—Papáááááá...
—Solo una semana o así.
—¿Adónde?
—A muchos sitios. Costa Rica, tal vez Colombia.
—¿Por qué?
—Porque quiero comprar café. Para los restaurantes.
—¿No puedes comprarlo aquí?
—No es bastante bueno para nuestros restaurantes.
—¿Puedo ir contigo?
—Esta vez no. Tal vez la próxima.
Si hay una próxima, piensa. Si todo va bien en Badiraguato, en Culiacán y en el puente del río Magdalena, donde va a encontrarse con los Orejuela.
Si todo va bien, mi amor.
Si no, siempre ha tomado la precaución de que Lucía sepa dónde están los seguros de vida, cómo acceder a las cuentas bancarias de las Caimán, los valores de las cajas de seguridad, las carteras de inversiones. Si las cosas van mal en este viaje, si los Orejuela arrojan su cuerpo desde el puente, su esposa y su hija tendrán la vida asegurada.
Y también Nora.
Ha dejado una cuenta bancaria e instrucciones a su banquero particular.
Si no vuelve de su viaje, Nora contará con fondos suficientes para iniciar un pequeño negocio, una nueva vida.
—¿Qué quieres que te traiga? —pregunta a su hija.
—Bastará con que vuelvas —contesta la niña.
La intuición de los niños, piensa. Te leen la mente y el corazón con misteriosa precisión.
—Te traeré una sorpresa —dice—. ¿Le das un beso a papá?
Siente los labios secos en su mejilla, y los delgados brazos que rodean su cuello aferrándose. Se le parte el corazón. Siempre le cuesta separarse de ella, y por un momento considera la posibilidad de no ir. Salir de la
pista secreta
y dedicarse solo a sus restaurantes. Pero es demasiado tarde para eso. La guerra con Güero se avecina, y si no le matan, Güero les matará a ellos.
De modo que endurece su corazón, interrumpe el abrazo y se levanta.
—Adiós,
mi alma
—dice—. Te llamaré todos los días.
Se vuelve a toda prisa para que no vea las lágrimas en sus ojos. Le aterrarían. Sale de su cuarto, y Lucía está esperando en la sala de estar con su maleta y la chaqueta.
—Una semana, más o menos —dice Adán.
—Te echaremos de menos.
—Yo os echaré de menos.
La besa en la mejilla, coge la chaqueta y camina hacia la puerta.
—¿Adán?
—¿Sí?
—¿Te encuentras bien?
—Sí —dice—. Un poco cansado.
—A lo mejor puedes dormir en el avión.
—A lo mejor. —Va a abrir la puerta, pero da media vuelta—. Lucía, ya sabes que te quiero.
—Yo también te quiero, Adán.
Lo dice en tono de disculpa. Lo es, más o menos. Una disculpa por no hacer el amor con él, por convertir la cama en un lugar frío, por su incapacidad de conseguir que las cosas sean diferentes. De decirle que eso no significa que no le ame todavía.
Él sonríe con tristeza y se va.
Camino del aeropuerto, llama a Nora para decirle que esta semana no se verán.
Tal vez nunca, piensa cuando cuelga.
Depende de lo que suceda en Culiacán.
Donde los bancos acaban de abrir.
Pilar retira siete millones de dólares.
De tres bancos diferentes de Culiacán.
Dos de los directores empiezan a poner pegas y quieren consultarlo previamente con el señor Méndez (ante el horror de Fabián, que ha descolgado el teléfono), pero Pilar insiste, e informa a los acobardados directores de que ella es la señora Méndez, no un ama de casa vulgar dilapidando la asignación mensual.
Cuelgan el teléfono.
Recibe su dinero.
Antes incluso de llegar al avión, Fabián la convence de que envíe por giro telegráfico dos millones a cuentas esparcidas por bancos de todo el mundo.
—Ahora podremos vivir —dice—. No podrá encontrarnos, ni encontrar el dinero.
Meten a los niños en el coche y van hacia el aeropuerto, para subir a un vuelo privado con destino a Ciudad de México.
—¿Cómo has organizado esto? —pregunta Pilar a Fabián.
—Tengo amigos influyentes-contesta Fabián.
Pilar se queda impresionada.
Güerito es demasiado pequeño para comprender lo que está pasando, por supuesto, pero Claudia quiere saber dónde está papá.
—Estamos jugando con papá —explica Pilar—. Como si fuera al escondite.
La niña acepta la explicación, pero Pilar se da cuenta de que está preocupada.
El trayecto hasta el aeropuerto es aterrador y emocionante. Siempre están mirando atrás, preguntándose si Güero y sus
sicarios
les persiguen. Después llegan al aeropuerto y se dirigen hacia la pista donde está esperando el avión privado. Esperando el permiso para despegar. Fabián mira por la ventanilla y ve que Güero y un puñado de hombres llegan en dos jeeps.
El director del banco le habrá telefoneado.
Pilar le está mirando con los ojos como platos por el terror.
Y la excitación.
Güero salta del jeep, y Pilar le ve discutir con un policía de seguridad, y luego la mira a ella a través de la ventanilla del avión, está señalando el avión, y entonces Fabián se inclina hacia delante con frialdad, la besa en los labios y se vuelve hacia la cabina.
—
Vámonos
—ordena.
El avión empieza a rodar sobre la pista. Güero vuelve a subir al jeep y corre en persecución del avión, pero Pilar siente que las ruedas se levantan, se elevan en el aire, y Güero y el pequeño mundo de Culiacán se hacen cada vez más pequeños.
Pilar siente ganas de arrastrar a Fabián hasta el pequeño lavabo del avión y tirárselo allí dentro, pero los niños la están mirando, así que tiene que esperar, y la frustración y la excitación no hacen más que aumentar.
Vuelan primero a Guadalajara para repostar. Después vuelan a Ciudad de México, donde abandonan el avión privado y suben a un vuelo turístico a Belice, donde ella cree que bajarán, irán a algún complejo turístico de la playa y podrá relajarse un poco, pero en el pequeño aeropuerto de Belice cambian de avión otra vez y toman otro vuelo a San José de Costa Rica, donde ella cree que descansarán unos dos días, como mínimo, pero facturan el equipaje en un vuelo a Caracas y no suben a bordo.
En cambio, suben a otro vuelo comercial, a Cali, Colombia.
Con pasaportes diferentes y nombres falsos.
Es todo tan estimulante y excitante, y cuando por fin llegan a Cali, Fabián le dice que van a quedarse unos días. Toman un taxi hasta el hotel Internacional, donde Fabián les consigue dos habitaciones contiguas bajo nombres diferentes de nuevo, y ella experimenta la sensación de que va a estallar, mientras están todos sentados en una habitación hasta que los niños se duermen, agotados.
Él la toma por la muñeca y la conduce a su habitación.
—Quiero ducharme —dice Pilar.
—No.
—¿No?
No es una palabra que esté acostumbrada a oír.
—Quítate la ropa. Ya.
—Pero...
Fabián la abofetea. Después se sienta en una silla del rincón y la mira mientras ella se desabrocha la blusa y se la quita. Se quita los zapatos de una patada, se baja los pantalones y se queda en ropa interior negra.
—Fuera.
Dios, la polla está palpitando. Sus pechos blancos aplastados contra el sujetador negro son tentadores. Quiere tocarlos, acariciarla, pero sabe que eso no es lo que ella desea, y no osa decepcionarla.
Pilar se desabrocha el sujetador y sus pechos caen, pero solo un poco. Después se quita los panties y le mira.
—¿Y ahora qué? —pregunta al tiempo que enrojece violentamente.
—Sobre la cama —dice—. A cuatro patas. Exhíbete.
Está temblando cuando sube a la cama y baja la cabeza entre las manos.
—¿Estás mojada para mí? —pregunta Fabián.
—Sí.
—¿Quieres que te folie?
—Sí.
—Di «Por favor».
—Por favor.
—Aún no.
Se quita el cinturón. Agarra las manos de Pilar, las levanta (Dios, qué bonitos son sus pechos cuando tiemblan), rodea las muñecas con el cinturón y después lo pasa alrededor de la barandilla de la cabecera de la cama.
Agarra un puñado de pelo, tira su cabeza hacia atrás, arquea su cuello. La cabalga como a un caballo, al tiempo que azota su grupa, la conduce hasta el final. A Pilar le encanta el sonido de las palmadas, el escozor. Lo siente muy dentro de ella, una vibración que la conduce al orgasmo.
Duele.
Rabiar.
Pilar está rabiando. Su piel arde, su culo arde, su coño arde cuando él la acaricia, la abofetea, la folla. Se retuerce en la cama, de rodillas, con las muñecas inmovilizadas, atada a la cabecera de la cama.
El dolor es fantástico porque ha esperado mucho tiempo. Meses, sí, de flirteo, después las fantasías, después los planes, pero también la emoción de la huida.
Ay. Ay. Ay. Ay.
La golpea al ritmo de sus gemidos.
Pam. Pam. Pam. Pam.
—
¡Voy a morir!
¡Voy a morir!
—gime ella—.
¡Voy a volar!
—chilla.
Después grita.
Un largo, gutural y tembloroso grito.
Pilar sale del cuarto de baño y se sienta en la cama. Le pide que suba la cremallera de su vestido. Él obedece. Su piel es hermosa. Y su pelo. Acaricia su pelo con el dorso de la mano y besa su cuello.
—Más tarde,
mi amor
—ronronea ella—. Los niños están esperando en el coche.
Fabián vuelve a acariciarle el pelo. Con la otra mano le roza el pezón. Ella suspira y se inclina hacia atrás. No tarda en estar de cuatro patas otra vez, esperando (él la hace esperar; le encanta hacerla esperar) a que se corra dentro de ella. Él la agarra del pelo y tira su cabeza hacia atrás.
Entonces Pilar siente el dolor.
Alrededor de su garganta.
Al principio piensa que es otro juego sadomaso, que la está estrangulando, pero no se detiene y el dolor es...
Se retuerce.
Arde.
Rabiar.
Se revuelve y sus piernas patalean de forma involuntaria.
—Esto es por don Miguel Ángel,
bruja
—susurra Fabián en su oído—. Te envía su amor.
Aprieta y tira hasta que el cable le secciona la garganta, después las vértebras, y luego la cabeza da un salto antes de caer en el suelo de cara con un golpe sordo.
La sangre salpica el techo.
Fabián levanta la cabeza por el lustroso pelo negro. Sus ojos sin vida le miran. La guarda en una nevera portátil, y después mete la nevera dentro de una caja que ya lleva puesta la dirección. Envuelve la caja con varias capas de cinta de embalar.
Después se ducha.
La sangre de Pilar baila sobre sus pies antes de desaparecer por el desagüe.
Se seca, se pone ropa limpia y sale a la calle con la caja, donde un coche está esperando.
Los niños van sentados en el asiento trasero.
Fabián sube con ellos e indica a Manuel con una seña que se ponga en marcha.
—¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mamá? —pregunta Claudia.
—Se reunirá con nosotros allí.
—¿Dónde?
Claudia se pone a llorar.
—Un lugar especial —dice Fabián—. Una sorpresa.
—¿Cuál es la sorpresa? —dice Claudia. Seducida, deja de llorar.
—Si te lo dijera, no sería una sorpresa, ¿verdad?
—¿La caja también es una sorpresa?
—¿Qué caja?
—La que has puesto en el maletero —dice Claudia—. Te he visto.
—No —dice Fabián—. Es algo que tengo que enviar por correo.
Entra en la oficina postal y deja la caja sobre el mostrador. Es sorprendentemente pesada, piensa, la cabeza de Pilar. Recuerda su abundante cabello, su peso cuando jugaba con él, lo acariciaba, durante el cortejo. Era maravillosa en la cama, piensa. Siente —algo horrorizado, teniendo en cuenta lo que acaba de hacer, lo que está a punto de hacer— un escalofrío de deseo sexual.
—¿Cómo quiere que lo enviemos? —pregunta el funcionario.
—Para esta noche.
El funcionario lo deposita sobre una balanza.
—¿Lo quiere certificado?
—No.
—De todos modos, va a ser caro —dice el funcionario—. ¿Está seguro de que no quiere que lo envíe urgente? Tardará dos o tres días en llegar.
—Tiene que llegar mañana —dice Fabián.
—¿Un regalo?
—Sí, un regalo.
—¿Una sorpresa?
—Eso espero —dice Fabián. Paga el envío y vuelve al coche.
Claudia se ha asustado otra vez durante la espera.
—Quiero a mamá.
—Voy a llevarte con ella —dice Fabián.
El puente de Santa Isabel salva una garganta del mismo nombre, a través de la cual, doscientos diez metros más abajo, el río Magdalena corre sobre rocas afiladas en su largo y tortuoso viaje desde su origen en la Cordillera Occidental hasta mar Caribe. Durante su trayecto atraviesa casi toda Colombia central, y pasa cerca, aunque no las cruza, de las ciudades de Cali y Medellín.
Adán comprende por qué los hermanos Orejuela han elegido este lugar. Está aislado, y desde cualquier extremo del puente es posible detectar una emboscada desde varios cientos de metros de distancia. Al menos eso espero, piensa Adán. La verdad es que podrían estar cortando la carretera detrás de mí en este mismo momento y no me enteraría. Pero es un riesgo que hay que correr. Sin la fuente de cocaína de los Orejuela, el
pasador
no puede confiar en ganar la guerra contra Güero y el resto de la Federación.
Una guerra que, a estas alturas, debería estar irrevocablemente declarada.
El Tiburón ya tendría que haberse fugado con Pilar Méndez, tras convencerla de que robara millones de dólares a su marido. Tendría que aparecer aquí en cualquier momento, con el dinero para seducir a los Orejuela y lograr que abandonen la Federación. Todo es parte del plan de Tío para vengarse de Méndez, convirtiéndole primero en un cornudo, y después añadiendo a la humillación que sea su esposa quien aporte el dinero para declararle la guerra.
O quizá Fabián está colgando de un poste telefónico con la boca llena de plata y los Orejuela vienen a asesinarme.
Oye el sonido de otro coche que se acerca por detrás. ¿Balas en la espalda, o Fabián con el dinero?, se pregunta. Se vuelve para ver...
Fabián Martínez con un conductor, y en el asiento trasero los hijos de Güero. ¿Qué coño está pasando? Adán sale del coche y se acerca.
—¿Tienes el dinero? —pregunta a Fabián.
Fabián exhibe su sonrisa de estrella de cine.