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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (7 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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—¡Lárgate —dijo después con voz de repente colérica y excitada— y no vuelvas a dejarte ver por aquí!

—Sí, sí —dijo Anton—, pero que no cunda el pánico.

Haciendo girar la bolsa y silbando
El pequeño Juanito
, siguió andando lentamente. Udo no debía pensar, de ningún modo, que le tenía miedo... ¡aun cuando estuviera dos cursos por encima de él!

Sin volverse, caminó hasta el muro del cementerio. Estaba, en efecto, pintado de blanco, y era tan alto que Anton sólo veía las puntas de los abetos que crecían detrás. Poco antes de llegar al portón de entrada se detuvo y miró furtivamente hacia atrás. Pero Udo había desaparecido. Anton esperó aún un par de minutos, pero como no ocurría nada abrió el portón y entró.

Le rodeó un silencio sepulcral y un olor a tierra y a flores. «No está tan mal —pensó Anton—. ¡En todo caso ni la más mínima huella de actividad!» Tranquilizado siguió su camino. Si no hubiera sido por las muchas cruces y lápidas con sus extrañas inscripciones como «Descansa en paz», habría podido pensar que caminaba por un parque. ¡Sólo que era raro no encontrarse con nadie! Pero quizá el domingo por la tarde no era el momento adecuado para una visita al cementerio. En fin, a él le venía bien. Podía moverse con más tranquilidad.

Bajó por el camino principal. Había acompañado algunas veces a su madre a visitar las tumbas de la familia. Por eso aún se acordaba de que la parte más agreste del cementerio empezaba detrás de la capilla que estaba al final del camino. Esta capilla siempre le había hecho sentir un misterioso estremecimiento: estaba construida como un edificio normal, pero no tenía ninguna ventana, sólo una gigantesca puerta de hierro. Y a pesar de que parecía vieja y desmoronada, había en la puerta un candado a todas luces completamente nuevo y usado a menudo, y esto era realmente lo más inquietante, ¡pues Anton no había visto nunca entrar o salir a nadie!

También ahora pasó al lado de la capilla con una sensación desagradable. Nada había cambiado; incluso el cerrojo relucía al sol exactamente igual. ¿Estaría vacía la capilla? ¿Y si no... qué podría haber en ella? «Seguro que nada bueno», pensó Anton. Y se acordó de la historia de la noche en el panteón que había leído una vez: para ganar una apuesta, un hombre se había hecho encerrar en un panteón durante la noche. Al principio había pensado que estaba solo, pero después, cuando la luz de la luna entró a través de la ventana, se movió de repente la tapa del ataúd que estaba junto a él y de allí salió... ¡Aunque brillaba el sol, a Anton le corrió un escalofrío por la espalda al pensar en el ser que había salido del ataúd!

De repente le entró prisa por entregar la capa y abandonar el cementerio. Pues ¿quién sabe todo lo que vagaría por allí?

En los libros de Anton, naturalmente, no sólo había vampiros..., ellos eran casi los más inofensivos..., había, por ejemplo, muertos en apariencia. Había leído en una ocasión algo sobre una mujer que durante días había golpeado una y otra vez contra la tapa del ataúd hasta morir de extenuación.

Anton apresuró el paso. En caso de que alguien llamara..., él, Anton, ¡seguro que no iría! ¡Lo mejor sería correr tan rápido que no pudiera oír la llamada en absoluto! ¡También le vino a la cabeza la imagen de tía Dorothee en la cripta, la noche anterior!

Anton había abandonado ya la parte del cementerio en la que los caminos estaban rastrillados y los setos cuidadosamente podados. Allí, detrás de la capilla, la hierba crecía casi hasta la altura de la rodilla y tenía que abrirse camino a través de malas hierbas y arbustos. Pero a lo lejos veía el muro del cementerio. En algún lugar de los alrededores tenía que estar el abeto... ¡y la entrada a la cripta!

Mientras seguía andando le pareció de pronto oír pasos en el camino de grava detrás de él. Un terror helado lo recorrió. ¿Quién o qué podía seguirlo? ¿Alguien que salía de la capilla?

Pero al momento siguiente estaba otra vez en calma, y entonces se atrevió a volverse...; el cementerio estaba exactamente igual, vacío y silencioso. ¿No se habría imaginado lo de los pasos? ¡Al fin y al cabo, allí se estaba condenadamente solo y uno podía imaginar las cosas más extrañas!

Casi tropezó con una lápida en la hierba. Era una curiosa piedra: ¡tenía la forma de un corazón! Y con escritura florida y apenas legible ya ponía: «Ludwig von Schlotterstein, 1803-1850». Anton se sorprendió, ¡pues si las fechas estaban bien, el padre de Rüdiger llevaba más de cien años muerto! Un par de pasos más allá descubrió una segunda losa igualmente en forma de corazón en la que ponía: «Hildegard von Schlotterstein, 1804-1849». Allí al lado encontró las lápidas de los abuelos: «Sabine von Schlotterstein, 1781-1847» y «Wilhelm von Schlotterstein, 1780-1848». ¡Y todas las lápidas tenían la misma forma de corazón! Realmente era demasiado extraño y cualquiera se quedaría perplejo. ¿Y qué es lo que podría significar un corazón? En primer lugar, amor —Anton se rió para sí—y en segundo lugar, ¡¡¡sangre!!! ¿Quién no sabía que el corazón bombeaba la sangre por el cuerpo?

Cuando Anton comparó las cifras de los años se dio cuenta de que los vampiros habían muerto en una secuencia determinada; precisamente, siempre con un intervalo de un año: primero Sabine, luego Wilhelm, Hildegard, Ludwig, Dorothee y Theodor. ¿Significaba eso que siempre, uno al otro...? ¿Y los niños? ¿Quién les había...? Y, además, ¿dónde estaban sus lápidas?

Pero por mucho que Anton buscó, sólo encontró simples losas grises que, con seguridad, no guardaban ninguna tumba de vampiro. Quizá el pequeño vampiro y sus hermanos no tenían lápida. Presumiblemente murieron siendo los últimos de los Schlotterstein y no tuvieron a nadie que les procurara un entierro de vampiros en condiciones.

Mientras aún reflexionaba oyó de pronto un crujido en la maleza junto a él y al volverse vio el rostro de Udo, que se reía irónicamente.

—¿Tú? —fue lo único que se le ocurrió.

—¿Te sorprende?

Con una sonrisa vanidosa, Udo salió de la maleza.

—Pero ¿qué miras así? ¿Soy yo un fantasma?

—Eh..., yo —murmuró Anton—. Pensaba que sería...

—Un espíritu, ¿eh? —exclamó Udo riéndose con fuerza.

—No, pensaba que sería mi amigo —aclaró Anton—, íbamos a encontrarnos aquí, pero no ha venido todavía.

¿Se creería eso Udo? ¡Con las prisas no se le había ocurrido nada mejor!

—Ya, ya —dijo Udo poniendo cara de incredulidad—, ¡y supones que me lo voy a creer!

Y de repente gritó:

—Tú piensas que yo soy tonto, ¿eh?

Agarró a Anton de la barbilla y empujó lentamente hacia arriba.

—¡Ay! —protestó Anton; pero Udo lo único que hizo fue empujar con más fuerza aún.

—¿Ves? —se rió enfadado—, éste es el castigo. Y ahora desembucha: ¿qué vienes a hacer aquí?

—Primero tienes que soltarme —exigió Anton.

—Está bien —dijo Udo, dando un paso atrás.

Miró fijamente a Anton:

—¿Y bien?

—Yo... yo no he mentido —dijo Anton—. He quedado de verdad con un amigo aquí.

—¿Y cómo se llama tu amigo?

—Rüdiger. Rüdiger von Schlotterstein.

Nuevamente apareció la expresión incrédula en el rostro de Udo.

—¿Y qué venís a hacer en el cementerio?

Anton reflexionó febrilmente. Lo de la cripta no podía contarlo de ninguna manera. ¡Udo lo denunciaría todo y entonces los vampiros estarían perdidos para siempre!

—Nosotros... queríamos buscar tumbas de vampiros —dijo finalmente.

—¡Tumbas de vampiros! —dijo Udo bostezando—. ¡Vaya bola!

—No, no —dijo apasionadamente Anton—. ¡En la familia de Rüdiger debe de haber habido vampiros antiguamente!

—Ajá —dijo Udo, no poco divertido.

—¡Dicen que se pueden reconocer sus tumbas por una cosa! —declaró Anton.

Esto pareció interesar a Udo.

—¿Por una cosa? —preguntó.

—¡Sí! ¡Por las lápidas!

—¿Qué pasa con las lápidas?

—Pues... —y aquí bajó Anton la voz y miró misteriosamente a todas partes—, tienen forma de corazón.

—¿Forma de corazón?

—¿No comprendes? —dijo Anton—. Corazón..., ¡eso significa sangre!

Udo contrajo la comisura de los labios con enfado.

—¡Venga, hombre, qué bobadas! —refunfuñó—. ¡En todo el cementerio no encontrarás ninguna lápida con forma de corazón!

Anton tuvo que contenerse para no echarse a reír.

—¿Quién sabe, quién sabe? —Se rió para sí—. Y además buscar no cuesta nada.

—¿Y por qué no estás buscando? —preguntó de mal humor Udo.

—Porque... quería esperar a mi amigo.

De todas formas, algo había conseguido Anton: desviar el interés de Udo hacia las lápidas. Pues que le preocupaba el asunto de las lápidas podía notarse en la forma en que Udo miraba a su alrededor e, intranquilo, se pisaba un pie con otro.

—¿Apostamos? —preguntó de repente Udo—. Tres marcos para ti si encontramos las lápidas, y si no, cuatro para mí.

—¿Cómo es que tú ganas cuatro marcos y yo sólo tres? —exclamó indignado Anton.

Udo mostró su «sonrisa de quinto curso», llena de superioridad.

—¿Por qué? —se rió irónicamente—. ¡Porque para ti tres marcos son exactamente igual que para mí cuatro!

—Eso es injusto —dijo Anton—. Al fin y al cabo, yo tengo que pagar los cuatro marcos si pierdo.

—¿O sea, que vas a perder? —preguntó Udo.

—Bueno —dijo Anton y no pudo ocultar una sonrisa de seguridad en la victoria—, ¿quién sabe...?

—¡Venga, busquemos! —determinó Udo—. Yo por aquí y tú por allí arriba.

Anton había caminado apenas un par de pasos en dirección a la capilla cuando oyó gritar a Udo.

—¡Anton, ven rápido! —exclamó—. ¡Las he encontrado!

Anton puso cara de sorpresa.

—¿De veras? —dijo.

Udo estaba completamente excitado.

—¡Jo! —exclamaba una y otra vez—. ¡Lápidas en forma de corazón! Mira, aquí pone algo: «Ludwig von Schlotterstein, 1803-1850», y «Hildegard von Schlotterstein, 1804-1849».

Miró pestañeando a Anton.

—Dime, ¿tu amigo no se llamaba también Schlotterstein?

Anton intentó parecer lo más tranquilo posible. Encogió los hombros y dijo:

—Sí.

Udo había encontrado ahora las otras lápidas.

—¡Aquí! —exclamó con voz de falsete—. «Sabine, Wilhelm»..., y allí, escucha esto: «¡Dorothee von Schlotterstein-Seifenschwein!». ¿Habías oído alguna vez un nombre tan estúpido?

Se rió y Anton se rió con él.

—Pero éstos están muertos para siempre —dijo entonces—, ¿o piensas que vuelan todavía?

—Yo pensaba que tú no creías en vampiros —se rió irónicamente Anton.

—Bueno, no —gruñó Udo—, pero lo de las lápidas...

Hizo una pausa.

—Dime, ¿no has dicho que tu amigo era también vampiro?

—¿Lo he dicho? —contestó Anton.

—¡Claro! ¡Cuando estábamos delante del cementerio!

—Entonces será verdad —dijo Anton.

Udo se aproximó un paso y miró con atención a Anton.

—¿Y bien? ¿Es verdad?

Anton se rió para dentro.

—No puedo contarte muchas cosas si no crees en vampiros.

—Quizá sí crea —dijo Udo—, y en caso de que no, podrías presentarme a tu amigo para convencerme.

—¿Ahora? —se rió irónicamente Anton.

—¿Por qué no? —dijo Udo.

La indiferencia de Anton y su desprecio afectado le enojaban.

—Porque —dijo tranquilamente Anton— los vampiros no se levantan hasta después de la puesta de sol. Y ahora es por la tarde.

—¿Y por qué has dicho que habías quedado con él?

—Es que tenía que decir algo tonto —dijo Anton.

Udo estaba tan sorprendido que miró fijamente a Anton durante un momento sin hablar. Pero después se tiñó su rostro de rojo y con voz ronca de ira chilló:

—¡Tú..., tú, imbécil! ¡Lárgate con tus vampiros! ¡Eso son cuentos!

—Pero tú te los has creído —se rió Anton.

—¿Yo? —Udo fingió indignación—. Yo no.

Anton sólo se rió irónicamente.

—¡Y además —exclamó Udo— ahora me voy a casa!

Se dio la vuelta y desapareció.

En ese momento se le ocurrió a Anton una idea: «si el miércoles no fuera Rüdiger sino Udo quien... Pero no como Udo, sino como Rüdiger...». ¡Claro, ésa era la salvación! Sus padres no se iban a dar cuenta de nada; ¡en definitiva, ellos no habían visto a Rüdiger todavía!

—¡¡U...dooo!! —gritó Anton tan alto como pudo, echando a correr tras él—. ¡Espera!

Anna la Desdentada

Anton dormía ya cuando, esa misma noche, llamaron suavemente a la ventana. Esta vez tenía las cortinas cerradas y así, parpadeando adormilado, sólo pudo reconocer los contornos de dos oscuras figuras que estaban acurrucadas delante de la ventana. Enseguida estuvo completamente despierto. Naturalmente eran vampiros, pues ¡quién si no hubiera podido en medio de la noche llamar a la ventana de su casa en un sexto piso! Pero ¿cómo es que eran dos? ¡Rüdiger siempre había venido solo! ¿Sería, quizá, una trampa? ¿Habrían quizá llegado a saber dónde vivía? Pero ¿no le habría prevenido entonces Rüdiger? No, reflexionó Anton, era mucho más probable que fuese el propio Rüdiger..., pero ¿a quién podía haber traído consigo?

Llamaron de nuevo, pero con mucha más impaciencia. Caminó de puntillas hacia la ventana y atisbo entre la cortina: reconoció al pequeño vampiro que se había envuelto hasta por encima de la barbilla en su capa, y junto a él a un segundo vampiro aún más pequeño, que llevaba igualmente una capa negra.

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