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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (12 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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—¿Las nueve? —dijo Anton.

—¡Las diez menos cuarto! —exclamó ella en tono de reproche—. ¡Te estamos esperando desde las nueve! ¡Tenemos que hablar contigo!

Dicho esto, se dio la vuelta y regresó a la sala de estar.

Anton la siguió..., lentamente y con sentimientos encontrados.

El padre estaba sentado en el sofá. Al entrar Anton se puso de pie y apagó la televisión, lo cual, en otras ocasiones, no sucedía nunca.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

—¿Yo? De paseo.

—Ya, ya. ¡De paseo! A las nueve y media mi hijo, con nueve años y alumno de tercer curso, sale a pasear. —Hizo una pausa—. ¿Y dónde has ido, si se puede saber?

—Ah —dijo Anton—, a todas partes...

—¡Aja! ¡Eso, naturalmente, es una información precisa!

La comisura de los labios del padre empezó a contraerse convulsivamente y eso ocurría siempre que estaba irritado, pero no quería mostrar su rabia.

—Además, vuelve a oler raro —dijo la madre—. Anton, ¿eres tú?

De repente, Anton se sintió examinado de los pies a la cabeza, y lleno de intranquilidad, se miró de arriba a abajo, por si hubiera alguna pista delatadora de su visita a la cripta..., por ejemplo, tierra del cementerio en los zapatos.

Pero no se veía nada.

—¿Habéis encendido fuego? —preguntó la madre.

—No —dijo Anton.

¡Ya volvía a empezar con eso!

—Quizá otros han encendido fuego y tú has mirado solamente.

—¡¡No!!

—¿O es que habéis fumado?

—¡Tampoco!

—¿Y cómo es que hueles así?

—Eso no lo sé. Quizá sea por Anna.

—¿Anna?

El padre escuchó atentamente.

—¿Quién es Anna?

—Mi novia.

—Tu..., ¿qué?

—La hermana de Rüdiger.

—¿La hermana de quién? —exclamó el padre—. ¿De Rüdiger?

—Sí —dijo Anton, que no podía explicarse qué era lo que encontraba el padre tan excitante.

—¿No me engañas? —preguntó el padre.

—¡No! —respondió Anton.

—¡Está bien! —exclamó el padre saltando del sofá—. Eso podemos comprobarlo enseguida.

—¿Vas a llamar por teléfono? —preguntó la madre.

El padre asintió y abrió la guía telefónica.

—... Holzapfel; aquí está: Holzapfel, Heinrich, empleado.

—¿Y quién es Holzapfel? —preguntó con precaución Anton.

El padre le lanzó una mirada burlona.

—Puedo imaginarme que no sepas quién es Holzapfel —dijo mientras marcaba.

Al otro lado del hilo parecía haberse puesto alguien, pues el padre dijo con voz completamente cambiada:

—¿Señor Holzapfel? Soy Bohnsack. Perdone la molestia. Sólo una breve pregunta: mi hijo afirma que su hija Anna... ¿Qué? ¿Que no tiene ninguna...? —Hizo una pausa—. Entiendo... —dijo entonces—. ¡Muchas gracias otra vez!

Colgó satisfecho el auricular y se dirigió a Anton:

—¿Sabes que tu supuesto amigo Rüdiger no tiene ninguna hermana? Sólo un hermano, ¡y se llama Leo!

—¿Leo? —preguntó Anton.

—Y por lo que respecta a tu Rüdiger..., ¡no se llama Rüdiger, ni tampoco Rüdiger Udo, sino sólo Udo!

—¿Udo? —dijo perplejo Anton.

Entonces comprendió. ¡Tenía que ser el Udo que él había hecho pasar por el auténtico Rüdiger! Una terrible sospecha creció en él: al fin y al cabo, Udo tenía el mote de «Cotorra»... ¿Habría llamado a sus padres —los de Anton— y se lo habría contado todo? ¡No, de una guarrada tan grande no le creía capaz!

—¿Y bien? —preguntó el padre—. ¿Qué tienes que decir?

—¿Yo? —titubeó Anton—. A mí me dijo que se llamaba Rüdiger.

—¿Y la hermana? ¿Cómo te dijo que se llamaba?

—¿Ella? —dijo Anton—. Anna, naturalmente.

—¡Maldita sea otra vez! ¡¿No te acabo de decir que Udo no tiene ninguna hermana?!

—¡Pero Rüdiger sí! —dijo obstinado Anton.

Entonces intervino la madre.

—Anton —dijo—, tienes que admitir al menos que es muy extraño que vayas a pasear con una hermana que en realidad no existe en absoluto. ¿No vas a decirnos la verdad?

—Yo ya no entiendo absolutamente nada —dijo Anton.

—Está bien.

El padre se esforzaba a todas luces por permanecer tranquilo.

—He reconocido a tu supuesto Rüdiger. ¡Es el hijo de mi compañero de trabajo y no se llama Rüdiger von Schlotterstein, sino Udo Holzapfel!

—¿Y por qué no has dicho eso enseguida? —preguntó Anton.

El padre jadeó.

—¿Por qué? —gritó—. ¡Porque quería oír primero lo que mi señor hijo tenía que decir!

¡Por lo menos Anton ya sabía lo que pasaba!

—Me parece que aún no conocemos al auténtico Rüdiger —opinó la madre—, y que realmente existe un Rüdiger que tiene una hermana llamada Anna. Pero dime, Anton, ¿por qué no nos has presentado al verdadero Rüdiger?

En contra de su voluntad, Anton tuvo que reírse. ¡La madre, con sus maneras frías y reflexivas, descubría siempre mucho mejor sus secretos que el padre con sus reproches y sus alborotos!

—Fue así... —dijo Anton—, vosotros me habéis dado siempre la lata con que debía traer a Rüdiger. Pero Rüdiger no quería venir, y entonces le pregunté a Udo. Además —añadió—, ¡yo no sabía que Udo se apellida Holzapfel!

—¿Y por qué no quería venir Rüdiger? —preguntó la madre.

—Porque... él siempre se levanta muy tarde y además no le gustan nada los pasteles. Y un poco extraño sí que es.

La madre se rió.

—¡Pero si eso no importa! A los tipos raros los encuentro divertidos. Y no tiene que comer si no quiere.

—Pero eso le resulta incómodo —dijo Anton.

—¿Incómodo? —preguntó la madre—. ¿Por qué?

—Además, huele mal.

Ahora se rió también el padre.

—¡Vaya amigos que tienes!

—Y tampoco sabe comportarse correctamente.

—Pero, Anton —dijo la madre—, ¿no es mucho más importante que uno tenga o no un buen corazón?

Anton se puso pálido.

—¿Bu... buen corazón? —dijo—. ¿Qué quieres decir con eso?

¿Se habría dado cuenta de algo su madre? Pero estaba poniendo, realmente, una cara demasiado alegre.

—Que puedas confiar en él —aclaró la madre—. Que no te deje en la estacada.

—Ah, bueno —dijo aliviado Anton.

—¿Ves tú? —dijo la madre—; y si a ti te gusta, entonces también nos gustará a nosotros.

—¿Tú crees? —preguntó Anton poniendo cara de incredulidad—. ¿Os gustan entonces... los vampiros?

—¡Ya empiezas otra vez con tus vampiros! —se rió el padre.

La madre parecía enfadada.

—Yo no lo encuentro gracioso —dijo.

El padre se rió aún más.

—Bueno, ¿cuándo veremos a Rüdiger, el famoso vampiro?

—Yo..., es que tengo que preguntárselo primero —murmuró Anton—. Qui... quizá la semana que viene.

De repente se sentía muerto de cansancio y ya sólo tenía un deseo: ¡irse a la cama!

—¡Deja la ventana cerrada! —le gritó la madre cuando él ya estaba en la puerta—. ¡Últimamente revolotean polillas tan grandes alrededor de la casa...!

—Sí —dijo Anton volviéndose rápidamente para que los padres no pudieran ver su risa—. ¡Buenas noches!

Un nuevo colega

En mitad de la noche, Anton se despertó. Se frotó los ojos y pestañeó..., ¿dónde estaba? Hacía un momento se encontraba sentado a una larga mesa con todos los vampiros, y Sabine von Schlotterstein la Horrible había pronunciado un discurso... ¡Pero ahora estaba tumbado en su cama!

Junto a él el despertador hacía tic—tac y a la débil luz que entraba por la ventana se dibujaban los contornos del escritorio. Anton tomó aliento. ¡Durante un instante había creído que se encontraba en el cementerio, en donde se iba a celebrar una gran fiesta!

Intentó acordarse..., sí, ahora le volvía a la memoria: ¡un nuevo vampiro iba a ingresar en la familia! Para celebrar el día, los vampiros habían adornado la cripta. Negras velas lucían en altos candelabros de plata; habían juntado los ataúdes formando una mesa y los habían cubierto con grandes manteles negros. En la cabecera de la mesa estaba Sabine la Horrible; a los lados se sentaban los demás vampiros; a su derecha, Ludwig el Terrible, Hildegard la Sedienta, tía Dorothee y tío Theodor; a su izquierda, Wilhelm el Tétrico, Lumpi el Fuerte, Rüdiger y Anna la Desdentada. Al lado de Anna estaba sentado..., ¡él mismo, Anton! ¡Y ahora sabía lo que le esperaba!

Sabine la Horrible se había levantado ya de su sitio y, después de haber carraspeado varias veces y haber enseñado sus horribles dientes, dijo:

—¡Queridos parientes! ¡Tengo hoy el gran honor de presentaros a un nuevo colega!

Hizo una significativa pausa. Entonces levantó la mano y señaló a Anton, y de repente todos los ojos se dirigieron hacia él. ¡Y qué ojos! ¡Ojos incandescentes que casi lo devoraban!

—¡Todo nuestro agradecimiento a Anna, que ha ganado a Anton para nosotros! —prosiguió Sabine la Horrible, y como señal de estima los vampiros tamborilearon con los puños en los ataúdes.

—¡Y ahora vamos a hacer de Anton un auténtico vampiro! —exclamó.

Entonces los vampiros se levantaron precipitadamente, y como si se hubiera dado una señal, empezaron a vocear de la manera más espantosa y a hacer girar los ojos en sus órbitas. Lentamente, muy lentamente, se acercaron a él. Sabine la Horrible iba a la cabeza y extendía sus largos dedos con uñas como garras..., ¡pero antes de que lo alcanzaran se había despertado!

Anton se sentó en la cama y miró el despertador: ¡las tres! Suspirando, se volvió a tumbar y cerró los ojos. ¡Ojalá esta vez pudiera dormir en paz!

Oídos aguzados

—No pareces muy despierto —dijo el padre por la noche.

Estaban sentados en el sofá esperando el comienzo de un documental sobre animales.

Anton bostezó.

—Me voy a ir a la cama enseguida.

—Tu paseo de ayer debió de ser agotador, ¿no?

—Hoy hemos hecho un examen de Mates —declaró Anton. ¡Como si el colegio fuera un placer!

—¿Y bien? —preguntó la madre—. ¿Lo sabías todo?

—Bueno... —dijo Anton.

En ese momento sonó el teléfono. El padre fue al aparato.

—Bohnsack —dijo con voz enérgica. Pero un momento después se pintó en su cara una expresión de sorpresa.

—¿Con quién quiere hablar? ¿Está seguro de que ha marcado bien?... Un momento.

Tapó el auricular con la mano.

—Están chalados —dijo susurrando—, no puedo entenderlos en absoluto. ¡Jadean tanto! ¿No serán alumnos tuyos?

—¿Qué? —exclamó indignada la madre cogiendo el auricular—. Bohnsack —contestó—. ¿Quién está ahí?... ¿Con quién? ¿Quiere hablar con Anton?

Miró a Anton con el ceño fruncido.

—Para ti —susurró.

—¿Quién es? —preguntó el padre.

La madre se encogió de hombros.

—Ni idea. Hablan como si se pusieran la mano delante de la boca.

Entretanto, Anton había cogido el auricular.

—Hola —dijo.

Al otro extremo del hilo se oyó una risita.

—¿Quién es? —exclamó.

—¡Soy yo, Anna! —la respuesta llegó muy baja y débil, pero claramente comprensible.

Anton sintió que se ponía pálido.

—Tú..., tú... —murmuró.

¡Valiente sorpresa! ¡Y los padres estaban junto a él escuchando cada palabra que decía!

—¿Quién es? —siseó el padre.

—Anna —informó Anton de mala gana.

—¿Y qué quiere? —preguntó la madre.

—No lo sé —se quejó Anton—. ¡No oigo nada!

—¿Sigues enfadado conmigo! —preguntó ahora Anna—. Quiero decir por lo de ayer... Porque yo no...

—No, no —dijo rápidamente Anton—. En absoluto.

—¡Tengo una sorpresa para ti!

—¿Una sorpresa?

Por el rabillo del ojo vio cómo los padres cambiaban una mirada significativa.

—¿Y qué... qué es? —preguntó.

—Una historia —dijo ella—. Una auténtica historia de amor de vampiros.

Al decir las últimas palabras se rió tan fuerte que apenas pudo entenderla.

—¿Puedo leértela esta noche?

—Ho... hoy mejor que no —tartamudeó—. ¿Mañana quizá?

—Bien —dijo ella—, mañana. ¿A qué hora?

Anton miró a sus padres y reflexionó.

—Mi abuela tenía veintiún relojes —dijo entonces, y se rió en silencio de las caras estupefactas que ponían sus padres. ¡Eso les pasaba por escuchar conversaciones ajenas!

Pero Anna le había comprendido.

—¡Entonces, a las veintiuna horas! —dijo.

—Y... ¿qué hace Rüdiger? —preguntó Anton.

—Ya está volando otra vez —dijo Anna—. Tenía un hambre tremenda.

—Ah, ¿sí?

Como siempre que se hablaba de las costumbres gastronómicas de los vampiros, le invadió una sensación extraña.

—Entonces..., salúdalo de mi parte —dijo, porque no se le ocurría otra cosa.

¡¿Por qué tenían que estar los padres de pie a su lado como si hubieran echado raíces?! ¡¿No podían irse a la cocina?!

—Entonces..., adiós —dijo.

—¡Hasta mañana! —contestó Anna.

Después colgó.

—¿Qué? —dijo el padre con fingida sorpresa—. ¿Ya has terminado?

—Sí —gruñó Anton.

—¿Qué es lo que decías? —preguntó la madre—. ¿Una abuela que tenía veintiún relojes?

—Un pequeño chiste.

—¿Y por qué no has invitado a Anna? —quiso saber el padre.

—Porque... no se me ha ocurrido.

—¿Y a Rüdiger? —dijo la madre—. ¿Ya le has avisado?

—No.

—¿Y por qué no?

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