Güero («Rubiales», debido a su pelo claro) lanza una risita. El viejo tiene millones y millones, pero cloquea como una gallina vieja cuando ve una factura de reparaciones. Podría tirar este Mercedes y no echarlo de menos, pero se queja de los pocos pesos que le cuesta lavarlo para quitar el polvo.
Güero no se enfada. Ya está acostumbrado.
Aminora la velocidad.
—Deberíamos hacer una
manda
a Malverde cuando lleguemos a Culiacán —dice don Pedro.
—No podremos quedarnos en Culiacán,
patrón
—dice Güero—. Los norteamericanos estarán allí.
—A la mierda los norteamericanos.
—Barrera nos aconsejó que fuéramos a Guadalajara.
—No me gusta Guadalajara —replica don Pedro.
—Solo será una temporada.
Llegan a un cruce, y Güero se dispone a doblar a la izquierda.
—A la derecha —dice don Pedro.
—A la izquierda,
patrón
—contesta Güero.
Don Pedro ríe.
—He estado pasando opio de contrabando por estas montañas desde que el padre de tu padre le tiraba de las bragas a tu abuela. Gira a la derecha.
Güero se encoge de hombros y gira a la derecha.
La carretera se estrecha y la tierra es más blanda y profunda.
—Sigue adelante, despacio —dice don Pedro—. Sin pausa, pero sin prisa.
Llegan a una curva cerrada a la derecha que atraviesa la espesa maleza, y Güero levanta el pie del pedal.
—
¿Qué coño te pasa?
—pregunta don Pedro.
Cañones de rifles asoman de la maleza.
Ocho, nueve, diez.
Diez más detrás.
Entonces don Pedro ve a Barrera, con su traje negro, y sabe que todo va bien. La «detención» será una representación para los norteamericanos. Si llega a ir a la cárcel, saldrá en menos de un día.
Se levanta poco a poco y alza las manos. Ordena a sus hombres que le imiten.
Güero Méndez se desliza despacio hacia el suelo del coche.
Art empieza a levantarse.
Mira a don Pedro, de pie en su coche con las manos en alto, tembloroso a causa del frío.
El viejo parece muy frágil, piensa Art, como si una ráfaga de viento pudiera derribarle. Una barba blanca incipiente en su cara sin afeitar, los ojos hundidos a causa de la fatiga evidente. Un viejo débil cerca del final del camino.
Parece casi cruel detenerle, pero...
Tío asiente.
Sus hombres abren fuego.
Las balas sacuden a don Pedro como si fuera un árbol joven.
—¿Qué están haciendo? —grita Art—. Está intentando...
El estruendo de los fusiles ahoga su voz.
Güero está agachado en el suelo del coche, con las manos sobre los oídos porque el ruido es increíble. La sangre del viejo cae como lluvia suave sobre sus manos, la cara, la espalda. Pese al ruido de los fusiles, consigue oír los chillidos de don Pedro.
Como una vieja que ahuyentara a un perro del corral.
Un sonido de su infancia.
Enmudece por fin.
Güero espera a que transcurran diez largos segundos de silencio antes de osar levantarse.
Cuando lo hace, ve que los policías salen de los arbustos. Detrás de él, los cinco
sicarios
de don Pedro están muertos, y brota sangre de los agujeros que las balas han abierto en la carrocería del coche, como agua de un bajante.
Y a su lado, don Pedro.
El
patrón
tiene la boca y un ojo abiertos.
El otro ojo ha desaparecido.
Su cuerpo parece uno de esos rompecabezas baratos, en los que tratas de colocar las bolitas en los agujeros, salvo porque hay muchísimos agujeros. Y el viejo está cubierto por una capa de cristales astillados del parabrisas, como azúcar hilado que cubriera al novio en la tarta de una boda de lujo.
Güero piensa por un momento en lo mucho que se enfadaría don Pedro si viera los daños causados en su Mercedes.
El coche está para el desguace.
Art abre la puerta del coche, y el cadáver del viejo se desploma fuera.
Se queda asombrado al comprobar que el pecho del anciano todavía se mueve. Si pudiéramos evacuarle por aire, piensa Art, tal vez exista una posibilidad de...
Tío se acerca, contempla el cuerpo y dice:
—Alto o disparo.
Saca una 45 de su funda, apunta a la nuca del viejo
patrón
y aprieta el gatillo.
El cuello de don Pedro se agita bruscamente, y vuelve a caer al suelo.
Tío mira a Art, y dice: —Quiso sacar la pistola. Art no contesta.
—Quiso sacar la pistola —repite Tío—. Todos lo hicieron.
Art contempla los cuerpos diseminados por el suelo. Las tropas de la DFS están recogiendo las armas de los muertos y disparándolas al aire. Destellos rojos brotan de los cañones de las pistolas.
Esto no ha sido una detención, piensa Art, sino una ejecución.
El larguirucho conductor rubio sale arrastrándose del coche, con las rodillas apoyadas en el suelo empapado de sangre, y levanta las manos. Está temblando. Art no sabe si de miedo, de frío, o de ambas cosas. Tú también estarías temblando, se dice, si supieras que estás a punto de ser ejecutado.
Basta de una puta vez.
Art se dispone a interponerse entre Tío y el chaval arrodillado.
—Tío...
—
Levántate, Güero
—dice Tío.
El chico se pone en pie, tembloroso.
—Dios le bendiga, patrón.
Patrón.
Entonces, Art comprende: esto no es una detención ni una ejecución.
Es un asesinato.
Mira a Tío, que ha enfundado la pistola y está encendiendo uno de sus delgados puros negros. Tío alza la vista, y advierte que Art le está mirando; señala con un movimiento de la mandíbula el cadáver de don Pedro, y dice:
—Ya tienes lo que querías.
—Y tú también.
—
Pues
... —Tío se encoge de hombros—. Recoge tu trofeo.
Art vuelve hacia su jeep y saca su poncho. Regresa y envuelve con cuidado el cuerpo de don Pedro, y después lo alza en brazos. Es como si el viejo no pesara nada.
Art lo carga hasta el jeep y lo deposita sobre el asiento trasero.
Se marcha a dejar el trofeo en el campamento base.
Cóndor, Fénix, ¿cuál es la diferencia?
El infierno es el infierno, lo llames como lo llames.
Una pesadilla despierta a Adán Barrera.
Un bajo rítmico, atronador.
Sale corriendo de la cabaña y ve gigantescas libélulas en el cielo. Parpadea, y se convierten en helicópteros.
Descienden en picado como buitres.
Entonces oye gritos, el sonido de camiones y caballos. Soldados que corren, armas que disparan. Agarra a un
campesino
y ordena «¡Escóndeme!», y el hombre le conduce al interior de una cabana, donde Adán se esconde debajo de la cama hasta que el techo de paja estalla en llamas, sale corriendo y se topa con las bayonetas de los soldados.
Un desastre. ¿Qué coño está pasando?
Y su tío, su tío se pondrá furioso. Les había dicho que se marcharan una semana, que se quedaran en Tijuana, o incluso en San Diego, en cualquier lugar excepto aquí. Pero su hermano Raúl tenía que ver a esa chica de Badiraguato que le tiene loco, iba a celebrarse una fiesta, y Adán tenía que acompañarle. Y ahora, Raúl está Dios sabe dónde, piensa Adán, y yo tengo bayonetas apuntándome al pecho.
Tío ha criado a los dos chicos desde que su padre murió, cuando Adán tenía cuatro años. Tío Ángel apenas era un muchacho en aquella época, pero aceptó la responsabilidad como un adulto, llevó dinero al hogar, les habló a los niños como un padre, se encargó de que se portaran como es debido.
El nivel de vida de la familia aumentó a medida que Tío iba ascendiendo en el cuerpo, y cuando Adán era un adolescente ya llevaban un estilo de vida de clase media. Al contrario que los
gomeros
rurales, los hermanos Barrera eran chicos de ciudad. Vivían en Culiacán, iban a un colegio de la localidad, asistían a fiestas en los chalets de la ciudad, a fiestas en la playa de Mazatlán. Pasaban parte de los cálidos veranos en la hacienda de Tío, respirando el aire fresco de las montañas de Badiraguato, jugando con los hijos de los
campesinos
.
Los días de la infancia en Badiraguato fueron idílicos: iban en bicicleta a los lagos de las montañas, saltaban desde las paredes rocosas de las canteras para zambullirse en las profundas aguas esmeralda de las canteras, pasaban el tiempo en el amplio porche de la casa, mientras una docena de
tías
les mimaban y preparaban
tortillas, albóndigas
y el postre favorito de Adán, flan casero cubierto con una gruesa capa de caramelo.
Adán llegó a querer a
los campesinos
.
Se convirtieron en una numerosa y cariñosa familia para él. Su madre se había mostrado distante desde la muerte de su padre, y su tío era todo negocios y seriedad. Pero los
campesinos
poseían toda la calidez del sol del verano.
Tal como predicaba el cura de su infancia, el padre Juan, «Cristo está del lado de los pobres».
Trabajan tanto, observaba el joven Adán, en los campos, en las cocinas y en las lavanderías, y tienen tantos hijos, pero cuando los adultos vuelven del trabajo, siempre da la impresión de que tienen tiempo para abrazar a los niños, hacerles saltar sobre las rodillas, jugar y bromear.
A Adán le gustaban las noches de verano más que cualquier cosa, cuando las familias se reunían, las mujeres cocinaban, los niños correteaban de un lado a otro, y los hombres bebían cerveza fría, bromeaban y hablaban de las cosechas, el tiempo, el ganado. Después, todos se sentaban y cenaban juntos en largas mesas bajo antiguos robles, y enmudecían cuando la gente se dedicaba al muy serio asunto de comer. Después, una vez saciada el hambre, las conversaciones volvían a iniciarse, las bromas, las tomaduras de pelo familiares, las carcajadas. Después, cuando el largo día veraniego daba paso a la noche y el aire se enfriaba, Adán se sentaba lo más cerca posible de las sillas libres que luego se ocuparían cuando los hombres volvieran con sus guitarras. Después se sentaba, literalmente, a los pies de los hombres mientras cantaban la
tambora
, escuchaba fascinado las canciones sobre
gomeros, bandidos
y
revolucionarios
, los héroes de Sinaloa, que eran las leyendas de su infancia.
Y al cabo de un rato, los hombres se cansaban, hablaban de que el sol saldría temprano, las
tías
volvían con Adán y Raúl a la hacienda, donde dormían en literas, en el balcón protegido con telas mosquiteras, sobre las sábanas que las
tías
habían rociado con agua fresca.
Y casi todas las noches, las
abuelas
les contaban historias de
brujas
, historias de fantasmas y espíritus que adoptaban la forma de lechuzas, halcones y águilas, serpientes, lagartos, zorros y lobos. Historias de hombres ingenuos hechizados por el
amor brujo
, un amor demencial y obsesivo, y de hombres que luchaban contra pumas y lobos, gigantes y fantasmas, todo por el amor de hermosas jóvenes, solo para descubrir más tarde que sus amadas eran en realidad brujas feas y viejas, lechuzas o zorras.
Adán se dormía escuchando aquellos cuentos, y dormía como un tronco hasta que el sol le daba en los ojos, y todo el largo y maravilloso día de verano empezaba de nuevo, con el olor de
tortillas
recién hechas,
machaca, chorizo
, y naranjas gordas y dulces.
Ahora, la mañana huele a cenizas y veneno.
Los soldados están invadiendo el pueblo, prenden fuego a los techos de paja, derriban paredes de adobe con las culatas de sus fusiles.
El teniente Navarres, de
los federales
, está de muy mal humor. Los agentes norteamericanos de la DEA están muy cabreados. Están hartos de detener a «gente sin importancia». Quieren peces gordos y le están jodiendo, porque insinúan que él sabe dónde están los «peces gordos» y que les está desviando de su pista a propósito.
Han capturado a un montón de pringados, pero no al pez gordo. Quieren a García Abrego, Chalino Guzmán, alias el Verde, Jaime Herrera y Rafael Caro, y todos ellos se han escabullido de la redada.
Sobre todo, quieren a don Pedro.
El Patrón.
—No hemos venido para hacer la vista gorda, ¿verdad? —le preguntó en serio uno de los hombres de la DEA, con su gorra de béisbol azul. Lo cual enfureció a Navarres, esta eterna calumnia yanqui de que todos los polis mexicanos aceptan
la mordida
.
Así que Navarres está enfurecido, y humillado, lo cual convierte a un hombre orgulloso en un hombre peligroso.
Entonces ve a Adán.
Un vistazo a los tejanos de marca y las zapatillas de deporte Nike revelan al teniente que ese joven bajito, con su corte de pelo de ciudad y su ropa elegante, no es un
campesino
.
Tiene
el aspecto de un
gomero
de clase media de Culiacán.
El teniente se acerca y examina a Adán.
—Soy el teniente Navarres —dice el oficial—, de la policía federal judicial. ¿Dónde está don Pedro Avilés?
—No sé nada de eso —contesta Adán, reprimiendo el temblor de su voz—. Soy estudiante universitario.
—¿Qué estudias? —se burla Navarres.
—Económicas —contesta Adán—. Contabilidad.
—Un contable —dice Navarres—. ¿Qué cuentas? ¿Kilos?
—No —dice Adán.
—Estabas aquí por casualidad.
—Mi hermano y yo hemos venido a una fiesta —dice Adán—. Escuche, todo es un error. Si habla con mi tío, él le explicará...
Navarres saca la pistola y golpea a Adán en la cara. Los
federales
arrojan al inconsciente Adán y al
campesino
que le ocultó a la parte posterior de un camión, y después se alejan.
Esta vez, Adán despierta en la oscuridad.
Se da cuenta de que no es de noche, sino que le han tapado la cabeza con una capucha negra. Le cuesta respirar, y el pánico empieza a apoderarse de él. Tiene las manos atadas a la espalda y oye sonidos, motores en funcionamiento, rotores de helicópteros. Debemos de estar en una especie de base, piensa Adán. Entonces oye algo peor: los gemidos de un hombre, los golpes rotundos de algo hecho de goma y el chasquido del metal sobre la carne y los huesos. Percibe el olor de la orina del hombre, de su mierda, de su sangre, y después el hedor repugnante de su propio miedo.