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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (24 page)

BOOK: El poder del perro
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Pero costó más que todo eso, piensa Adán mientras intenta no oír los gemidos de la otra habitación. Costó mucho más que eso. Las drogas y el dinero se pueden sustituir, pero un hijo...

—Una malformación linfática —habían dicho los médicos—. Linfangioma quístico.

Dijeron que no guardaba la menor relación con su precipitada huida de la casa de San Diego, minutos antes de que llegara la DEA, ni con las prisas por cruzar la frontera para ir a Tijuana, ni con el vuelo a Guadalajara. Los médicos dijeron que la enfermedad aparece en los primeros meses de embarazo, nunca después, y que en realidad no se conocen sus causas, solo que los canales linfáticos de la hija de Adán y Lucía no se desarrollaron bien, y por eso su cara y cuello están deformados, distorsionados, y no hay tratamiento ni cura. Y si bien la esperanza de vida es la normal, existe el peligro de infecciones o apoplejías, en ocasiones dificultades para respirar...

Lucía le echa la culpa a él.

No a él directamente, sino a su estilo de vida, los negocios, la
pista secreta
. Si hubieran podido quedarse en Estados Unidos, con los excelentes cuidados prenatales, si el bebé hubiera nacido en la clínica Scripps tal como habían pensado, si en aquellos primeros meses, cuando vieron que algo iba mal, si hubieran podido tener acceso a los mejores médicos del mundo... tal vez, solo tal vez... aunque los médicos de Guadalajara le habían asegurado que nada habría cambiado.

Lucía quería volver a Estados Unidos para dar a luz, pero no sin él, y él no podía ir. Había una orden de busca y captura para él y para Tío.

Pero si lo hubiera sabido, piensa Adán ahora, si hubiera albergado la más mínima sospecha de que algo podía pasarle al bebé, habría afrontado el peligro. Y las consecuencias.

Malditos sean los norteamericanos.

Y maldito sea Art Keller.

Adán había llamado al padre Juan durante aquellas primeras horas terribles. Lucía sufría muchísimo, como todos ellos, y el padre Juan había corrido al hospital al instante. Llegó y abrazó a la niña, la bautizó allí mismo por si acaso, después sujetó la mano de Lucía y habló con ella, rezó con ella, le dijo que sería la madre maravillosa de una maravillosa niña especial que la necesitaría. Después, cuando Lucía se rindió por fin a los tranquilizantes y se durmió, el padre Juan y Adán salieron al aparcamiento para que el obispo pudiera fumar un cigarrillo.

—Dime en qué estás pensando —le preguntó el padre Juan.

—En que Dios me está castigando.

—Dios no castiga a niños inocentes por los pecados de sus padres —respondió Parada. Mal que le pese a la Biblia, pensó.

—Pues explíqueme esto —dijo Adán—. ¿Así ama Dios a los niños?

—¿Amas a tu hija, pese a su situación?

—Por supuesto.

—Entonces Dios ama a través de ti.

—Esa respuesta no me convence.

—Es la única que tengo.

Y no me convence, pensó Adán, y ahora también lo piensa. Y el secuestro de Hidalgo nos va a destruir a todos, si no lo ha hecho ya.

Apoderarse de Hidalgo había sido facilísimo. Joder, la policía lo había hecho por ellos. Tres polis detuvieron a Hidalgo en la plaza de Armas y lo entregaron a Raúl y Güero, que le drogaron, le vendaron los ojos y le condujeron a esa casa.

Donde el Doctor le había revivido e iniciado sus cuidados.

Que, hasta el momento, no han dado resultado.

Oye la voz suave y paciente del Doctor en la otra habitación.

—Dime los nombres de los funcionarios del gobierno que están en la nómina de Miguel Ángel Barrera.

—No sé los nombres.

—¿Mamada te dio los nombres? Dijiste que sí. Dímelos.

—Mentí. Me lo inventé. No lo sé.

—Entonces, dime el nombre de Mamada. Para preguntarle a él en lugar de a ti. Para que pueda hacerle esto a él en lugar de a ti.

—No sé quién es.

¿Es posible, se pregunta Adán, que el hombre no lo sepa? Oye ecos de su propia voz asustada ocho años atrás, durante la Operación Cóndor, cuando la DEA y los
federales
le pegaron y torturaron para extraerle información que no poseía. Le dijeron que debían asegurarse de que no lo sabía, de modo que continuaron tortura después de que les dijera, una y otra vez, «No lo sé».

—Joder —dice—. ¿Y si no lo sabe?

—¿Y qué? —se encoge de hombros Raúl—. De todos modos, hay que dar una lección a los norteamericanos.

Adán oye la lección que se está impartiendo en la otra habitación. Los gemidos de Hidalgo cuando el metal del punzón raspa su tibia. Y la voz insistente y suave del Doctor:

—Quieres volver a ver a tu mujer. A tus hijos. No cabe duda de que estás más en deuda con ellos que con ese informador.

Piensa: ¿por qué te hemos vendado los ojos? Si nuestra intención fuera matarte, no nos habríamos tomado la molestia. Pero nuestra intención es soltarte. Para que vuelvas con tu familia. Con Teresa, Ernesto y Hugo. Piensa en ellos. Lo preocupados que estarán. Lo asustados que deben de estar tus hijos. Las ganas que tienen de que su
papá
vuelva. No querrás que crezcan sin padre, ¿verdad? ¿Quién es Mamada? ¿Qué te dijo? ¿Qué nombres te dio?

Y la respuesta de Hidalgo entre sollozos.

—No... sé... quién... es.


Pues
...

Empieza de nuevo.

Antonio Ramos creció en los vertederos de basura de Tijuana.

Literalmente.

Vivía en una choza situada ante el vertedero y recogía de la basura su comida, su ropa e incluso su refugio. Cuando construyeron una escuela cerca, Ramos iba cada día, y si algún niño se burlaba de su olor a basura, Ramos le daba una paliza. Ramos era un chico grande, flaco, debido a la falta de alimentos, pero alto y de manos veloces.

Al cabo de un tiempo, nadie le tomaba el pelo.

Continuó hasta el instituto, y cuando la policía de Tijuana le aceptó, fue como tocar el cielo. Buena paga, buena comida, ropa limpia. Perdió aquella figura enclenque y la llenó, y sus superiores descubrieron algo nuevo acerca de él. Sabían que era duro. Pero no sabían que era listo.

La DFS, el servicio de inteligencia de México, también lo descubrió, y le reclutó.

Ahora, cuando aparece una misión importante que requiere a alguien duro y listo, es Ramos quien suele recibir la llamada.

Recibe la llamada de rescatar a este agente de la DEA norteamericana a cualquier precio.

Art le recibe en el aeropuerto.

Ramos tiene rotos varios nudillos de la mano y la nariz. Su pelo negro es abundante, y un mechón cuelga sobre la frente pese a sus intentos de controlarlo. Lleva embutido en la boca su marca de fábrica, un puro negro.

—Todo poli necesita una marca de fábrica —dice a sus hombres—. Querréis que los malos digan: «Ojo con el macho del puro negro».

Lo hacen.

Lo dicen, van con cuidado y le tienen miedo, porque Ramos se ha ganado fama de tomarse la justicia por su mano. Se sabe que los tipos entregados a Ramos han pedido a gritos la intervención de la policía. La policía no acude. La policía tampoco quiere saber nada de Ramos.

Hay una callejuela cerca de la avenida de la Revolución bautizada como Universidad de Ramos. Está sembrada de colillas de puros y actitudes desagradables amansadas, y es donde Ramos, cuando patrullaba las calles de Tijuana, daba lecciones a los chicos que se consideraban malos.

—Vosotros no sois malos —les decía—. Yo soy malo.

Entonces les demostraba lo malo que era. Si necesitaban un recordatorio, solían encontrar uno en el espejo durante bastantes años después.

Seis
hombres
malos han intentado matar a Ramos. Ramos acudió a los seis funerales, por si alguno de los deudos deseaba vengarse. Ninguno lo intentó. Llama a su Uzi «mi Esposa». Tiene treinta y dos años.

Al cabo de unas horas ha detenido a los tres policías que secuestraron a Ernie Hidalgo. Uno de ellos es el jefe de la Policía Estatal de Jalisco.

—Podemos hacerlo deprisa o despacio —le dice Ramos a Art.

Ramos saca dos puros del bolsillo de la camisa, le ofrece uno a Art y se encoge de hombros cuando lo rechaza. Tarda mucho en encender el puro, le da vueltas hasta que la punta se enciende, después da una larga calada, mira a Art y enarca sus cejas negras.

Los teólogos tienen razón, piensa Art. Nos convertimos en lo que detestamos.

—Deprisa —dice.

—Vuelva dentro de un rato —dice Ramos. —No —contesta Art—. Haré lo que me corresponda.

—Ésa es la respuesta de un hombre —dice Ramos—. Pero no quiero testigos.

Ramos conduce al jefe de policía de Jalisco y a dos
federales
a una celda del sótano.

—No tengo tiempo para andar con rodeos, chicos —dice Ramos—. El problema es el siguiente: en este momento, tenéis más miedo de Miguel Ángel Barrera que de mí. Vamos a darle la vuelta a eso.

—Por favor —dice el jefe—, todos somos policías.

—No, yo soy policía —replica Ramos al tiempo que se calza unos pesados guantes negros—. El hombre al que secuestrasteis es policía. Vosotros sois un pedazo de mierda.

Alza los guantes para que todos los vean.

—No me gusta estropearme las manos —explica Ramos.

—Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo —dice el jefe.

—No —dice Ramos—, no podemos.

Se vuelve hacia el
federal
más corpulento y joven.

—Levanta las manos. Defiéndete.

El federal
le mira con los ojos abiertos de par en par, asustado. Sacude la cabeza, y no levanta las manos.

Ramos se encoge de hombros.

—Como quieras.

Hace una finta con un derechazo a la cara, y después descarga todo su peso en tres ganchos de izquierda a las costillas. Los guantes aplastan huesos y cartílagos. El poli empieza a caerse, pero Ramos le sostiene con la mano izquierda y lanza tres rápidos golpes con la derecha. Después le arroja contra la pared, le da la vuelta y descarga una sucesión de golpes con ambas manos sobre sus riñones. Le sujeta contra la pared por la nuca.

—Has avergonzado a tu país —le dice—. Peor aún, has avergonzado a mi país.

Le coge del cuello con una mano y con la otra del cinturón, y le lanza a toda velocidad contra la pared opuesta. La cabeza del
federal
golpea el cemento con un impacto sordo. Su cuello se dobla hacia atrás. Ramos repite el procedimiento varias veces, hasta que por fin deja que el hombre caiga al suelo.

Ramos se sienta sobre un taburete de madera de tres patas y enciende un puro, mientras los otros dos polis miran a su amigo inconsciente, tumbado boca abajo. Sus piernas se agitan espasmódicamente.

Las paredes están manchadas de sangre.

—Bien —dice Ramos—, ahora me tenéis más miedo a mí que a Barrera, de modo que podemos empezar. ¿Dónde está el policía norteamericano?

Le cuentan todo lo que saben.

—Lo entregaron a Güero Méndez y a Raúl Barrera —le dice Ramos a Art—. Y a un tal doctor Álvarez, por eso creo que su amigo todavía podría estar con vida.

—¿Por qué?

—Álvarez trabajaba para la DFS —dice Ramos—. Como interrogador. Hidalgo debe de saber algo que a ellos les interesa, ¿no?

—No —dice Art—. No sabe nada.

Art siente que se le revuelve el estómago. Están torturando a Ernie para averiguar la identidad de Mamada.

Y Mamada no existe.

—Dímelo —dice Tío.

—No lo sé —gime Ernie.

Tío cabecea en dirección al doctor Álvarez. El Doctor utiliza unos mitones para coger una barra de hierro al rojo vivo, que introduce...

—¡Oh, Dios mío! —grita Ernie.

Después abre los ojos de par en par y su cabeza se derrumba sobre la mesa a la que le han atado. Tiene los ojos cerrados, está inconsciente, y los latidos de su corazón, que hace un momento se habían acelerado, son ahora peligrosamente lentos.

El Doctor deja los mitones y coge una jeringa llena de lidocaína, que inyecta en el brazo de Ernie. La droga le mantendrá consciente para que sienta el dolor. Impedirá que su corazón se paralice. Un momento después, la cabeza del norteamericano se levanta y sus ojos se abren.

—No te dejaremos morir —dice Tío—. Habla conmigo. Dime quién es Mamada.

Sé que Art me está buscando, piensa Ernie.

Removiendo cielo y tierra.

—No sé quién es Mamada —dice con voz entrecortada. El Doctor levanta de nuevo la barra de hierro.

—¡Oh, Dios míooooooooo! —grita un momento después Ernie.

Art ve que la llama prende, parpadea, y después se eleva hacia el cielo.

Se arrodilla delante de la hilera de velas votivas y reza una oración por Ernie. A la Virgen María, a san Antonio, al mismísimo Jesucristo.

Un hombre alto y gordo se acerca por el pasillo central de la catedral.

—Padre Juan.

El sacerdote ha cambiado poco en nueve años. Su pelo blanco es un poco menos abundante, el estómago algo más abultado, pero los intensos ojos grises aún conservan su luz.

—Estás rezando —dice Parada—. Pensaba que no creías en Dios.

—Haré cualquier cosa.

Parada asiente. —¿Cómo puedo ayudar?

—Usted conoce a los Barrera.

—Yo los bauticé —contesta Parada—. Les di la primera comunión. Los confirmé.

Casé a Adán y a su mujer, piensa Parada. Sostuve a su hija deforme en mis brazos.

—Póngase en contacto con ellos —dice Art.

—No sé dónde están.

—Estaba pensando en la radio —dice Art—. En la televisión. Le respetan, le escucharán.

—No lo sé —dice Parada—. Lo puedo intentar, desde luego.

—¿Ahora mismo?

—Por supuesto —dice Parada—. Puedo confesarle —añade un instante después.

—No hay tiempo.

Van en coche a la emisora de radio y Parada envía un mensaje a «los secuestradores del policía norteamericano». Les ruega, en el nombre de Dios Padre, Jesucristo, la Virgen María y todos los santos, que liberen al hombre sano y salvo. Les exhorta a que miren su alma, e incluso, ante la sorpresa de Art, esgrime su última carta: amenaza con excomulgarles si hacen daño al hombre.

Les condena con todo su poder y autoridad al infierno eterno.

Después repite su esperanza de salvación.

«Liberad al hombre y volved con Dios. Su libertad es vuestra libertad.»

—... me dieron una dirección —dice Ramos.

—¿Cómo? —pregunta Art. Está escuchando el mensaje de Parada por la radio de la oficina.

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