Tbubui estaba empapada de aquel hedor por debajo de la fuerte mirra, su cuerpo lo exudaba a cada movimiento. Khaemuast sintió deseos de vomitar.

Permaneció petrificado en el diván, mientras ella se balanceaba seductoramente hacia adelante y hacia atrás. Su mente parecía haberse convertido momentáneamente en calcio. «Hori tenía razón", pensó, atontado. "Que los dioses tengan misericordia. Hori tenía razón. He amado a un cadáver.»

—Si —balbuceó.

—¡Bien! —sonrió ella.

Y él pensó en ese enigmático acento. «No es un acento extranjero", se dijo, con excitación. "Es puro acento egipcio, pero tal como se debía hablar hace cientos de años. ¡Oh, cómo he podido estar tan ciego!»

—Príncipe Khaemuast —prosiguió Tbubui— maestro en medicina, maestro en magia, situado por encima de las leyes de los dioses en su arrogancia. Ahora no puedes librarte de mi. ¿Crees que es un castigo adecuado?

Hizo una pausa. En realidad, no esperaba respuesta. Khaemuast pensó, «sí, mi castigo es enteramente adecuado, enteramente implacable. He sido culpable de una arrogancia sin igual en todo Egipto. Pero ¿era eso motivo para castigar también a mi hijo, a mi hija, a mi pobre y paciente esposa? ¿Tan inmisericorde es el juicio de los dioses?»

—Estoy en tu corazón, en tus entrañas, en tus genitales, y allí voy a quedarme —ronroneó ella, acercándose más. Sus ojos de obsidiana brillaban a pocos centímetros de los de él y su aliento a matadero le enfriaba la boca—. Te domino. Tú me has dado ese poder a cada paso del camino. ¡Tonto! —entornó los ojos y se apartó. Khaemuast la siguió con la vista, hipnotizado: sus nalgas en movimiento, su cabellera al vuelo—. Nenefer-ka-Ptah y Merhu se mudarán aquí. Nenefer es mi esposo legal, aunque supongo que ya lo has adivinado. Nubnofret se ha ido, Hori ha muerto y Sheritra se ha amurallado tras el odio que siente por sí misma. ¡Qué familia tan feliz va a ser la nuestra! —se volvió hacia él con una calculada sorpresa, enarcando las cejas y abriendo mucho los ojos—. ¡Ah, a propósito! No estoy embarazada. Te lo dije para someterte a una de las pequeñas pruebas que Thot decretaba para ti. Era otra oportunidad para que te salvaras. Pero fracasaste, Khaemuast, como fracasaste en todas las otras. Desheredaste a tus hijos y, de ese modo, aumentaste tu destrucción moral y espiritual en nuestras manos. No importa, puedes compartirme con Nenefer. Será interesante, ¿no crees? Ven. —Abrió los brazos y meció las caderas en un movimiento lento y seductor—. Hazme el amor, de todos modos. Lo deseas, me doy cuenta. En los viejos tiempos. Khaemuast, no había hombre que se me resistiera. ¡Esos viejos, viejísimos tiempos!

El príncipe oyó su risa y, a pesar de si mismo, a pesar del espanto y el horror, a pesar de la incredulidad a la que ya no podía agarrarse, se sintió tan excitado como la primera vez que la vio. Se levantó, estremeciéndose. Doliente, destrozado, enfermo, se veía todavía obligado a obedecerla.

—Bien —le alentó ella—, bien. Necesito que me calienten, Khaemuast. Tengo la carne tan fría…, como el Nilo, tan frío y denso en mis pulmones, mientras me aferraba a Nenefer, gritando, con la esperanza de que alguien nos rescatara. Y alguien nos rescató. —Se acercó a él y le pasó las manos por la cabeza, el cuello y el vientre, hasta allí abajo, donde estaba indefenso, involuntariamente erecto—. Tú nos salvaste, Khaemuast —murmuró, acercando su boca al cuello—. Tú lo hiciste. Penetra en mi, príncipe. Quiero que me hagas el amor.

BOOK: El papiro de Saqqara
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