La sonrisa de Sisenet se ensanchó. No tenía una expresión agradable y Hori reconoció de pronto en la reserva de aquel hombre una suprema arrogancia. Su modestia no era sino una divertida confianza en si mismo, que observaba y analizaba fríamente a todos. Sisenet era poder. A Hori se le contrajo la columna.
—¡Has sido tú! —exclamó—. Desde el principio. Tú hiciste el conjuro contra Penbuy. Tú has conspirado con Tbubui para seducir a mi padre. ¡Tú me estás matando!
Sisenet respondió apartándose de la mesa y descubriendo allí como un dios malévolo, gordo y primitivo, el muñeco de cera que Hori buscaba. La luz parpadeaba y danzaba sobre los alfileres de cobre, uno atravesaba la cabeza apenas formada, de sien a sien y el otro se torcía hacia abajo desde el abdomen cuadrado. Junto al muñeco, Hori reconoció sus pendientes de oro y jaspe. «Pendientes", se dijo. "Qué adecuado. Qué adecuado, maldito sea.»
—¿Es esto lo que buscas, Alteza? —preguntó Sisenet, cortésmente—. ¿Si'? Me lo parecía. Pero es demasiado tarde, morirás dentro de dos días.
La debilidad se arremolinó sobre Hori, que plantó con firmeza los pies y luchó por dominarla.
—Pero ¿por qué? —graznó. El hedor se había intensificado tanto que parecía filtrarse por todos sus poros, encogiéndole la carne—. ¿Por qué? Eres realmente su marido, ¿verdad? Eres el príncipe hechicero Nenefer-ka-Ptah y ella, la princesa Ahura. Papá os resucitó a todos. Sois muertos que andan. Pero ¿por qué contra nosotros?
—Pobre Horí… —murmuró Nenefer-ka-Ptah, con una burlona aflicción—. Seria mejor que te sentaras. Aquí, toma mi silla. ¿Quieres que llame a un sirviente y pida vino para ti?
Sus ojos negros chispeaban con un morboso humor. «Sabe lo que estoy pensando",se dijo Hori. El terror llegaba de nuevo. "Estoy en presencia de algo que tiene cientos de años de vejez, algo que no tiene derecho a estar aquí, andando, hablando entre sonrisas y gestos; algo que, debería estar envuelto en vendas y pudriéndose en la oscuridad.»
—Puedo despertarlos con una palabra —prosiguió Nenefer-ka-Ptah—, no les molesta. Mis sirvientes son de una obediencia perfecta.
—No quiero vino —susurró Hori, aunque ansiaba algo con que lavar de su boca aquel sabor a sarcófago. Sus pendientes le guiñaron traviesamente los ojos y el grotesco muñeco le sonrió con su sabia sonrisa.
—Mi esposa era la admiración del sur —prosiguió Nenefer-ka-Ptah, espontáneamente. Había empezado a pasearse despacio por la habitación sin hacer ruido con sus pies—. De alta cuna, hermosa, dotada de ese seductor magnetismo que los hombres no resisten. Sus proezas sexuales eran legendarias. Se aferró a mí mientras nos ahogábamos; se agarró como una amante, envolviéndome las piernas con las suyas, pegando su cuerpo convulsionado por el miedo al mío. Ella ha envuelto las piernas a tu cuerpo, ¿verdad, Alteza?
Hori asintió, embelesado y asqueado.
—Yo no tenía miedo. Pensaba en el pergamino, mi pergamino, eso que me había costado tanto tiempo y esfuerzo adquirir, y me sentía consolado. Los sacerdotes tenían órdenes de enterrarnos en sarcófagos sin tapa, tras un muro falso. El pergamino seria cosido al cadáver de un sirviente. En realidad, ordené que mataran a dos de ellos, para que pudieran ser sepultados en mi tumba. Pero Merhu… —Se interrumpió y se pasó la mano por el cráneo rasurado—. Merhu, mi hijo. En aquellos tiempos, la flor de la juventud egipcia. Hermoso, solicitado por todos, hábil y caprichoso. Sabia también lo del Pergamino, los dos lo sabían. Accedió a que hiciera también los preparativos para su entierro, y fue una suerte, porque él también se ahogó, poco después de que Ahura y yo fuéramos depositados en la tumba que tu padre profanó tan alegremente. Todos morimos ahogados —musitó—, en lo que sin duda fue una broma cósmica, pues amábamos el Nilo por encima de todo. En él nadábamos, en él pescábamos, por él nos deslizábamos en los largos atardeceres rojos, y con frecuencia hacíamos el amor en sus orillas, dejándonos besar los pies por las olas. Dábamos fiestas en su misterioso seno y languidecíamos por él al verle vacilar y retroceder, todos los años. Decoramos con él nuestra tumba de Saqqara y la de Merhu en Coptos, esa ciudad a la que tanto amábamos. Y, mientras tanto, el dios aguardaba para poner fin a nuestras vidas con aquello que nos había proporcionado el mayor placer. De ironías tan interesantes se compone la vida. —Se acercó a Hori—. Yo sabia que la posesión del Pergamino implicaba sus propios peligros —dijo—, pero era un gran mago, el más grande de Egipto, y decidí arriesgarme. Era mío. Yo lo gané, el precio que yo y los míos pagamos, una muerte prematura tras cinco años de poder y prosperidad.
—No has respondido a mi pregunta —tartamudeó Hori, anhelando tener fuerza suficiente para huir de allí, gritando de horror. «He estado dentro de un cadáver", pensaba. "He hecho el amor con carne muerta, como uno de esos locos que rondan la Casa de los Muertos. ¿Y papá? Su vida se ha reducido a una sola fuerza: el éxtasis de poseer a Tbubui. Incluso Sheritra está envilecida. Todos nosotros hemos cometido pecados innombrables, que nadie en Egipto podría comprender. Estas tres personas, ¿fueron siempre así?", se preguntó. "¿Tan degenerados, tan completamente desprovistos de escrúpulos? ¿O acaso la misteriosa alquimia de una resurrección forzada les robó algo humano, algo necesario para una vida irreprochable, un buen juicio y, por fin, la paz en el paraíso de Osiris? El precio de una resurrección semejante ¿es también el rechazo de los dioses? ¿También nosotros, todos nosotros, hemos sido rechazados?»
Nenefer-ka-Ptah reanudó sus paseos por la habitación.
—¿Tu pregunta? —exclamó—. ¡Oh, si! Por qué contra vosotros. Tu padre nos inspiraba agradecimiento por habernos despertado. Si de nosotros hubiera dependido, nos habríamos limitado a recuperar el pergamino y a continuar viviendo tranquilamente en Menfis. Pero… —Pareció buscar las palabras adecuadas—. Thot se había convertido en mi amo. El pergamino era creación suya y, al adquirirlo, yo había quedado bajo su completo dominio. No es bueno caer bajo la inmóvil contemplación de un dios, exige mucho más que la mera adoración. ¡Oh, mucho más! Su pico es afilado, joven Hori, y su brillante ojo, inmisericorde. Uno se convierte en un esclavo. «Khaemuast ha pecado", dijo. "Ya no sirve a más dios que a si mismo. Debe ser aniquilado. Tu ka me pertenece a cambio del pergamino y también el de Khaemuast, por su arrogante pillaje, su constante profanación de los lugares sagrados. Encárgate de eso.» A un dios no se le desobedece, y debo confesar, príncipe, que he disfrutado haciendo pedazos a tu pequeña familia, tan altanera y satisfecha de sí. Todos hemos disfrutado. Esto me ha ofrecido la oportunidad de practicar nuevamente la magia y a Tbubui, la posibilidad de jugar al juego en que es más diestra.
Miró directamente a Hori y de pronto se encendió en el príncipe el deseo de Tbubui, ardoroso e inmediato, pese a su dolor.
—¡Todos vosotros sois abominaciones! —exclamó—. ¡Devuélveme la vida!
—Pero si tú también estás contaminado —señaló Nenefer-ka-Ptah, sonriendo—. Has estado dentro de ella, no tienes salvación.
Hori sintió el cuchillo en la mano, sólido, reconfortante a su modo.
—¡No me merezco esto! —gritó—. ¡Me niego a morir! ¡Me niego!
En un frenesí que prestó a su brazo una fuerza sobrehumana, se lanzó enarbolando el cuchillo contra Nenefer-ka-Ptah que se mantuvo impávido, con el rostro completamente inexpresivo. Hori, aullando, le clavó el cuchillo de mondar bajo el mentón, hundiéndolo con un gruñido hasta que la empuñadora tocó la carne. Nenefer-ka-Ptah ni siquiera parpadeó. Con desesperado horror, el joven príncipe vio asomar la hoja limpia y seca por el dorso de su cuello. Nenefer-ka-Ptah, con un ademán impaciente, se arrancó el cuchillo, que salió con un leve ruido de succión, y lo tiró a la mesa.
—Ya estoy muerto —dijo, con ecuanimidad—. Pensaba que lo habías entendido, Hori, no puedo morir por segunda vez.
La debilidad abatió a Hori. Se acurrucó en el tosco suelo, sollozando de impotencia y de dolor. Cuando iba a incorporarse, advirtió un movimiento convulso junto a la puerta y sus ojos, cubiertos por sus lágrimas, divisaron a Sheritra, boquiabierta y petrificada de espanto, seguida por Antef.
—¡Lo he visto! —gritó la muchacha—. ¡Oh, Hori, por todos los dioses! ¡Tenias razón! ¡Lo he visto!
Su hermano empezó a forcejear para levantarse, mientras Nenefer-ka-Ptah hacía una reverenda.
—Pero si es la encantadora princesita Sheritra —dijo—. Bienvenida, querida mía. ¿Te gustaría participar de nuestras modestas vituallas? Tengo poco con que tentarte, aparte de escorpiones y ratas muertas, pero tal vez prefieras cenar el ka de tu hermano Hori, que es muy fresco y jugoso.
—¡Hori! —gritó Sheritra.
Se había puesto ya de pie, horrorizado hasta lo insoportable, pero capaz aún de pensar con coherencia.
—¡Sal de aquí! —ordenó—. Antef…
Pero era demasiado tarde. Con un chillido de terror, Sheritra se volvió en redondo y huyó por el pasillo. Hori trató de seguirla y llegó hasta la puerta, donde Antef se precipitó a darle apoyo. Salieron juntos al corredor a tiempo de ver abrirse la puerta del fondo, arrojando más luz a la oscuridad. Sheritra tropezó con Merhu, que había salido de la habitación y le cerraba el paso y se arrojó en sus brazos.
—¡Dime que no es cierto! —aulló histéricamente, aferrándose a él, escondiendo la cara en su pecho, apretando rígidamente el cuerpo al muchacho—. Dime que me amas, que me adoras, que nos casaremos en cuanto se redacte el contrato. —Levantó hacia él el rostro contraído por el terror—. ¡Dime que no sabes lo de tu madre, lo de Sisenet, nada! ¡Dímelo, Harmin!
El padre de Harmin había salido de su cuarto y los observaba sin alterarse. Hori, apoyado en su amigo, vio que cruzaban entre ellos una mirada de mutua complicidad, un jactancioso momento de triunfo. Despue~, Merhu apartó rudamente a Sheritra.
—¿Contigo? —dijo en voz alta, mirándola de arriba abajo con fingida sorpresa—. ¿Yo, casarme contigo? —dio un paso atrás, expresando el desprecio que sentía don cada miembro de su cuerpo, y Sheritra se quedó atónita—. Tú fuiste sólo una misión que se me encargó, y no de las más interesantes. Las virgenes me aburren. Fue muy aburrido poseer tu cuerpo flaco y más aburrido aún fingir que te amaba. No quiero saber nada más de ti, el juego ha perdido interés.
—Sheritra… —exclamó Hori.
Pero su hermana giró sobre sus talones y pasó bruscamente a su lado, con tanta vergüenza, con tanta incredulidad en el rostro, que él retrocedió.
Empezó a seguirla, renqueando tras ella, ayudado por el brazo de Antef, que le rodeaba la cintura. Nenefer-ka-Ptah, a sus espaldas, se echó a reír y aquel sonido áspero e inhumano, los siguió por el pasillo y hasta el jardín, como una creciente cacofonía de demencial placer que despertó a las sombras y los persiguió, como los jubilosos demonios del mundo inferior, hasta que llegaron al sendero y las palmeras sofocaron esas histéricas carcajadas.
Sheritra estaba acurrucada al pie del embarcadero, gimiendo convulsivamente, demasiado espantada para poder llorar. Mientras tanto avanzaba pausadamente hacia ella con Antef, Hori notó que el esquife había desaparecido, pero la balsa estaba amarrada a un poste.
—¿Cómo supisteis que estaba aquí? —balbubeó el muchacho.
—La princesa lo sabia —respondió Antef—. Dieron la alarma hace dos horas, cuando descubrieron el cadáver de tu guardia en el umbral de tu puerta y que tú habías desaparecido. Nosotros habíamos estado pensando el modo de liberarte durante casi todo el día, y ella dijo que sólo te restaba ir a la casa de Sisenet. Escapamos en el alboroto que se produjo, no creo que se haya notado nuestra ausencia.
Estaban ya junto a Sheritra, pero ella no daba señales de haberlos visto. Seguía abrazada a sus rodillas, con la cara oculta y el cuerpo entero sacudido por sus sollozos contenidos.
—Sheritra —exclamó Hori, con urgencia—, no puedes quedarte aquí. Debes volver a casa. ¡Sheritra!
Ella levantó por fin la cabeza. Tenía la cara desfigurada por el dolor, pero seca. Bajo el impacto del horror y la traición, Hori creyó percibir algo terrible, una fría implacabilidad que no le gustó.
—Antef y yo te llevaremos a casa —agregó—, y después navegaremos hacia el Delta. Debo buscar un sacerdote de Thot o de Set para que me quite esta maldición.
Ellía reunió fuerzas con una obvia dificultad y se puso en pie, vacilando.
—Perdóname por no creerte, Hori —susurró estranguladamente—. Te he visto apuñalar a Sisenet y he visto el cuchillo en su garganta, y todavía no puedo aceptar…
—Lo sé —la interrumpió él—. Sube a la balsa, Sheritra. Tendrás que remar tú, Antef.
Subieron a la balsa y Antef soltó las amarras. Hori se sentó al lado de Sheritra, rodeándola con un brazo y cabeceando sobre su pecho, mientras Antefjadeaba remando contra corriente. El príncipe cerró los ojos. «Dos días", pensó. "Si ese demonio ha dicho la verdad, tengo dos días de vida.» Sheritra se movió un poco y dejó escapar un gemido. La balsa golpeó contra algo.
—Alteza —dijo Antef—, hemos llegado a casa. ¿Quieres desembarcar?
Hori se apartó de su hermana y apenas percibió que ella le cogía la cara. Sintió su beso como unos oscuros pétalos sobre sus labios.
—Te quiero, Hori —pronunció ella, con voz quebrada—. Jamás te olvidaré. Ve en paz.
«Ella sabe que no voy a sobrevivir», pensó el joven, difusamente. Frotó la mejilla contra la de ella, sin poder pronunciar una palabra. Su momentánea energía se había agotado definitivamente. Ahora deseaba sólo acurrucarse en el fondo de la balsa y hundirse en la inconsciencia. Sintió que ella se levantaba y oyó sus pasos cruzando la balsa. Después, sólo las secretas succiones del río y el jadeo regular de su amigo.
—Llévame hacia el norte, Antef —murmuró.
Y se entregó a la bendita e indolora espiral del olvido.
Sheritra subió serenamente los escalones. Detrás de ella se oían todavía los gruñidos de Antef, impulsando la balsa río afuera, pero ella no se volvió. Se sentía fría y serena, con pleno dominio de sí misma. Saludó al guardia del embarcadero con unas palabras distraídas y echó a andar por el sendero, siempre encerrada en aquella paz suya frágil y antinatural.
El alba no estaba lejos, la presentía. Las antorchas parpadeaban y la oscuridad había adquirido en el jardín una cualidad inquieta. Pasó un sirviente andando apresuradamente y le hizo una rápida reverencia; un poco más allá, un guardia buscaba infructuosamente entre los arbustos. «No le encontrarán", se dijo ella, fríamente. "Hori ya está en posesión de los dioses. Ya nadie puede tocarlo.»