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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (13 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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—Porque todavía no lo he visto.

—¿No está en tu colegio?

Anton tuvo que reírse.

—No.

Ahora la madre parecía sorprendida.

—¿No?

—Le dan... clases... particulares —murmuró Anton.

¡Había oído una vez que existía algo así!

—¿Clases particulares? —se maravilló la madre—. ¿Es que está enfermo?

—En realidad, no —dijo Anton—. Es sólo porque duerme mucho.

La madre sacudió incrédula la cabeza.

—¡Hay que ver lo que te inventas! —dijo.

—Sí, sí —se rió el padre—, ¡a nuestro Anton no le falta fantasía!

—Vosotros debéis saberlo —dijo ofendido Anton, y se marchó.

Dio un ruidoso portazo al salir. Primero lo espiaban, luego lo interrogaban..., y al final se reían de él... ¡Si eso no era un motivo para encolerizarse!

Cita en pijama

La noche siguiente Anton se fue muy temprano a la cama. A las siete y media ya se había lavado y puesto el pijama.

—¿A dormir ya? —se maravilló la madre.

—No, voy a leer un poco —dijo Anton.

—¡Pero a las ocho apagas la luz!

—Sí. Buenas noches.

En su habitación sólo cerró las cortinas hasta la mitad. Había aún tanta claridad que no necesitaba luz.

Sacó de la estantería su nuevo libro
Historias inquietantes
, se echó bajo la manta y empezó a leer. Ya la primera historia era interesante: trataba de dos hombres jóvenes que llegaban de noche a un horrible cuchitril...

Pasos suaves resonaron en el pasillo, y al principio Anton se sobresaltó asustado. Luego se dio cuenta de que era su madre, y rápidamente metió el libro debajo de la almohada y se hizo el dormido. La puerta se abrió con cuidado, cerrándose poco después. Los pasos se alejaron. ¡Eso; ahora ya no tenía que temer más molestias, pues sus padres pensarían que estaba durmiendo!

Se puso aún más cómodo, se colocó una segunda almohada bajo la cabeza y encendió la lámpara de la mesilla. Después sacó su libro y buscó la página.

En ese momento llamaron a la ventana y Anton se incorporó precipitadamente. Afuera ya estaba casi oscuro, de modo que sólo reconoció una sombra. Dejó el libro a un lado y fue a la ventana.

En el alféizar estaba Anna. Anton echó la cortina a un lado y abrió la ventana.

—Buenas, Anton —dijo Anna, entrando escurridiza como una gata en la habitación.

—Buenas —dijo Anton, sintiendo que se ponía colorado.

¡Menos mal que estaba oscuro!

—¿Hueles algo? —preguntó ella alegremente.

—Eh..., sí —murmuró Anton.

¿Qué tenía que contestar? ¿Que olía a moho, polvo de polilla y aire de ataúd? ¡Pero seguro que ella no quería oír eso!

—Mi perfume —aclaró ella—. ¡«Muftí elegante»!

—¿Qué? —dijo él—. ¿Muftí elegante? Eso no lo había oído nunca.

—¡No podías! —aseguró ella llena de orgullo—. Mi madre misma lo fabrica. ¡Es sólo para vampiros!

Al decir esto, se puso delante de él y estiró su cuello.

—¿Hueles ahora? ¿No es infernal?

—Humm..., sí —dijo Anton, que raras veces había olido algo tan repulsivo—. Muy... intenso.

—¿Verdad? Sólo lo llevamos en ocasiones especiales.

—Huele así un poco como a cebollas —dijo Anton.

Sus ojos empezaban a lagrimear y le picaba la nariz.

—Es que las cebollas son el ingrediente principal —aclaró ella—. Además, lleva también colmenillas pestilentes y brotes hediondos.

—¡liiih! —exclamó Anton.

Anna puso una cara ofendida.

—¡Pensaba que te gustaba!

—Sí, sí —dijo Anton asustado—, sólo que es algo... inusual.

—¿Y si ponemos música? —preguntó Anna.

—¿Mu... música? —murmuró él, mirando a la puerta—. ¿Sabes?, mis padres piensan que ya estoy durmiendo.

—Ah, vaya —dijo Anna, decepcionada.

Pero después su rostro se iluminó de nuevo.

—Yo quería leerte algo —exclamó—. ¡Una auténtica historia de amor de vampiros!

Sacó de debajo de su capa un montón de hojas amarillentas y las alisó cuidadosamente. Anton vio que estaban esmeradamente escritas con una caligrafía infantil, grande y redonda.

—¿Es tuyo? —preguntó.

Ella bajó los ojos.

—Sí —dijo con voz apagada. Y empezó:

«Había una vez un rey y una reina que deseaban muchísimo tener un hijo. Pero nunca tenían ninguno. Pero un día que la reina estaba en el baño apareció en el agua una rana, que saltó a tierra y le dijo: "Tu deseo será cumplido". Y antes de que pasara un año, la reina dio a luz un varón. Como se alegraron tanto, celebraron una gran fiesta a la que invitaron a todos sus familiares, amigos y conocidos, y también a las mujeres sabias, que debían traer suerte al niño. Pero había en el reino trece mujeres sabias y, como sólo había platos dorados para doce, una de ellas tenía que quedarse en casa. La fiesta se celebró con toda pompa y cuando terminó las mujeres sabias obsequiaron al niño con sus dones: la una con salud, la otra con inteligencia, la tercera con belleza, y así en todo aquello que es deseable en este mundo. Cuando once de ellas habían dicho sus oráculos, entró la decimotercera, que no había sido invitada, y gritó en voz alta: "¡El príncipe se pinchará con un huso a los quince años y caerá muerto!". Entonces se adelantó la duodécima, que aún no había hecho su regalo. Como no podía levantar el maleficio, sino sólo suavizarlo, dijo: "No morirá, sólo dormirá cien años".

—¿Cómo? —dijo Anton, al que la historia le resultaba conocida—. ¿Un sueño de cien años?

—El rey, que quería salvar a su niño querido de la desgracia, dio orden de que todos los husos del reino debían ser quemados. Sucedió que el día en que el príncipe cumplió los quince años, el rey y la reina no estaban en el palacio. Entonces él se dedicó a explorar y, al final, fue a dar a una vieja torre. Subió la estrecha escalera y llegó a una pequeña puerta. En la cerradura había una llave oxidada, y al hacerla girar se abrió la puerta; allí, en una pequeña cámara, estaba sentada una vieja mujer hilando hilo con un huso. "¿Qué objeto es ése que salta de forma tan divertida?", preguntó el príncipe; se acercó al huso y quiso también hilar. Apenas había tocado el huso, se cumplió el encantamiento. Se pinchó en el dedo y se desplomó sobre la cama que había al lado, cayendo en un profundo sueño. Y ese sueño se extendió por todo el castillo. El rey y la reina, que acababan de regresar, empezaron a dormirse, y toda la corte con ellos. Entonces se durmieron también los caballos en el establo, los perros en el patio, las palomas en el tejado y las moscas en las paredes. Alrededor del castillo empezó a crecer un seto de zarzas que se hacía cada año más alto y que, finalmente, rodeó todo el castillo de forma que ya no se podía ver. Sin embargo, por el país del hermoso joven durmiente corrieron rumores de que, de tiempo en tiempo, aparecían princesas que querían entrar en el castillo a través del zarzal. Pero no lo conseguían porque los espinos se entrelazaban como manos y las princesas se quedaban prendidas en ellos y morían horriblemente. Después de muchos, muchos años llegó al país otra princesa y oyó cómo un hombre viejo hablaba del zarzal que debía esconder detrás un castillo en el que un hermosísimo príncipe dormía desde hacía ya cien años.

«Entonces dijo la princesa: "Yo no tengo miedo; quiero entrar y ver al hermoso joven". Pero el hombre viejo no podía saber que la princesa era, en realidad, un vampiro, y, así, pudo transformarse en murciélago y sobrevolar el zarzal. Entró en el patio del castillo y vio a los caballos y a los perros durmiendo. Cuando entró en el palacio, las moscas dormían en las paredes. Entonces siguió andando y vio en la sala a toda la corte que dormía en el suelo. Al fin, llegó a la torre y abrió la puerta de la pequeña cámara en la que dormía el príncipe. Allí yacía él, y era tan hermoso que ella no podía apartar sus ojos; entonces se inclinó y le dio un beso de vampiro. Un momento después él abrió los ojos y la miró amablemente. No tardó mucho en convertirse también en vampiro, y vivieron felices hasta el fin de sus días.»

—Yo conozco esa historia —dijo Anton—. Era el cuento de la Bella Durmiente.

—¡Pero mi versión es mejor! —rió Anna.

—Te has olvidado de la corte —dijo Anton—. Y del rey y la reina. ¿Se vuelven también vampiros?

—Bueno —dijo—, quería preguntarte precisamente eso. ¿No te parece que sería demasiado... espantoso?

—¿Por qué? —dijo Anton—. Al fin y al cabo hoy ya no cree nadie en vampiros...

—¿Qué? —bufó indignada Anna—. ¿Nadie cree en vampiros? ¿Y tú? ¿Acaso tú no crees en nosotros?

—Sí, sí —dijo rápidamente Anton—. ¡Yo, sí, naturalmente! Pero los otros...

—¿Qué otros?

—Ay..., ¡todos!

—¿Todos?

Anna parecía sobresaltada.

—¡Y yo pensaba que se asustaban de nosotros!

—¡Bah! —denegó con un gesto Anton—. ¡Qué va!... ¿Sabes una cosa? —siguió en voz baja—. La semana pasada tuvimos que escribir una redacción. El tema era: «Una experiencia horrible». Me levanté y le pregunté a mi profesora si se podía escribir sobre vampiros. «¿Sobre vampiros?», se rió ella entonces, de tal modo que todos pudieron oírlo. «Pero si los vampiros sólo existen en los cuentos. ¡No, Anton, en tercer curso tienes que escribir sobre algo que suceda en realidad!»

—¡Vaya tía! —resopló desarmada Anna—. ¿Y entonces sobre qué escribiste?

—¡Bah! —dijo Anton—. Utilicé algo que había visto en la televisión.

—¿Y bien? ¿Se dio cuenta?

—No. Lo conté con mucho realismo: me puso un «notable alto».

—¡Qué guarrada! —exclamó Anton—. ¡Por una historia de vampiros te hubieran puesto un «muy deficiente»!

—Seguro.

—¿Y tus padres? —preguntó Anna—. ¿Creen en vampiros?

Anton sacudió la cabeza.

—Ellos menos que nadie. Pero les gustaría conoceros.

—¿A quién?

—A Rüdiger y a ti. Estáis invitados a tomar café.

—¿De verdad? —resplandeció Anna—. ¡Entonces voy a conocer al fin a tus padres, Anton! —Se puso a dar palmas y dio un salto en el aire—. ¿Son tan simpáticos como tú?

—Bueno... —dijo tímidamente Anton.

—¿Cuándo venimos?

Al azar, Anton dijo:

—El próximo mi... miércoles. ¿Crees que Rüdiger vendrá también?

—Tengo que preguntárselo enseguida —exclamó Anna, saltando a la repisa de la ventana—. ¡Adiós, Anton, hasta el miércoles!

Ya extendía sus brazos.

—Un mo... momento —tartamudeó él—. ¿De verdad vendréis?

—¡De eso me encargo yo! —gritó ella.

Luego desapareció.

Los últimos preparativos

—Ven, Anton —dijo la madre el miércoles siguiente—. Ayúdame a batir la nata.

—Pe... pero si es muy temprano —protestó Anton.

—¿Muy temprano? —dijo la madre—. Van a dar las cuatro.

—A pesar de todo..., mis amigos siempre duermen la siesta.

—¿La siesta?

La madre lo miró de soslayo.

—¡Eso no te lo crees ni tú!

—¡Sí, sí! Cuestión de salud, ¿sabes?

¡Madre mía! No había pensado en absoluto que los vampiros no se levantarían hasta después de ponerse el sol..., ¡y eso significaba que no podrían estar allí antes de las ocho! Y su madre estaba poniendo ya el agua para el café y calentando leche para el cacao...

—Oye, mamá —murmuró Anton poniendo un rostro compungido—. Tengo que decirte algo...

—¿Sí?

—De la visita..., bueno, no vendrán hasta las ocho.

—¿Cómo? —exclamó la madre—. ¿A las ocho? ¡Pero si a esa hora tú ya estás en la cama!

—Sí —dijo apocado—, lo sé...

—¿Y Rüdiger y Anna? ¿No tienen ellos que estar a las ocho en la cama?

—¡Ellos no! —dijo Anton, mordiéndose los labios para no reírse.

—Extraño comportamiento —gruñó la madre sacudiendo la cabeza—. ¿Y qué va a pasar con nuestro café? —Señaló la cafetera y el cazo de la leche sobre la hormilla—. ¡Ahora que estaba todo preparado!

—Lo puedes dejar para más tarde —propuso Anton.

—¿Dejarlo para más tarde? A las ocho no puedo tomar café.

—¿Por qué no?

—Porque entonces no puedo dormir —dijo enfadada.

—¿Entonces por qué sueles tomarlo?

—¡No seas fresco! —le regañó su madre.

—Pues tómatelo ahora —dijo Anton— y después, a las ocho..., ¡zumo de manzana!

Quitó el cazo del fuego y vertió el agua hirviendo en el filtro del café.

—¿Y cómo te vas a levantar mañana para ir al colegio?

—¡Bah..., por una vez!

Echó el cacao en polvo en la leche.

—Pues yo no estoy conforme con eso —dijo ella—, y te lo consiento hoy porque quiero conocer de una vez a tus extraños amigos.

Anton suspiró aliviado.

—¿Y el pastel? —preguntó ella.

—Eh..., me lo puedo comer yo —dijo Anton.

La madre había vuelto a comprar merengues; esta vez ocho piezas.

¡Al fin y al cabo, él se había quedado sin ninguno cuando Udo se los zampó delante de sus narices!

—Está bien, dos trocitos —dijo ella—. Para esta noche haremos bocaditos de queso. ¿Me ayudas?

—¡Claro!

¡A Anton se le quitó un peso de encima! Su madre no sólo había aceptado que sus amigos no vinieran hasta las ocho..., ¡ahora le dejaba comerse dos trozos extra de pastel!

—Aquí tienes; también te puedes beber el cacao —dijo ella ofreciéndole la jarra entera.

¡Bueno, bueno! ¡Esto empezaba bien!

Anton cogió la jarra de cacao y los merengues y se fue a su habitación. Por suerte ya había terminado los deberes y podía ponerse a leer.

¡Y en tres horas y media..., llegarían los vampiros!

Velada artística

Poco después de las ocho llamaron al timbre. En la última media hora Anton había mirado el reloj al menos diez veces, y al oírlo sintió una gran alegría.

¡Si todo marchara bien! ¿Habría venido también Rüdiger? ¿Qué dirían sus padres?

En cualquier caso, todo resultaba tan tremendamente excitante que las piernas de Anton temblaban cuando salió al pasillo. Los padres ya habían abierto la puerta.

—¡Buenas noches! —era la voz estridente de Rüdiger, e inmediatamente después graznó Anna:

—Buenas noches.

—¡Buenas noches! —contestó la madre dando un par de pasos atrás—. Pero entrad...

—Bueno, ya estáis aquí —dijo el padre sonriendo; pero su voz sonó algo asustada.

Y realmente..., Rüdiger y Anna tenían un aspecto como para asustar a cualquiera: se habían puesto colorete en las mejillas, sus labios estaban pintados de rojo y su piel, normalmente blanca como la cal, estaba cubierta de polvos de tono tostado..., pero tan mal que aún asomaban manchas blancas por todas partes. Además, despedían un penetrante olor a «muftí elegante».

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