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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (11 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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Lumpi lanzó entonces un profundo gruñido que hizo retroceder asustado a Anton... ¡Ojalá fuera cierto lo que Anna le había contado sobre el supuesto carácter inofensivo de su hermano mayor!

—Ci... ciertamente quería visitarte, Rüdiger —dijo— pero ahora, ya que estás sano...

—¡¿No irás a marcharte tan pronto?! —exclamó Anna.

—Yo... debo irme a casa a pesar de todo —murmuró Anton—. No tengo llave...

Lo principal era salir de allí antes de que Lumpi se despertara...

Pero ya era demasiado tarde, pues Lumpi abrió en ese momento los ojos. Refunfuñando se levantó y miró fijamente a Anton.

—¿Quién es éste? —dijo con voz profunda.

—Pero Lumpi —dijo Anna tranquilizándolo—. ¡Si éste es Anton, del que ya te hemos hablado!

—¡Ah, vaya! —dijo decepcionado Lumpi—. Anton... ¡Pero a pesar de todo tengo hambre! —rugió él.

—Mañana podrás volar de nuevo con los demás —lo consoló Anna.

—¡Uaaah! —dijo Lumpi bostezando.

Para ello abrió bruscamente la boca con tanta vehemencia que Anton vio las relucientes y blancas filas de dientes de las que sobresalían los colmillos al menos dos centímetros. Anton tuvo escalofríos.

¡Si pudiera salir de la cripta...! Naturalmente, no debía tenerle miedo a Lumpi, pues alguien que tiene miedo es siempre una presa fácil...

Lumpi sonreía ahora.

—No te acerques tanto a mí —le dijo a Anton—, si no te voy a contagiar.

—Eh..., sí —dijo Anton, a quien, de todos modos, le horrorizaba acercarse a Lumpi—. Quizá lo mejor sea que me va... vaya en... enseguida a casa.

—¿Por qué? —dijo Lumpi riéndose irónicamente—. ¿No te encuentras a gusto entre nosotros?

—Sss... sí —tartamudeó Anton—. Lo... lo decía sólo por el peligro de contagio...

—Ahora vamos a jugar una partida de «Vam-piro-no-te-enfades» —declaró Lumpi sacando del ataúd una caja de cartón alargada.

—¡Qué bien! —exclamó excitada Anna—. Ven, Rüdiger, ayúdame a montar la mesa de juego.

Se dirigieron a un pequeño ataúd que había junto a la pared, le quitaron la tapa y lo llevaron a la galería delante del ataúd de Lumpi. Allí le dieron la vuelta, de modo que la parte plana quedaba como superficie de juego.

Lumpi colocó el tablero encima y dispuso las piezas. Los vampiros se sentaron en torno, sobre los ataúdes, y Anton los imitó vacilando.

—Yo cojo las fichas negras —declaró Lumpi.

—Y yo las rojas —dijo Anna.

—¿Y tú qué color quieres? —le preguntó Rüdiger a Anton.

—¿Yo? Eh..., amarillo.

—¿Quién empieza?

—Anton —dijo Lumpi—. Las visitas siempre empiezan.

Le alcanzó a Anton el dado y Anton tiró: salió cuatro.

—Mala suerte —dijo malicioso Lumpi, riéndose entre dientes—, sólo puedes salir con un seis.

Entonces tiró Rüdiger y Anton tuvo tiempo de mirar el juego: era exactamente igual que el «Hombre-no-te-enfades» de casa, sólo que en éste ponía con letras negras «Vampiro-no-te-enfades».

—¿De dónde..., quiero decir, cómo habéis conseguido el juego? —preguntó susurrando a Anna, que estaba acurrucada junto a él.

—Tío Theodor —dijo— lo encontró.

—¿Que lo encontró? —preguntó incrédulo. ¿Dónde podía uno encontrar un juego así?

—Bueno —se rió ella—, quizá lo cogiera simplemente.

En ese momento tiraba Lumpi. Sacó un dos.

—¡Qué guarrada! —rugió, lanzando el dado lejos, con rabia.

Rüdiger corrió tras él y lo trajo. Ahora le tocaba a Anna. Tiró el dado con gran energía. Se quedó muy cerca del borde del tablero: seis.

—¡No vale! —gritó Lumpi—. ¡Está rozando el borde!

—¡De ninguna manera! —chilló Anna—. ¡Está justo encima del tablero!

Antes de que ella pudiera coger el dado, Lumpi había golpeado con el puño encima del tablero, de modo que el dado voló en un elevado arco por los aires.

Anna se puso como un tomate, totalmente roja de ira.

—¡Nunca sabrás perder, nunca! —gritó.

Lumpi puso cara ofendida y no dijo una palabra. Lleno de dignidad volvió a echarse en el ataúd y cerró los ojos. Rüdiger se encogió de hombros y después empezó a buscar las piezas dispersas entre todos los ataúdes y a ponerlas en la caja de cartón. Mientras tanto, desde el ataúd de Lumpi llegó un ronquido satisfecho.

—¿Está durmiendo? —preguntó Anton susurrando.

Anna sacudió la cabeza.

—Sólo finge dormir. ¡Pero ay del que le moleste!

—Sí que es irascible —dijo Anton en voz baja.

—¡Pssst! —dijo Anna—. No lo provoques. Está en la pubertad.

—¿En la... qué? —quiso saber Anton.

—En los años de desarrollo —aclaró Anna.

—Ah, vaya —dijo Anton pensando en la voz de Lumpi, a veces aguda y a veces grave.

—Entonces está cambiando la voz.

—Exacto —dijo Anna—, y por eso es tan sensible y se ofende con tanta facilidad. Pero ¿sabes qué es lo peor?

—No, ¿qué? —preguntó Anton.

—Que nunca cambiará. ¡Murió precisamente en la pubertad!

—En ese momento empezó a crujir la piedra del agujero de entrada. Lumpi hizo como si durmiera, pero Rüdiger se había quedado parado y miraba fijamente la entrada de la cripta con los ojos dilatados de miedo.

Anna echó a Anton a un lado susurrando:

—¡Tienes que esconderte!

—Pero ¿dónde? —exclamó Anton.

—¡Pues..., en algún ataúd!

—En... entonces en el de Rüdiger —tartamudeó Anton.

Ése, al menos, lo conocía y ya había superado una vez con vida el repugnante olor de su interior. ¡Quién sabía qué sorpresas ocultaban los otros ataúdes!

Anna lo ayudó a meterse dentro y cerró la tapa sobre él. Rápidos pasos venían ya escaleras abajo y una voz demasiado bien conocida para Anton gritó:

—¡Ay, esto sólo podía pasarme a mí!

—¿Qué ocurre, tía Dorothee?

—Mi dentadura —se quejó ella—. Debo haberla olvidado en el ataúd.

Anton oyó cómo corría por la cripta.

—¡Aquí está! —exclamó aliviada—. ¡Imaginaos que hubiera desaparecido!

Al parecer, ya se había puesto la dentadura, pues sus últimas palabras habían sido mucho más claras y comprensibles.

—Bueno, me voy otra vez —dijo, pero de repente se detuvo—. Dime, Rüdiger —exclamó—, ¿cómo es que no estás en el ataúd?

—Ya estoy mucho mejor —contestó Rüdiger.

—¡No! eso no lo puedo permitir —declaró tía Dorothee—. ¡Si se enterase tu madre! Rüdiger, ahora mismo te vas al ataúd.

¡A Anton casi se le paró el corazón!

Se acercaron pasos, levantaron la tapa y una figura se metió junto a Anton en el ataúd.

—¿Lo ves? —susurró Rüdiger—. Es suficiente para dos.

En voz alta exclamó:

—¡Buenas noches a todos! —Y cerró sobre ellos la tapa del ataúd.

Oyeron cómo tía Dorothee subía la escalera y después de algunos minutos, Anna anunció:

—¡Se ha marchado! ¡Podéis salir!

Pero sólo un débil quejido salió del ataúd, y al abrir Anna, llena de ideas recelosas, la tapa, vio cómo Rüdiger se inclinaba sobre Anton, que tenía los ojos cerrados.

Asustada, gritó:

—¡Rüdiger! ¡¿No habrás atacado a Anton?!

Su chillido despertó a Anton.

Apenas vio al vampiro inclinado sobre él, soltó también un salvaje aullido.

Lentamente, Rüdiger levantó la cabeza.

—¿Os habéis vuelto locos? —dijo tranquilamente—. Si sólo le he hecho la respiración artificial...

—¿La respiración artificial? —preguntó desconfiado Anton, tocándose el cuello..., pero no se notó la más mínima mordedura y tampoco parecía sangrar.

—Te habías desmayado —aclaró Rüdiger— y entonces pensé...

—¡Ah, tú —lo increpó Anna—, tú y tu curso de primeros auxilios!

—Bueno, me... me voy —dijo abatido Anton.

Sus piernas se doblaban como si fueran de goma. Lentamente se levantó y salió del ataúd.

—¡Pobre Anton! —dijo Anna, acariciándole la cara para consolarlo—. Te llevo a casa.

—Gracias —murmuró Anton.

Juntos subieron los peldaños. Ya casi estaban arriba, cuando Rüdiger apareció junto a ellos, con cara compungida.

—Perdona, Anton —dijo avergonzado—, yo... yo sólo quería ayudarte. ¿No creerás que...?

—No —dijo Anton tendiéndole la mano—. Ya está olvidado.

—¡Me alegro! —suspiró Rüdiger—. Pensé que no querías volver a saber nada de mí.

—Ven, Anton —exclamó Anna desde la entrada—. No hay nadie.

—Entonces —dijo Anton deslizándose en el estrecho pozo—, hasta el sábado.

No pudo oír la respuesta de Rüdiger, pues Anna tiraba de él hacia arriba.

Demasiado

El fresco aire de la noche hizo volver en sí del todo a Anton en un instante. Respiró grandes bocanadas y estiró los miembros, que se le habían quedado agarrotados.

Anna lo miró sonriendo.

—¿Pasaste un mal rato? —preguntó.

—¿Quieres decir en el ataúd? —dijo Anton—. No.

Se sentía bien otra vez, ¡y ni un Lumpin, ni una tía Dorothee, podían ya ser peligrosos para él!

—Sólo resultaba algo estrecho —dijo— y un poco... sofocante.

—¿Sofocante? —se rió para dentro Anna—. Bueno, no podemos airearlo nunca. Y además las viejas capas...

De repente pareció recordar algo y miró intranquila a su alrededor. Susurró:

—Deberíamos irnos: ¡¿quién sabe por dónde merodea Geiermeier...?!

—¿Lo has visto?

—No. Pero a pesar de ello es mejor que nos vayamos.

Se elevó en el aire y, tras algunos aleteos inseguros, Anton la siguió.

—Lo que siempre te había querido preguntar —dijo ella— es si realmente hay también historias de amor con vampiros.

—¿Historias de amor? —Anton reflexionó—. La de la mariposa nocturna era una...

—¡liiih! —bufó Anna—. ¿A eso lo llamas tú historia de amor? ¡Si al final muere el vampiro!

Durante un rato volaron uno junto al otro sin decir palabra.

—Una vez leí una historia que terminaba felizmente —dijo de pronto ella, con entusiasmo.

—Ah, ¿sí? —dijo Anton—. ¿Cómo terminaba?

—¡Al final los dos fueron vampiros y vivieron juntos para siempre!

—¡¿Qué?! —exclamó Anton—. ¿A eso lo llamas tú feliz?

—¿Tú no?

Ella lo miró con ojos grandes y resplandecientes.

—¿No quieres que tú y yo...?

¡Ahora Anton debía tener cuidado para no decir nada que la ofendiera!

—¿Sabes? —empezó.

—¿Sí?

—¡Es que yo no puedo volverme vampiro!

—¡¿Cómo que no?! —exclamó ella—. Si yo te...

Hizo una pausa porque no estaba completamente segura de si convendría iniciar a Anton en todas las particularidades de la vida de un vampiro. Quizá lo iba a espantar.

—Pues bien, si yo, tan pronto como tenga mis dientes, te... —añadió ceremoniosamente.

—¡Pero es que yo no quiero ser un vampiro! —exclamó Anton.

—¿No? —exclamó incrédula Anna.

—¡No! —dijo él, indignado por la desfachatez con que pretendía hacer de él un vampiro—. ¡No tengo ninguna gana de serlo!

¡Era realmente demasiado para él!

Irritado, siguió volando sin mirar a Anna. Sólo cuando oyó detrás de sí un sollozo dio la vuelta.

—Tú... tú no me quieres —balbuceó ella—. ¡Tú tienes otra novia!

—No —dijo Anton—. ¡Claro que no!

—¿De veras que no?

—¡No!

Ella suspiró aliviada, pasándose la mano por los ojos.

—No me importa que no seas un vampiro —dijo—. ¡Lo principal es que nos queremos!

Al decir esto, volvió a reírse.

—Es... estamos llegando —tartamudeó Anton, a pesar de que aún faltaban por lo menos quinientos metros para llegar a su casa...

Pero ¡¿por qué Anna hablaba siempre de cosas que a él le desconcertaban?!

—Creo que veo luz —exclamó, y empezó a volar más deprisa.

Otras veces nunca tenía prisa por llegar a casa, pero con Anna al lado... ¡¿Quién sabía qué más preguntas delicadas le podía hacer?!

En la sala de estar de sus padres estaba encendida la televisión. Anton confiaba en que sus padres aún no hubieran advertido su ausencia. Entonces podría sencillamente entrar a hurtadillas en su habitación.

—La ventana está cerrada —susurró Anna, cuyos ojos veían de noche mucho mejor que los suyos.

—¡Cerrada! —exclamó asustado Anton.

Y al acercarse comprobó que realmente las hojas de la ventana tenían el cerrojo echado por dentro. Ni siquiera la contraventana estaba abierta.

—Ahora tendré que llamar al timbre —murmuró— y entonces se van a enterar de todo.

—Pues di que estabas de paseo —propuso Anna.

—Diré sencillamente la verdad —decidió Anton—. ¡De todas maneras no podrán creerlo!

Anna lo acompañó hasta la puerta del edificio. Allí Anton se quitó la capa y se la dio. Ella se puso de repente muy triste.

—Adiós, Anton —dijo en voz baja, y sin volverse desapareció en la noche.

Preguntas delicadas

Mientras Anton subía en el ascensor intentó imaginarse qué le iban a decir sus padres. ¿Estarían enfadados? ¿O coléricos? ¿O decepcionados?

De todos modos, no podía significar nada bueno que la puerta de la casa estuviera cerrada cuando salió del ascensor. Cuando llamaba al timbre de abajo, había siempre alguien en la puerta esperándolo amablemente.

Tocó el timbre y esperó. Oyó los pasos de la madre, que se acercaba taconeando. Después se abrió la puerta.

—¿Sabes la hora que es? —preguntó la madre en lugar de saludarlo.

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