—No seas fantasioso —espetó Sheritra, con más brusquedad de la que deseaba.
Súbitamente apartó la mano, para no tocar aquel rollo. Hori lo acariciaba, extasiado por un fascinante espanto.
—No lo soy —aseguró—. Lo reconozco sin ninguna duda. La sangre de papá, las marcas de la aguja, el hilo. Papá ordenó que pusieran las tapas en los sarcófagos y después, la tumba fue cerrada y sellada y la escalera, cubierta con escombros. Sin embargo, el rollo está aquí. Aquí.
Antef le observaba, inmóvil, apoyado sobre una sola rodilla, Sheritra no quería ver la expresión de su hermano, pero tampoco ella podía apartar la vista de él. Nunca había visto tanto miedo mezclado a la resignación.
—Ningún humano ha podido hacer esto —agregó Hori—, ni siquiera un muerto. El mismo Thot sacó el Pergamino de la tumba y lo puso aquí. Su divina maldición ha caído sobre nuestro padre. Mi propia desgracia palidece hasta la insignificancia ante la condena de un dios. —Empezó a reír otra vez, débil e indefenso, apretando el pergamino al pecho—. ¡Y él ni siquiera lo sabe! Todavía no, ¡no lo sabe!
—Hori —empezó Sheritra. No estaba segura de lo que debía hacer… Pero él reunió fuerzas y le dedicó una sonrisa.
—Cierra el arcón —dijo—. Debemos buscar inmediatamente a papá y enseñarle este rollo, junto con los que Antef copió en Coptos. ¡Tiene que escucharnos! —Pero ¿y tú?
Él le acarició el pelo con un gesto largo y tierno.
—Estoy acabado —dijo, sencillamente—, pero ya no me importa. El dios ha hablado. El destino de papá será más terrible que el mío. La muerte es algo limpio, comparada con esto. Ve a traer los rollos, Sheritra, Antef y yo te esperaremos aquí y después iremos a buscar a papá.
Incluso en su estado físico, no había modo de resistirse a él. Sheritra salió, cediendo ante su autoridad y en su prisa, apenas vio la reverencia del guardia.
Los rollos estaban donde ella los había dejado, en un desordenado montón sobre su diván. Bakmut dormía otra vez, respirando profundamente sobre su esterilla, junto a la puerta. Sheritra se apresuró a recoger los papiros, consciente de que la oscuridad iba menguando y tanto dentro como fuera de la casa se derramaba el profundo silencio previo al alba.
Volvió corriendo junto a su hermano. Se había quedado dormido, apretando el rollo contra el pecho y apoyando la cabeza contra el cuerpo de su amigo, que permanecía de pie junto a él.
—¡Hori no debería estar haciendo esto! —protestó Sheritra, con fiereza—. ¡Debería estar en su diván, para morir con dignidad! T@do esto es una locura, Antef, y nosotros la estamos fomentando.
Con el sonido de su voz, Hori despertó y trató de levantarse, apoyado en el brazo de Antef.
—¿Crees que papá estará con Tbubui? —preguntó con dificultad.
—No —respondió Sheritra, mientras salían al pasillo—. Tbubui está durmiendo en el techo de la casa de las concubinas. Papá debe de estar en su diván.
Temía aquella entrevista que, para ella, era una prueba de la creciente locura de Hori, pero su lealtad la obligaba a apoyarle hasta el final. Caminaba orando para que Khaemuast se mostrara comprensivo e indulgente. En el trayecto hasta las habitaciones de Khaemuast, Hori pareció desmayarse varias veces, pero al fin llegaron a la imponente puerta, revestida de electro, tras la que dormía Khaemuast. El guardia lanzó una sola mirada al desaliñado trío y llamó con los nudillos. Al cabo de un momento apareció Kasa, legañoso. Al ver a los jóvenes el sueño desapareció al instante de sus ojos.
—¡Altezas! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?
—Déjanos pasar, Kasa —exigió Sheritra—. Debemos hablar con mi padre.
El criado personal les hizo una reverencia y desapareció con presteza. Volvió al cabo de un momento que pareció un siglo.
—El príncipe está despierto y va a recibiros —anunció, apartándose.
Los tres cruzaron trabajosamente la antesala y entraron en la alcoba de Khaemuast. Se estaba incorporando, con una expresión irritada, y parpadeaba a la luz de la lámpara que Kasa acababa de traer. Al verlos se deslizó fuera de las sábanas, y buscó la faldilla para envolvérsela a la cintura. Luego señaló bruscamente la silla que había junto al diván y Antef y Sheritra depositaron allí al enfermo.
—Conque has vuelto, Hori —dijo Khaemuast, fríamente—. Enredado en locuras y conspiraciones, sin lugar a dudas. ¿Qué te ocurre?
—Está muy enfermo —se apresuró a responder Sheritra, antes de que Hori pudiera abrir la boca—, pero tiene que decirte algo, papá. ¡Oh, escúchale, por favor!
—¿Enfermo? —repitió su padre, sin mucho interés—. Ya veo que si. Enfermo de culpa. Esperaba algo más de ti, hijo mio, que una débil autocompasión y un caprichoso afán de venganza.
Hori había logrado sostener el pergamino en la mano y en ese momento se lo tendió a KIiaemuast.
—¿Reconoces esto, padre? —preguntó—. Sheritra y yo le encontramos hace menos de una hora en tu despacho, dentro del arcón cerrado donde guardas tus otros rollos. Antef puede confirmarte bajo juramento si digo o no la verdad.
—¿Qué hacíais allí? —inquirió Khaemuast, furiosamente—. Debéis de estar todos locos.
Y entonces miró el rollo. Al principio no reconoció lo que tenía entre las manos, pero al volverlo, impaciente, apareció a su vista la mancha de sangre. Lo miró con firmeza y, de pronto, le tembló la mano y lo arrojó lejos, profiriendo un juramento. El papiro pasó junto a la cabeza de Hori y aterrizó entre las sombras. Antef, sin decir palabra, dio un paso atrás y lo recogió. Sheritra, que no apartaba su atención de su padre, notó que se había puesto mortalmente pálido.
—Veo que lo reconoces —comentó Hori, con una irónica sonrisa—. ¿Recuerdas, papá, que te clavaste una aguja en un dedo y tu sangre goteó sobre la mano del cadáver? Devuélveselo al príncipe, Antef. Quiero que lo examine con más atención. Quiero que se asegure.
Pero Khaemuast dio un paso atrás.
—Es el Pergamino de Thot, ese maldito objeto —dijo, con voz ronda—. No lo niego. Lo que me niego a creer es tu tonto relato. Si de verdad habéis violado mi arcón, los tres seréis severamente castigados.
Se estaba recuperando de su impresión. Sheritra vio que el color volvía a sus mejillas y, con él, un destello de furia dominada, mezclada con astucia. Nunca había creído que su padre fuera capaz de aquella astucia genuinamente animal, pero la expresión de su rostro era inconfundible. «No nos va a escuchar", pensó, con un escalofrío de miedo. "Toda su justicia, su razón, se han consumido en la posesión de Tbubui. Es como una bestia acorralada, que se ve impulsada a la demencia para sobrevivir.»
Su padre se acercó a Hori y se apoyó las manos en las rodillas para inspeccionar, sin rastro de preocupación, la cara de su hijo, destrozada por el dolor.
—Eres un pequeño chacal, Hori —dijo, gangosamente—. ¿Quieres que te diga lo que creo? Creo que has violado mi arcón para poner allí el Pergamino, no para sacarlo. No lo has encontrado allí: lo robaste de la tumba y mutilaste mi arcón para apoyar tu insostenible historia. Y ahora, dime: ¿cuál es esa historia, con exactitud? ¿Qué increíble engaño me vas a hacer escuchar?
Sheritra se adelantó con los rollos que Hori había traído de Coptos.
—Lee esto, papá —suplicó—. Hori está demasiado enfermo para hablar. Esto te lo explicará todo.
Khaemuast se irguió para cogerlos, con una mirada indiferente. Desenrolló el primero con una gentil sonrisa.
—¡Ah!, no sé por qué, pero no me sorprende encontrarme con la escritura de Antef. ¿Conque tú también te has dejado sobornar por mi hijo, joven?
Antef no dijo nada. La mirada de Khaemuast pasó a Sheritra.
—Me aflige profundamente tu colaboración en este engaño —acusó—. Pensaba que tenias más sentido común. Pequeño Sol. ¿Has participado tú en estas falsificaciones?
—No son falsificaciones —le contradijo ella de inmediato—. Son copias de los documentos que se guardan en la biblioteca de Coptos. Antef las hizo bajo la supervisión del bibliotecario, que puede confirmar la verdad bajo juramento. Haz el favor de leerlos, papá.
—Cualquiera es capaz de jurar cualquier cosa, si se le da oro suficiente —repuso Khaemuast, sombríamente—. Pero los leeré porque tú me lo pides, Sheritra.
Se sentó en el borde del diván y, con ostentoso desdén, pasó la vista por los papiros. Hori se tambaleaba peligrosamente en la silla, entre suaves gemidos, pero su padre no le prestó atención. Antef sacó del cinturón la redoma de amapola y, después de quitarle el tapón, la acercó a la boca de Hori para que bebiera. Después se arrodilló para ofrecerle el hombro a manera de almohada. Sheritra se puso de pie, cansada, dolorida y aterrorizada. Poco a poco, el contenido de la habitación fue adquiriendo formas coherentes, la luz de la lámpara se difuminó en un amarillo sucio. La aurora estaba a un paso.
Por fin, Khaemuast dejó caer el último rollo sobre el diván, a su lado, y miró directamente a su hija.
—¿Tú das crédito a esta basura, Sheritra? —inquirió.
Era lo peor que podía preguntarle. Como ella vacilaba, adivinó:
—No. Y yo tampoco. Es una desgracia que Hori haya derrochado tanta energía en urdir esta vil patraña. Si hubiera reservado un poco para si mismo, tal vez no habría enfermado.
—Estoy enfermo porque ella me maldijo —interrumpió Hori, con torturadora lentitud—. Me advirtió a la cara que lo haría. Es un cadáver viviente, padre, como Nenefer-ka-Ptah, su esposo, y su hijo Merhu. Nos destruirán a todos. Tú mismo lo provocaste al pronunciar el primer encantamiento del pergamino. —Trató de reír—. Sólo los dioses saben qué habría ocurrido si hubieras pronunciado también el segundo.
Khaemuast se levantó y se dirigió a la puerta. Pese a su seguridad, Sheritra creyó observar en él una oculta perturbación.
—Ya he oído demasiado —dijo en voz alta—. Tbubui me advirtió que, llevado por tus celos y la demencia de tus deseos insatisfechos, intentarías acabar con ella y con su hijo. Yo suponía que hablaba así por la histeria del embarazo, pero ya no lo creo así. Tú eres una amenaza para ellos. —Abrió la puerta y gritó—: ¡Guardias!
—¡No, papá! —aulló Sheritra, atravesando la habitación para sujetarle el brazo—. ¡No puedes hacer eso! ¿No te das cuenta de que se está muriendo? ¡Ten piedad de él!
—¿Acaso tuvo él piedad de Tbubui? ¿O de mí? —replicó él, acalorado.
Dos guardias entraron apresuradamente y Khaemuast, señalando a su hijo con la cabeza, con un seco ademán, ordenó:
—Mi hijo está bajo arresto riguroso. Llevadlo a sus habitaciones y no le permitáis salir.
Sheritra volvió a gritar, pero él apartó firmemente los dedos de su brazo. Los soldados tiraron de Hori para ponerle de pie, mientras Antef se apresuraba a colocarle la redoma en la mano. El joven príncipe miró a Sheritra.
—Ya sabes lo que debes hacer ahora —dijo—. Inténtalo, Sheritra, por favor. Todavía no quiero morir.
Se lo llevaron, medio en vilo, medio a rastras, y Khaemuast se giró hacia su hija.
—En cuanto a ti —le espetó—, me das vergúenza. Por el momento estás en libertad, hasta que decida un castigo adecuado. —Se volvió hacia Antef—. Tú eres buen muchacho, en el fondo —dijo, con más bondad—; prefiero creer que has sido un instrumento involuntario de mi hijo. También serás castigado y probablemente te expulse de mi casa, pero por hoy seré benévolo. Paedes irte.
—No fuiste tan indulgente con Ptah-Seankh —le recordó Sheritra con voz trémula, cuando Antef se hubo retirado.
Su padre asintió.
—No, por supuesto. Ptah-Seankh era un sirviente mío. Era a mí a quien debía lealtad, no a Hori. Me traicionó. Pero Antef es el sirviente de Hori y, al menos, no ha ignorado sus deberes. Le admiro por eso.
—¿Y por qué no admiras la lealtad de Hori hacia ti? —urgió Sheritra—. ¿Acaso puedes pensar, seriamente, que Hori ha podido excavar los escombros para entrar en la tumba y levantar la tapa de ese sarcófago? Lee otra vez esos manuscritos, padre. Tampoco puedes creer, seriamente, que Hori ha podido inventar una historia tan complicada. Por favor, concédele siquiera el beneficio de la duda.
—Pado contratar a un grupo de trabajadores para que hicieran el trabajo en su ausencia —replicó Khaemuast, ceñudo—. No he visitado el lugar desde que… desde que…
—Estás más alterado de lo que quieres demostrar, ¿verdad, papá'? Una parte de ti se aterroriza ante la idea de que Hori pueda estar en lo cierto. En realidad, esa parte de ti lo cree con más fuerza que yo. Ve tú mismo a Coptos y habla con el bibliotecario.
Khaemuast sacudió vigorosamente la cabeza, pero habló con una voz muy débil.
—No puedo —susurró—. Ella lo es todo para mi y haré todo lo necesario para conservaría. Te equivocas. Pequeño Sol. Nadie en su sano juicio creerá que mi amada es otra cosa que una mujer hermosa, cultivada y deseable. Pero en verdad pienso que su linaje puede no ser puro. Tal vez no tenga ninguno.
—Hori no es capaz de hacerte daño —insistió Sheritra. Le dolía la cabeza y el cuerpo entero le pedía a gritos descanso y olvido, pero percibía algo oculto tras el arresto de su hermano. Su padre parecía haber aprovechado con demasiada prontitud la oportunidad de encerrarle, de ponerlo bajo su dominio. Se acercó a él y los dos se enfrentaron a la luz gris e inmisericorde de los primeros rayos infiltrados por las persianas—. Lo último que Hori desea es hacer daño a Tbubui. La ama tanto como tú y se odia a si mismo por eso, pero no a ella ni, por supuesto, a ti. ¿Hay algún hechizo que anule una maldición mortal, padre?
Él parpadeó.
—Sí.
—¿Puedo ver alguno?
Aquella expresión de astucia mortal atravesó el rostro de Khaemuast una vez más.
—No, no puedes. Son cosas volátiles y peligrosas; deben estar en manos de magos que tengan poder y autoridad para manejarlos.
—En ese caso ¿conjurarás uno para Hori?
—No. Si lo hago sin la seguridad de que está verdaderamente afectado por una maldición mortal, sólo conseguiré perjudicarle.
—Dioses… —murmuró ella, retrocediendo—. Quieres que muera, ¿verdad? Te has convertido en un monstruo, papá. ¿Prefieres que me mate ahora mismo, para ahorrarte el trabajo de hacerlo cuando Thubui decida que su vida será más fácil sin mí?
Él no respondió. Siguió allí, de pie, a la cruel luz del alba, que destacaba todas las arrugas de su cara envejecida. Sheritra dejó escapar un sollozo de desencanto y angustia, y huyó.
«Debo llegar a su despacho antes de que termine de bañarse y vestirse", pensó, desesperada. "Antes de que cambien la guardia, además. ¡Oh, qué miedo tengo! Pero no debo complicar más a Antef. Si hay que hacer algo, debo ser yo quien lo haga. ¡Ojalá estuviera Harmin aquí!»