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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (69 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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Su tormento se había reducido a un sordo dolor. Volvió la mirada al cuchillo, pequeño y limpio, que esperaba junto al melón. «La casa de la ribera este", pensó, nuevamente. "Me niego a morir sin luchar. ¿Cuántos guardias custodiarán mi puerta? Si duda, sólo uno. Después de todo, me estoy muriendo. Y el guardia no estará alerta, puescree vigilar a un hombre muy enfermo." Hori alargó la mano y la cerró sobre el mango del cuchillo. "Esta noche», se dijo. Y volvió a quedarse dormido, sin soltarlo.

Cuando despertó había oscurecido. Algún sirviente, sin cara y sin ruido, había puesto una lámpara de noche en la mesa, sin molestarse en retirar la bandeja servida por la mañana. «Si fuera papá", pensó el joven, con un histérico buen humor, "reprendería severamente a esa persona». Tenía los dedos petrificados en torno a la empuñadura del cuchillo, que estaba enredado entre las sábanas. Lo sacó, flexionó las manos e hizo un breve examen de sí mismo. Se sentía mejor, aunque sabía que era la calma previa a la incendiaria tormenta final, pero apartó ese pensamiento de su mente.

Se incorporó con infinito cuidado, buscando el suelo con los pies para levantarse. El cuarto giró por un momento en su cabeza y volvió a estabilizarse. Notó que estaba desnudo, pero su mugrienta faldilla yacía revuelta sobre una silla. Lentamente, siempre encorvado para aliviar el dolor que le acechaba para atacarle en cuanto se irguiera, caminó hasta el lienzo y se envolvió con él. Desde el pasillo no llegaba ningún ruido. Cruzó sigilosamente el cuarto, con el cuchillo en la mano, y aplicó el oído a la cálida madera de cedro. Oyó que su guardia arrastraba un poco los pies y nada más. Abrió la puerta poco a poco.

El hombre estaba de pie a su derecha, apoyado con negligente aburrimiento sobre la pared, casi todo su cuerpo envuelto en unas profundas sombras. La antorcha más próxima ardía algo más allá. Hori aspiró hondo. Sabia que sus fuerzas estaban aterradoramente debilitadas. Si fallaba la primera vez, no tendría una segunda oportunidad. Franqueó la puerta, apretando el cuchillo en la mano, y se arrojó hacia adelante y el lado costado, sujetó el brazo del guardia y le hundió la hoja en el cuello, bajo el mentón. El soldado tosió, se dio un manotazo en el pecho, y se escurrió hasta el suelo, cayendo con los ojos muy abiertos y espantados a la intermitente luz de la antorcha. Hori no tenía fuerzas para arrastrar el cadáver hasta el interior del cuarto, pero ello carecía de importancia. En pocos minutos estaría en el exterior de la casa. La energía que había utilizado en matar al guardia, que todavía sangraba a sus pies, había sido enorme y el dolor parecía renovarse en su abdomen, enviando rayos de fuego a las piernas. Trató de respirar con más calma, puso un pie sobre el hombro del soldado y se agachó para arrancarle el cuchillo de mondar. Después de limpiarlo lo mejor posible en la faldilla del muerto, se dirigió hacia el jardín.

Sabia que todas las entradas estaban custodiadas. Tal como esperaba, divisó otra alta silueta en el extremo del gran pasillo trasero, que salía a la noche. Hori no quería volver a matar. Aquellos hombres eran inocentes y sólo cumplían con su deber. Pero comprendió, en una creciente marea de fría desesperación, que tendría que acercarse al soldado y dejarle fuera de combate al menos. Esa era la solución.

Se adelantó con sigilo, con la hoja del cuchillo en alto. El hombre cambió de posición y su espada tintineó contra las tachuelas del cinturón. Hori apuntó a los tendones de su rodilla y atacó. Sintió que cedían bajo el cuchillo y el guardia cayó aullando y quedó allí, retorciéndose y chillando. En el interior del pasillo había un jarrón con agua para beber, colocado allí para que refrescaran el agua las brisas que entraban por las aberturas de los extremos. Hori yació la jarra, gruñendo. El agua le rodeó los pies y se arremolinó alrededor del guardia, cayendo después al césped, mezclada con la sangre. El príncipe levantó la jarra y la estrelló contra la cabeza del soldado. Los gritos cesaron y Hori salió al jardín, estremeciéndose y sudando.

La noche era serena, de plenilunio, y el cielo negro resplandecía de estrellas, pero él no se detuvo a admirarlo. Se dirigió hacia el embarcadero, tambaleándose y zigzagueando pero acortando distancias sin cesar, con toda su atención concentrada en poner un pie delante del otro. A pesar de su estado el olfato le dijo que el río estaba creciendo. Su rico olor, rancio y algo húmedo, subrayaba el aroma más débil de los arbustos en flor y la hierba regada. Se mantuvo fuera del camino, andando en silencio, con los ojos y los oídos atentos a cualquier señal de los guardias. Pero aquella noche tenía suerte. Probablemente estaban apostados en los alrededores de la finca.

La antorcha del embarcadero danzaba con la brisa del río. Hori pasó bajo ella, sin que el cansancio le permitiera desviarse para no ser visto. No sabia qué hacer con el hombre que custodiaba los barcos. Bajó los peldaños con cuidado, pues el constante palpitar de la cabeza le hacía vacilar en su equilibrio. El guardia estaba allí, sentado al pie de las escaleras, con la espalda contra la piedra y profundamente dormido. «He aquí otro sirviente que necesita una severa reprimenda", pensó el joven, reprimiendo el deseo de reír. "¿Dónde está el esquife?» Lo divisó a la derecha, amarrado a un poste y meciéndose con el oleaje.

Tratando de no despertar con su paso alguna vibración que despertara al soldado, cogió una pértiga del lodo y se acercó al esquife. No había remos en el fondo, pero no le importó. Él no tenía ya tampoco fuerzas para remar. Tendría que confiar en que la corriente, ahora decidida y cada día más potente por la creciente del Nilo, le hiciera franquear aquella breve distancia. Soltó la amarra y abordó la embarcación, casi dejándose caer en ella.

En cuanto se impulsó con la vara, el bote brincó y empezó a bambolearse hacia el centro del torrente. Una vez allí no habría nada que hacer, salvo permanecer sentado y dejar que la corriente le arrastrara. La cabeza le daba vueltas y súbitamente le aterrorizó la posibilidad de perder la conciencia. Tenía todavía el cuchillo en la mano, pues no llevaba cinturón sobre la faldilla envuelta a la cintura. Lo dejó en el fondo del esquife y le puso un pie encima, para hundir nuevamente la pértiga con las dos manos. El bote protestó, pero al cabo de un momento Hori sintió el tirón de la corriente y aflojó el cuerpo, con un tembloroso suspiro.

Cuando recobró los sentidos se encontró flotando bajo un débil rayo de luna. La oscura ciudad quedaba a su izquierda y las sombras de las esbeltas acacias, asentadas en el ribazo derecho. Se había desmayado, al final. Lanzó un quejido y trató de abofetearse dos veces, pero sus dedos sólo le rozaron la piel. Las fuerzas que le habían llevado hasta allí empezaban a flaquear rápidamente. Una vez más tuvo miedo de morir allí, acurrucado en el bote. Llegaría al Delta tambaleándose en el esquife antes de que alguien encontrara su cuerpo. «Entonces sería demasiado tarde para embellecerme",pensó, con un profundo pánico. "Mi cuerpo estaría demasiado podrido. ¡Oh, Amón, rey de los dioses, ten misericordia de mi y llévame sin daño hasta los peldaños del embarcadero! »

El esquife continuaba su viaje. Lentamente, pero con seguridad, ltori fue reconociendo los arbustos oscuramente familiares, que se apretaban hasta convertirse en el palmeral tras el que se hallaba la vieja casa de Tbubui. Empezó a manejar la pértiga con torpeza, intentando desviar la embarcación hacia el ribazo. Durante unos momentos no pudo y temió que la corriente pujara más que sus miserables esfuerzos, pero al fin el bote giró, a regañadientes, y pronto rozó la ruinosa escalinata. Hori buscó a tientas el cuchillo y se dejó caer del esquife a los peldaños. El bote empezó inmediatamente a alejarse, pero no le importó.

Todo parecía exigirle mucho tiempo. Se arrastró gateando hasta el sendero y allí descansó un rato, apoyando la mejilla sobre la dura arena. «Quiero dormir", pensó. "Quiero hundirme en el suelo para siempre.» Y sus pensamientos huyeron. Cuando volvió a abrir los ojos percibió que la luna se estaba poniendo.

Se levantó, con un gruñido, y avanzó con paso vacilante por el sendero. La oscuridad era densa bajo las palmeras, que se arracimaban como negras columnas a su alrededor, a derecha e izquierda, envueltas en su propio misterio. Hori trató de no perder el contacto con la realidad, pero al volver el último recodo del camino, apareció la casa agazapada en un extremo del claro y se sintió invadido por una profunda confusión. Era como si estuviera otra vez en Coptos, rondando las ruinas cuyo silencio, cuya desolación, le eran tan familiares. Se esforzó por apartar de su imaginación aquel lugar y traer su mente al presente, pero el silencio y la desolación persistían. Aquí tenían una cualidad maligna y acechante. Mientras avanzaba tambaleándose por el césped escaso y seco, Hori tuvo la seguridad de que unos ojos invisibles lo observaban. «No tengo nada que perder", se dijo. »Ningún dolor, ningún mal pueden superar lo que ahora sufro. Cruzaré la entrada principal sin ocultarme, sin prestar atención a los sirvientes que vigilen entre las sombras, pues estoy seguro de que no harán caso de mi. Los shawabtis se retiran a su penumbroso mundo de no-ser en las horas oscuras, cuando sus servicios no son necesarios: diegos, sordos, inmóviles como la madera… Se estremeció y aquel acto involuntario atormentó sus agotados músculos. Por fin, salió de la aireada oscuridad de la noche a la cerrada negrura estigia de la casa.

Había un sirviente de pie en el rincón más apartado, con los pies juntos y los oscuros brazos pegados a los lados, con los ojos cerrados. Hori pasó a poca distancia de él y le echó una tímida mirada, pero la cosa no se movió. El pasillo trasero era un bostezo, un agujero a la nada. Se detuvo a dejar momentáneamente el cuchillo para limpiarse la palma sudorosa en la faldilla, y echó un vistazo al corredor.

Había una oscuridad total. Hori sabia que el antiguo cuarto de Tbubui estaba a la derecha, cerca de la salida al jardín, y avanzó hacia allí, pegando el hombro a la pared. En el otro extremo de la casa estarían Sisenet y Harmin, durmiendo… «O haciendo lo que hacen los muertos por la noche, sea lo que sea", pensó, en otro brote de humor que reconoció como histeria. "No debo molestarlos.» Se golpeó el hombro contra un saliente y palpó a su alrededor. Allí estaba la puerta, que cedió a la presión de su mano, abriéndose sin ruido, con un leve movimiento de aire. Hori entró.

En el interior reinaba la misma oscuridad absoluta. Desesperado, comprendió que debería buscar guiándose sólo por el tacto. No había llevado ninguna lámpara y además le habría sido imposible cargar con una. Sus síntomas se habían intensificado con sólo apoyar los dedos en la puerta y las afiladas espinas del dolor le desgarraban ahora los órganos vitales y el cerebro. Trató de elevarse por encima del sufrimiento, de mantener el dolor fuera del lugar en donde la razón y las decisiones dominaban la mente, pero resultaba difícil.

Comenzó a buscar lentamente, con torpeza. Sus dedos hurgaban en los rincones y recorrían en el suelo, mientras sostenía el cuchillo con los dientes. Arrastrando los pies por la habitación encontró el diván, desprovisto ya de sábanas. Palpó el colchón y el sucio suelo de debajo de la cama. Luego se dirigió hacia el otro lado del cuarto, pero no tardó en descubrir que allí no había nada. Los arcones ya no estaban y faltaban la mesilla y el altar de Thot. Ella se lo había llevado todo a la casa de Khaemuast. Sollozando de fatiga y frustración, Hori volvió a tientas hacia la puerta. «Vas a morir”, se burlaba el dolor. "No hallarás el muñeco jamás." Ella es demasiado inteligente para ti. ¿Quién habría pensado hace seis meses, cuando te sentaste con tu padre en la planicie de Saqqara, para mirar el aire rancio que surgía de la tumba en una leve nube gris, que terminarías acurrucado en este cuarto cerrado y vacío, con la vida escurriéndose poco a poco de ti?»

«Calla", se ordenó a si mismo, severamente, aunque se sentía las propias lágrimas quemándole el cuello. "Adepta esto y sigue mientras puedas.» Se golpeó la rodilla contra el borde de la puerta y salió nuevamente al corredor.

Un fino rayo de leve luz amarilla iluminaba el otro extremo del pasillo. Hori se detuvo, estupefacto. Estaba completamente seguro de que aquel estrecho espacio estaba completamente oscuro unos momentos antes, pero alguien había encendido una lámpara, cuyo escaso resplandor se filtraba por debajo de la puerta. «¿La puerta de quién?", se preguntó, avanzando hacia allí mientras apretaba su cuchillo. Pasó nuevamente por delante del vestíbulo y vio al sirviente inmóvil, que continuaba apoyado contra la pared. " ¿La puerta de quién?»

Era la de Sisenet, repentinamente entornada. Una extraña calma descendió sobre Hori. Abrió la puerta del todo y entró.

Lo primero que le impresionó fue el olor. Había estado en muchas tumbas y lo reconoció de inmediato: un olor a tierra y moho, a roca sedienta de sol y polvo intacto, con un deje de podredumbre humana. Pero lo que predominaba allí era el hedor de la corrupción. Lo sintió inmediatamente en la garganta y tragó saliva, contrayendo la nariz. Nunca había entrado en aquel cuarto. Era pequeño y carecía de adornos. Las paredes eran de barro gris y no había baldosas en el suelo. Vio un diván junto a la pared opuesta, coronado con un simple cabezal de piedra; en medio de la habitación, una mesa sostenía una sencilla lámpara y una caja. Si había allí algo más, quedaba oculto por el hombre que se estaba incorporando y se volvía hacia él con una fría sonrisa.

«Este sitio se parece a algo", pensó Hori, de pie en el vano de la puerta, mirando a su alrededor. "Se parece a… a una tumba.»

Pero no tuvo ocasión de sentir miedo, pues Sisenet se inclinaba ante él con una serena reverencia. Vestía una breve faldilla de hilo y el resto de su cuerpo, flaco y fibroso, estaba desnudo y tan polvoriento como el suelo de tierra y la sencilla mesa. Polvoriento.

—Con que se trata del joven Hori —dijo Sisenet, muy sonriente—. Oí que alguien andaba por el pasillo y se me ocurrió que serias tú. No tienes buen aspecto, joven príncipe. Incluso se podría decir que llevas el sello de la muerte. ¿A qué se debe?

Hori dio un paso más hacia el interior y, de pronto, advirtió el cuchillo de fruta que sujetaba aún entre los dedos. Sisenet se movió un poco, y pasó por la mesa sus dedos secos, dejando unas marcas en la superficie. El caparazón de un escorpión muerto relumbró a la luz de la lámpara. Hori no respondió. Esperaba. Nunca había tenido muy en cuenta al supuesto hermano de Tbubui, pues Sisenet había sido siempre un hombre discreto, que aparecía y desaparecía ocasionalmente de su campo visual, por los suburbios de su vida, mostrándose satisfecho con sus estudios y la intimidad de su cuarto. En ese momento le observó con atención y se preguntó qué estudios serían aquellos.

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