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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (10 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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Se sorbió la nariz y puso una cara afligida.

«¡Pobrecilla!», pensó Anton. ¡Si eso era verdad, ser niño-vampiro era realmente un castigo!

Siempre había pensado que sus padres tenían poco tiempo para él, ¡pero en comparación con los vampiros a él lo trataban en casa como a un príncipe!

—Pero nosotros sí podríamos cuidar a Rüdiger —propuso él—, tan pronto como se vayan tus parientes.

—¿Y si uno de ellos regresa antes de tiempo? —preguntó Anna.

Anton hizo un ademán denegando.

—Eso es improbable —dijo—. Además, yo ya estuve una vez en la cripta.

—¿Qué...? —exclamó sobresaltada Anna—. ¿Tú estuviste ya...?

—Pues claro —dijo Anton—, con Rüdiger.

—¿Y no os atrapó nadie?

—No; bueno, casi. Tía Dorothee... —dijo él—. Pero no se dio cuenta de nada porque yo me metí rápidamente en el ataúd de Rüdiger.

Anna hizo un ruidito silbante.

—Tía Dorothee... —dijo—, ¿sabes que es la peor de todos?

—¿De... de veras? —tartamudeó Anton.

—¡Sí! —dijo Anna—. ¡A mí una vez me quiso..., incluso a pesar de que yo misma soy un vampiro!

—¡liiih! —se le escapó a Anton, y al acordarse de la chillona voz de Tía Dorothee en la cripta, se tocó involuntariamente el cuello.

—Pero ella es la que está más tiempo fuera casi siempre —lo tranquilizó Arma—. Es la más voraz... Venga —dijo entonces—, ¿nos vamos a la cripta?

—¿A la cri... cri... cripta? —preguntó Anton, a quien, de pronto, le había abandonado todo su valor—. ¿Cre... crees que deberíamos?

—¡Seguro que sí! —dijo Anna—. Tú mismo has dicho que deberíamos cuidar a Rüdiger.

—Bueno —gruñó Anton—, si tú lo crees...

—Ven —apremió ella—. Tienes la otra capa, ¿no?

Nerviosa, se había subido ya en la repisa de la ventana.

—¡Vaya cara que va a poner Rüdiger! —se rió.

—¡Ojalá esto salga bien! —dijo Anton en voz baja mientras se cubría con la capa y se reunía con ella en la repisa.

Después echaron a volar.

Historias de vampiros

—¿Sabes qué historia me ha gustado más de las de tu libro? —preguntó Anna cuando volaban en la noche juntos—. ¡La del vampiro de nieve!

—¿Qué vampiro de nieve? —preguntó Anton, que aún no había leído todas las historias.

—¿No la has leído? —dijo ella, y con una mirada soñadora empezó a relatarla—: Ocurre en las montañas, en una vieja casa completamente solitaria. Allí, después de la puesta de sol, tienen que cerrarse las cortinas en todas las habitaciones que miran al oeste, ¡y ay de ellos si las abren!

—¿Por qué? —preguntó Anton.

—Espera —dijo ella en un susurro—. Un día hay visitantes en la casa y comienza una tormenta de nieve. Una mujer va a la ventana y corre a un lado la cortina. Afuera ve una figura blanca que pasa lentamente al lado de la casa.

—¡El vampiro! —dijo Anton.

Anna asintió.

—¡Pero los visitantes no creen que es un vampiro! Piensan que es una mujer que se ha extraviado en medio de la tormenta de nieve. Uno sale para hacerla entrar...

—¿Y bien? —preguntó Anton con ojos brillantes.

—A la mañana siguiente lo encuentran. Está apoyado en un árbol. A su alrededor hay pequeños hoyos como si el viento hubiera levantado de un soplo la nieve.

—¡Pero en realidad había sido el vampiro de nieve! —exclamó Anton.

—¡Exacto! —dijo ella.

—A mí me ha gustado mucho la de la mariposa nocturna —dijo Anton—. Comienza en una noche lluviosa y tormentosa. El hombre del que se cuenta la historia está solo. De repente llaman. Va a la puerta. Afuera hay una mujer joven y muy hermosa. Tiene el pelo negro, orejas puntiagudas y labios muy rojos. Su voz es singularmente profunda y ronca...

Anna se rió.

—Él la invita a entrar porque piensa que debe de estar completamente empapada...

—Naturalmente, ella no está mojada en absoluto, ¿no? —preguntó Anna.

—No. Está completamente seca. El hombre, sin embargo, tiene un perro...

—¡Brrr! —dijo Anna estremeciéndose.

—... y ese perro —prosiguió Anton— lanza al verla un aullido de miedo tan terrorífico que el hombre tiene que llevarlo al jardín.

—¿Y entonces? —preguntó Anna.

—Cuando regresa el hombre, la mujer le pregunta por el camino de la ciudad. El quiere guiarla y sale delante de la puerta con el farol en la mano...

—... pero la mujer ha desaparecido —completó Anna.

En voz baja Anton siguió hablando.

—El hombre, sin embargo, tiene un amigo. Le cuenta lo de su visitante nocturna. El amigo le previene y le aclara que la mujer es un vampiro. Pero el hombre no se lo cree. Sólo le pide que se quede con el perro durante un par de días porque éste parece, de repente, tener miedo en su propia casa.

—¡Una suerte! —suspira Anna—. A los vampiros no les gustan los perros precisamente.

—Por la noche aparece la mujer por segunda vez. Se acerca a él y le pone sus manos gélidas sobre los hombros. A él le invade una extraña indolencia..., cuando, de repente, ¡siente entre sus dedos la Biblia!

—¡¿Qué?! —gritó Anna—. ¡¿Y me lo cuentas?!

Las aletas de su nariz temblaban y miraba a Anton con intensa indignación.

—Ahora dirás encima que el hombre...

—... lo atravesó, ¡sí señor! —se rió Anton, que estaba tan inmerso en su historia que no se daba cuenta en absoluto del efecto que causaba en Anna—. ¿Y quieres saber con qué?

—¡No! —chilló ella—. ¡No!

—¡Con una cerilla! —anunció Anton—. ¡Ella se había convertido de pronto en una mariposa nocturna y bastaba una simple cerilla afilada!

Sólo ahora miró a Anna. Tenía un aspecto lívido como el de un cadáver.

—¡Tú...., tú, tío bruto! —gritó, y le corrían las lágrimas por la cara—. ¡Lo has contado sólo para darme miedo!

—¡Nnn... no, claro que no! —dijo él, asustado—. No he pensado en absoluto que el asunto de la cerilla te...

Pero ella sacudió la cabeza en silencio y apresuró el vuelo, de forma que Anton ya no la podía seguir.

—¡Espera! —gritó—. No he pensado eso. No quería asustarte, de veras que no. ¡Perdona, por favor!

Pero ella siguió volando y rápidamente desapareció de la vista de Anton.

¿Y ahora? ¿Debía seguir volando solo hacía la cripta? Pero quizá ella le esperaba allí, y quién podía saber de qué espantosas acciones era capaz un vampiro indignado. ¿Y si volaba de regreso a casa? Pero ¿no era eso una traición a Rüdiger, que estaba en el ataúd con una intoxicación de sangre?

Mientras Anton aún reflexionaba, vio acercarse una pequeña sombra. Al principio se asustó, pero luego reconoció la cara de Anna.

—Lo he estado pensando —dijo ella en voz baja—. Ya no estoy enfadada contigo, ¿y tú?

—Yo tampoco —dijo tímidamente Anton.

—¡Ven, volemos entonces! —se rió y le cogió del brazo—. ¡Enseguida llegamos!

Primeros auxilios

Anton veía ya a lo lejos el muro del cementerio. El cielo estaba completamente despejado y la luna brillaba clara, de modo que el cementerio le pareció mucho menos lúgubre e inquietante. ¿O se debía a que lo visitaba ya por tercera vez? Anna siguió revoloteando por encima del muro y se dejó caer planeando en la hierba. Anton la siguió.

—Allí delante está la entrada —susurró—, pero antes debemos esperar a ver si todo está en calma.

Anton asintió.

—Lo sé —dijo—, el guardián del cementerio...

—¡Pssst! —siseó ella.

Anton vio las lápidas en ruinas que la alta hierba ya casi había cubierto, las viejas cruces mohosas entre la maleza y los oscuros abetos bajo cuya sombra estaba la entrada a la cripta.

Anna escuchaba intensamente. Al cabo de un rato se puso en pie.

—Todo en orden —dijo—. Podemos ir.

—¿No quieres..., ir tú delante? —preguntó Anton.

De repente tenía una sensación rara en el estómago, como si no hubiera comido nada durante días y días.

Anna lo miró sorprendida.

—¿Por qué? —preguntó—. Aparte de Rüdiger, seguro que no hay nadie abajo.

—Pero podrías, como medida de precaución, mirar tú primero —propuso Anton. A lo mejor tía Dorothee había vuelto a caer en uno de sus desmayos. O, tal vez, se había quedado un vampiro en la cripta para atender a Rüdiger. Por ejemplo, la madre..., ¡Hildegard la Sedienta! Anton se estremeció.

—Está bien —dijo Anna—, miraré. Pero tú, entretanto, quédate escondido.

Desapareció en el pozo y Anton se acurrucó a la sombra de un abeto.

En ese momento oyó suaves pasos. Estaban aún bastante alejados, pero en el silencio absoluto que reinaba por doquier podía percibirlos claramente. Un pánico helado lo recorrió.

¿Sería Udo otra vez? Pero ¿cómo le hubiera podido seguir, si él había venido con Anna por el aire? No, sólo había una explicación: ¡el guardián del cementerio!

Anton pudo entonces reconocer a un hombre. Era bastante bajo y se movía, espiando en todas direcciones, con mucha cautela.

Cuando se aproximó, vio Anton su cara gris y rugosa, que, con la nariz puntiaguda y los ojos claros e intranquilos, le recordaba la cabeza de una rata. Y Anton vio más aún: ¡de los bolsillos de la oscura bata de trabajo que llevaba el hombre asomaban varillas de madera y un gran martillo!

Anton apenas se atrevía a respirar. A decir verdad, lo ocultaban las espesas ramas del abeto, de modo que, en cierta medida, podía sentirse seguro, pero Anna... Aparecería en cualquier momento para recogerlo... ¡y el guardián del cementerio ya sólo estaba a unos pocos metros de distancia! ¡En ese momento examinaba los abetos con miradas especialmente concienzudas!

Anton vio cómo se movía la piedra de la cripta; entonces tuvo una idea: cogió del suelo un gran guijarro y lo tiró tan lejos como pudo.

La piedra hizo un fuerte ruido al caer y, como tocado por el rayo, el guardián del cementerio volvió la cabeza y se abalanzó allí donde se había oído el ruido. Al hacerlo aulló:

—¡Al fin os tengo!

Anton vio cómo empezaba a cavar entre la maleza agitando las estacas y el martillo como si fueran un arma. Entonces se acercó a donde estaba Anna; tomando aliento se deslizó en el pozo y cerró el agujero de entrada sobre su cabeza.

—¡Buff! —gimió, apoyándose contra la fresca pared—. ¡A punto estuvo!

—¿Qué? —preguntó Anna.

—El guardián del cementerio —dijo Anton aún sin respiración—, ¡casi te ve empujando la piedra!

—¿El guardián del cementerio? —exclamó ella—. ¿Lo has visto?

—Yo a él sí —dijo—, pero él a mí no.

—¿Y dónde está ahora?

Anton se rió irónicamente.

—Busca piedras.

—¿Qué haceeee?

—He tirado una piedra —aclaró Anton— y él está buscando ahora allí donde ha caído.

Anna respiró aliviada.

—¿A que tiene pinta de rata? —se rió ella.

—O de ratón —dijo Anton—. Sea como sea, es repugnante.

—¿Sí, verdad? —exclamó Anna—. En comparación, los vampiros somos bastante guapos... ¿Sabes cómo se llama? ¡Geiermeier!

—¿Cómo? —preguntó Anton.

Anna se rió saltando alternativamente sobre cada uno de sus pies.

—Geiermeier, aun con bata te pareces a una rata —cantó ella.

Desde la cripta subió hasta ellos una ronca tos.

—¡Rüdiger! —exclamó sobresaltado Anton—. ¿Qué tal está?

—¿Él? —dijo Anna—. Bien. Ya se ha vuelto a levantar. Pero ahora es Lumpi el que está acostado.

—¿Lumpi? —exclamó Anton ¿Quién era Lumpi? Ah, sí, ¡el hermano mayor!—. ¿Y sabe que yo...?

—Claro —Anna sacudió la cabeza—. No te preocupes por él. Los niños-vampiro se llevan bien.

—Y..., ¿no me hará nada?

—No —se rió Anna—, ¡entre amigos no!

Bajaron los escalones. Había una vela encendida y a su luz vieron a Rüdiger sentado en su ataúd leyendo, mientras en el ataúd que estaba a su lado daba vueltas un vampiro grande y fuerte. Rüdiger levantó la vista de su libro y se puso un dedo en los labios.

—Está durmiendo —susurró, haciéndoles señas de que se sentaran con él en el borde del ataúd.

—¿Qué tiene? —preguntó Anton.

—Gripe —aclaró Rüdiger—. No es tan raro, cuando se sale únicamente de noche.

Anton observó furtivamente al dormitorio de Lumpi. Un cierto parecido con Rüdiger era innegable, pero la cara de Lumpi se veía aún más pálida y sus ojos yacían en cuevas aún más oscuras.

—Parece realmente enfermo —susurró.

—¿Verdad que sí? —asintió Rüdiger—. ¡Completamente exangüe, el pobre!

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