El poder del perro (43 page)

Read El poder del perro Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
11.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los antiguos
vaqueros
se habrían partido el culo.

O se habrían revuelto en sus tumbas.

Y la casa...

A Pilar le da vergüenza.

No es el clásico estilo de
estancia
(una planta, tejado de tejas un porche agradable y elegante), sino una monstruosidad de tres plantas de ladrillo amarillo, columnas y barandilla de hierro. Y el interior. .. Butacas de cuero con cuernos de vaca a modo de orejeras y pezuñas a modo de pies. Sofás hechos de piel de vaca roja y blanca. Taburetes con sillas de montar como asientos.

—Con todo su dinero —suspira ella—, lo que podría haber hecho.

Hablando de dinero, Fabián lleva un maletín lleno en la mano. Más dinero para Güero Méndez con el fin de que prosiga su guerra contra el buen gusto. Fabián es el nuevo correo, y el pretexto consiste en que es demasiado peligroso para los hermanos Barrera desplazarse, después de lo sucedido a Miguel Ángel.

Tienen que ser discretos.

Fabián se encargará de las entregas mensuales y de transmitir las órdenes.

Este fin de semana se está celebrando una fiesta en el rancho. Pilar interpreta el papel de anfitriona refinada, y Fabián se queda sorprendido cuando se descubre pensando que es refinada, encantadora, adorable y sutil. Se esperaba un ama de casa desaliñada, pero ella no es así. En la cena de la noche, en el enorme comedor atestado de invitados, ve su rostro a la luz de las velas, y es un rostro exquisito.

Ella le mira y observa que la está mirando.

Ese chico hermoso como un astro del cine, vestido con elegancia.

Al poco se encuentra paseando junto a la piscina con ella, y entonces le confiesa que no ama a su marido.

Él no sabe qué decir, de modo que cierra la boca. Se sorprende cuando ella continúa.

—Yo era muy joven. Él también, y
muy guapo
, ¿no? Y, perdóname, iba a rescatarme de don Angel. Y lo hizo. Me convirtió en una gran señora. Y lo hizo. Una gran señora desdichada.

—¿Es usted desdichada? —dice Fabián como si fuera estúpido.

—No le amo —dice ella—. ¿No te parece terrible? Soy una persona horrible. Me trata bien, me lo da todo. No va con otras mujeres, no se va de putas... Soy el amor de su vida, y por eso me siento tan culpable. Güero me adora, y yo le desprecio por eso. Cuando está conmigo, no siento... No siento. Y después empiezo a hacer una lista de las cosas que me desagradan de él: es un hortera, carece de gusto, es un patán, un palurdo. Odio este lugar. Quiero volver a Guadalajara. Restaurantes de verdad, tiendas de verdad. Quiero ir a museos, conciertos, galerías de arte. Quiero viajar. Ver Roma, París, Río. No quiero aburrirme... de mi vida, de mi marido.

Sonríe, y después mira a los invitados congregados alrededor del enorme bar situado al final de la piscina.

—Todos creen que soy una puta.

—No.

—Pues claro que sí —replica ella—. Pero nadie es lo bastante valiente para decirlo en voz alta.

Pues claro que no, piensa Fabián. Todos conocen la historia de Rafael Barragos.

Se pregunta si ella también.

Rafi había asistido a una barbacoa en el rancho, poco después de que Güero y Pilar se casaran, y estaba con algunos
cuates
cuando Güero salió de la casa con Pilar del brazo. Rafi lanzó una risita, y en voz baja hizo una broma acerca de que Güero se había casado con la
puta
de Barrera. Y uno de sus buenos amigos fue a ver a Güero y se lo contó, y aquella noche sacaron a Rafi de su cuarto de invitado, fundieron delante de él la bandeja de plata que les había obsequiado como regalo de bodas, le metieron un embudo en la boca y vertieron la plata fundida.

Mientras Güero observaba.

Así fue como encontraron el cadáver de Rafi: colgado cabeza abajo de un poste telefónico en una carretera secundaria a treinta kilómetros del rancho, los ojos abiertos de par en par a causa del dolor, la boca llena de plata solidificada. Y nadie se atrevió a bajar el cadáver, ni la policía, ni incluso la familia, y durante años el viejo pastor de cabras que vivía al lado habló del extraño sonido que producían los picos de los cuervos cuando perforaron las mejillas de Rafi y golpearon la plata.

Y aquel lugar de la carretera llegó a ser conocido como
Donde los cuervos son ricos
.

Pues sí, piensa Fabián mientras la mira, mientras el agua que se refleja en el estanque tiñe su piel de oro. Todo el mundo tiene miedo de llamarte
puta
.

Deben de tener miedo hasta de pensarlo.

Y si Güero hizo eso a un hombre solamente por insultarte, piensa Fabián, ¿qué le haría al hombre que te sedujera? Siente una punzada de temor, pero después se convierte en excitación. Le pone cachondo. Siente orgullo de su fría valentía, de sus proezas como amante.

Entonces ella se inclina hacia él y, ante su sorpresa y excitación, susurra:
Yo quiero rabiar
.

Quiero arder.

Quiero rugir.

Quiero volverme loca.

Adán llega al orgasmo y grita.

Se derrumba sobre los suaves pechos de Nora, y ella le sujeta con fuerza entre sus brazos y le mece rítmicamente en su interior.

—Dios mío —jadea él.

Nora sonríe.

—¿Te has corrido? —pregunta él.

—Oh, sí —miente ella—. Ha sido estupendo.

No quiere decirle que nunca se corre con un hombre, que más tarde, a solas, utilizará los dedos para aliviarse. Sería inútil decírselo, y no quiere herir sus sentimientos. En realidad, le gusta, siente una especie de afecto por él, y además, no es algo que le digas a un hombre al que intentas complacer.

Se han estado citando con regularidad durante algunos meses desde su primer encuentro en Guadalajara. Al igual que hoy, suelen alquilar una habitación de un hotel de Tijuana, un lugar al que ella puede desplazarse con facilidad desde San Diego, y muy conveniente para él. Una vez a la semana o así desaparece de uno de sus restaurantes y se encuentra con ella en la habitación de un hotel. Es el tópico del «amor por la tarde». Por las noches, Adán siempre está en casa.

Adán lo dejó muy claro desde el primer momento.

—Amo a mi mujer.

Ella lo ha oído miles de veces. Todos aman a sus mujeres. Y en la mayoría de los casos es cierto. Esto es una cuestión de sexo, no de amor.

—No quiero hacerle daño —afirmó Adán, como si estuviera fijando una política comercial.

Y así era.

—No quiero avergonzarla ni humillarla. Es una persona maravillosa. Nunca la abandonaré, ni tampoco a mi hija.

—Estupendo —dijo Nora.

Siendo ambos gente de negocios, llegaron a un rápido acuerdo, sin ínfulas emocionales. A ella no le gusta ver el dinero. Adán abrió una cuenta a su nombre, y deposita cierta cantidad de dinero cada mes. Él elige las fechas y las horas de sus citas, y ella acude, pero tiene que decírselo con una semana de adelanto. Si quiere verla más de una vez a la semana, ningún problema, pero de todos modos tiene que avisarla por adelantado.

Una vez al mes, los resultados de un análisis de sangre, certificando la salud sexual de Nora, llegarán con discreción a la oficina de Adán. Él hará lo mismo, y así podrán pasar del molesto condón.

En otra cosa se ponen de acuerdo: el padre Juan tiene que ignorar su relación.

De una forma desquiciada, cada uno piensa que le está engañando: ella a su amistad platónica; Adán a su relación anterior.

—¿Sabe él cómo te ganas la vida? —le había preguntado Adán.

—Sí.

—¿Y lo aprueba?

—Somos amigos —dijo Nora—. ¿Sabe él a qué te dedicas tú?

—Soy restaurador.

—Ajá.

No le creyó entonces, y ahora menos, después de meses de citarse con él. El nombre le sonaba vagamente, de una noche de casi diez años antes en la Casa Blanca, cuando Jimmy Piccone había inaugurado tan brutalmente su carrera. De manera que, cuando regresó de Guadalajara, llamó a Haley, le preguntó por Adán Barrera y obtuvo toda la información.

—Ve con cuidado —avisó Haley—. Los Barrera son peligrosos.

Tal vez, piensa Nora, ahora que Adán se ha sumido en el sopor poscoital. Pero no ha visto esa faceta de Adán, y hasta duda de que exista. Con ella solo ha sido amable, dulce. Admira su lealtad hacia su hija enferma y su esposa frígida. Tiene necesidades, punto, e intenta satisfacerlas de la manera más ética posible.

Para ser un hombre relativamente sofisticado, es muy poco sofisticado en la cama. Ella ha tenido que introducirle en ciertas prácticas, enseñarle posturas y técnicas. El hombre se queda sorprendido por la magnitud del placer que ella le proporciona.

Y no es egoísta, piensa Nora. No llega a la cama con la mentalidad de consumidor de tantos clientes, la sensación de amo y señor que le otorgan sus tarjetas platino. Quiere complacerla, quiere que quede tan satisfecha como él, quiere que experimente el mismo goce.

No me trata como a una máquina expendedora, piensa Nora, en la que introduce la moneda, aprieta el botón y coge el caramelo.

Maldita sea, piensa, me gusta ese hombre.

Ha empezado a abrirse, sexual y personalmente. Entre polvo y polvo, hablan. No hablan del negocio de la droga, por supuesto (él sabe que ella sabe a qué se dedica), sino del negocio de los restaurantes, de la multitud de problemas relacionados con la actividad de llevar comida a las bocas y sonrisas a los labios de los consumidores. Hablan de deportes (él se alegra de que Nora puede discutir de boxeo en profundidad y conozca la diferencia entre un
slider
y un lanzamiento en curva) y del mercado de valores. Ella es una astuta inversionista que empieza el día igual que él, con el
Wall Street Journal
al lado del café. Hablan de gastronomía, comentan la clasificación de los pesos medios, diseccionan los puntos fuertes y débiles relativos de los fondos de inversión inmobiliaria comparados con los bonos municipales.

Nora sabe que es otro tópico, tan manido como el del amor por la tarde, pero los hombres van de putas para hablar. Las esposas del mundo le arrancarían un pedazo de sus beneficios si echaran un vistazo a la página de deportes, dedicaran unos minutos a mirar la ESPN o el
Wall Street Week
. Sus maridos invertirían de buena gana unas cuantas horas en hablar de sentimientos si las esposas quisieran hablar de sus cosas un poco más.

Forma parte de su trabajo, pero le gusta conversar con Adán. Le interesan los temas y le gusta hablar de ellos con él. Está acostumbrada a hombres inteligentes y triunfadores, pero Adán es muy listo. Es un analista incansable. Piensa las cosas a fondo, lleva a cabo un trabajo quirúrgico intelectual hasta llegar al meollo del asunto.

Y reconócelo, se dice, te atrae su dolor. La tristeza que lleva con tanta dignidad. Crees que puedes paliar su dolor, y te gusta. No es la habitual satisfacción hueca de tener a un hombre cogido del pene, sino de tomar a un hombre sumido en el dolor y conseguir que olvide un rato su tristeza.

Sí, la enfermera Nora, piensa.

Florence Puta Nightingale, con una mamada en lugar de un farol.

Se inclina y le acaricia el cuello hasta que abre los ojos.

—Tienes que levantarte —dice—. Tienes una cita dentro de una hora, ¿te acuerdas?

—Gracias —contesta él adormilado.

Se levanta y entra en la ducha. Como en casi todo lo que hace, es enérgico y eficaz. No se demora bajo el chorro de agua caliente, sino que se lava, se seca, vuelve a la habitación y empieza a vestirse.

—Quiero que nuestra relación sea exclusiva —dice hoy, mientras se abrocha los botones de la camisa.

—Oh, Adán, eso sería muy caro —dice ella algo desconcertada, pillada por sorpresa—. Si quieres todo mi tiempo, tendrás que pagar por todo mi tiempo.

—Ya me lo imaginaba.

—¿Te lo puedes permitir?

—El dinero no es el problema de mi vida.

—Adán, no quiero que robes dinero a tu familia.

Se arrepiente al instante de haberlo dicho, porque ve que se ha ofendido. Levanta la vista de la camisa, la mira de una forma inédita hasta aquel momento.

—Supongo que ya sabes que nunca haría eso —dice.

—Lo sé. Lo siento.

—Te conseguiré un apartamento aquí, en Tijuana —dice—. Podemos acordar una compensación anual y renegociarla al final de cada año. Aparte de eso, nunca tendremos que hablar de dinero. Serás mi...

—Querida.

—Yo pensaba más en la palabra «amante» —dice Adán—. Te quiero, Nora. Quiero integrarte en mi vida, pero la mayor parte ya está ocupada.

—Lo comprendo.

—Ya lo sé, y te lo agradezco, más de lo que puedas imaginar. Sé que tú no me quieres, porque creo que para ti soy antes que nada un cliente. El acuerdo que propongo no es el ideal, pero considero que puede proporcionarnos lo máximo que somos capaces de compartir.

Ha venido preparado, piensa Nora. Lo ha pensado todo, elegido las palabras exactas y ensayado.

Debería pensar que es patético, se dice, pero la verdad es que estoy conmovida.

Por el hecho de que dedicara tiempo a la idea.

—Me siento halagada, Adán —dice—, y tentada. Es una oferta encantadora. ¿Puedo pensármelo un poco?

—Por supuesto.

Cuando él se va, se pone a pensar.

Evalúa la situación.

Tienes veintinueve años, se dice, unos espléndidos y jóvenes veintinueve años, pero no obstante, justo al borde del declive. Los pechos siguen firmes, el culo prieto, el estómago liso. Nada de eso cambiará durante un tiempo, pero cada año será más difícil de conservar, incluso con disciplina gimnástica férrea. El tiempo se cobrará su peaje.

Y vienen chicas más jóvenes, chicas de largas piernas y pechos altos, chicas para las cuales la gravedad todavía es un aliado. Chicas que mantienen el cuerpo sin necesidad de horas en la bicicleta estática y la rueda de andar, sin abdominales ni levantar pesas, sin dietas. Son las chicas que cada vez van a desear más los clientes con tarjeta platino.

¿Cuántos años me quedan?

Años en la cumbre, porque en la mitad no quieres estar, y el fondo es el lugar al que no quieres ir. ¿Cuántos años antes de que Haley empiece a enviarte clientes de segunda clase, y después deje de mandarte?

¿Dos, tres, cinco, a lo sumo?

Y después, ¿qué?

¿Habrás ahorrado suficiente dinero para retirarte?

Depende del mercado, de las inversiones. Dentro de dos o tres años es posible que tenga bastante dinero para vivir en París, o tal vez tenga que trabajar; en tal caso, ¿en qué trabajo?

Other books

What You Remember I Did by Janet Berliner, Janet & Tem Berliner
Dark Frost by Jennifer Estep
Sacrifice by John Everson
Beg for It by Megan Hart
Protective Custody by Lynette Eason
Philip Larkin by James Booth
Feeling the Moment by Belden, P. J.