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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (31 page)

BOOK: El poder del perro
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Exhala el humo y ve que se eleva hacia el techo, y escucha a Antonucci mientras deja su taza sobre la mesa y habla con el ministro del Interior.

—He hablado en persona con Su Santidad, y desea que asegure al gobierno de su amado pueblo de México que el Vaticano está dispuesto a ofrecer toda la ayuda que pueda, pese al hecho de que no disfrutamos de relaciones diplomáticas oficiales con el gobierno de México.

Antonucci parece un pájaro, piensa Parada.

Un pájaro diminuto con un pico pequeño y pulcro.

Le enviaron desde Roma ocho años antes con la misión de devolver oficialmente México al redil después de más de cien años de anticlericalismo gubernamental oficial, desde que la Ley Lerdo de 1856 se había incautado de las inmensas haciendas propiedad de la Iglesia y las había vendido a continuación. La constitución revolucionaria de 1857 había despojado de poder a la Iglesia, y el Vaticano se desquitó excomulgando a todo mexicano que tomara el juramento constitucional.

Por lo tanto, durante un siglo había existido una tregua endeble entre el Vaticano y el gobierno mexicano. Las relaciones oficiales nunca se habían reanudado, pero ni siquiera a los socialistas más radicales del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que ha gobernado México con un sistema de partido único pseudo-democrático desde 1917, se les ocurriría intentar abolir la Iglesia por completo en un país de campesinos creyentes. En consecuencia, se han producido pequeños hostigamientos, como la prohibición de la indumentaria clerical, pero en general ha existido un acuerdo más o menos forzado entre el gobierno y el Vaticano.

Pero el objetivo del Vaticano ha sido siempre recuperar el rango legal en México, y como político del ala ultraconservadora de la Iglesia, Antonucci ha sermoneado a Parada y a los demás obispos en el sentido de que «no debemos permitir que los creyentes mexicanos caigan en manos de los ateos comunistas».

Por lo tanto, es natural, piensa Parada, que Antonucci considere el terremoto una buena oportunidad. Presentar la muerte de diez mil fieles como la forma elegida por Dios para doblegar al gobierno.

La necesidad obligará al gobierno a tener que humillarse con frecuencia durante los siguientes días. Ya ha tenido que aceptar la ayuda de los norteamericanos, pero eso solo ha sido el principio. Aún tiene que arrastrarse ante la Iglesia para solicitar ayuda, y lo hará.

Y les daremos dinero.

Dinero que nos han dado los creyentes, ricos y pobres, durante siglos. La moneda en el platillo, no sujeta a impuestos, invertida hasta obtener grandes beneficios. De modo que, piensa Parada, ahora exigiremos un precio a un país postrado, para devolverle el dinero que antes le quitamos.

Cristo lloraría.

¿Mercaderes en el templo?

Nosotros somos los mercaderes del templo.

—Ustedes necesitan dinero —anuncia Antonucci al ministro—. Lo necesitan cuanto antes, y les va a costar conseguir los préstamos, teniendo en cuenta su escasa credibilidad.

—Lanzaremos bonos del Estado.

—¿Quién los comprará? —pregunta Antonucci, con una insinuación, de sonrisa satisfecha en las comisuras de su boca—. Para esa cantidad de dinero, son incapaces de ofrecer intereses suficientes para tentar a los inversores. Ni siquiera pueden pagar los intereses, ya no digamos condonar, las deudas que todavía arrastran. Lo sabemos con certeza: poseemos cantidades de papel mexicano.

—Seguros —dice el ministro.

—Están infraasegurados —replica Antonucci—. Su propio Ministerio del Interior ha hecho la vista gorda en relación con las prácticas hoteleras de asegurar por debajo del valor real, con el fin de fomentar el turismo. Pasa lo mismo con los grandes almacenes, los edificios de apartamentos. Incluso con los ministerios que se han venido abajo. O estaban autoasegurados, debería decir, sin fondos de apoyo. Temo que es algo escandaloso. De manera que, mientras su gobierno desprecia oficialmente al Vaticano, las instituciones financieras tienen mejor opinión de nosotros. Creo que, en su jerga, se llama la «Triple A».

Maquiavelo solo habría podido ser italiano, piensa Parada.

Si no se tratara de un chantaje tan espantosamente cínico, cabría sentir admiración.

Pero hay demasiado trabajo que hacer, y es urgente, de modo que Parada interviene.

—Dejémonos de chorradas, ¿vale? Aportaremos cualquier tipo de ayuda, económica y material, extraoficialmente. A cambio, ustedes permitirán que nuestros sacerdotes exhiban la cruz y reconocerán sin ambages cualquier ayuda procedente de la Santa Iglesia Católica. Nos garantizarán que la siguiente administración, al cabo de un mes de tomar posesión, iniciará negociaciones para establecer relaciones oficiales entre el Estado y la Iglesia.

—Eso será en mil novecientos ochenta y ocho —dice con brusquedad Antonucci—. Faltan casi tres años.

—Sí, ya lo he calculado —dice Parada. Se vuelve hacia el ministro—. ¿Trato hecho?

Sí, por supuesto.

—¿Quién se cree que es? —pregunta Antonucci después de que el ministro se haya ido—. No vuelva a ningunearme en una negociación. Le tenía cogido por las pelotas.

—¿Es lo que debemos hacer ahora? —pregunta Parada—. ¿Tener cogida por las pelotas a gente necesitada?

—Usted carece de autoridad para...

—¿Voy a ser conducido al paredón? —pregunta Parada—. En tal caso, dese prisa. Tengo trabajo que hacer.

—Parece olvidar que soy su superior directo.

—Para empezar, no puede olvidar lo que es incapaz de reconocer —dice Parada—. Usted no es mi superior. Usted es un político enviado por Roma para hacer política.

—El terremoto fue un acto de Dios... —empieza Antonucci.

—No doy crédito a mis oídos.

—... que nos brinda una oportunidad de salvar las almas de millones de mexicanos.

—¡No salve sus almas! —grita Parada—. ¡Sálveles a ellos!

—¡Eso es una herejía!

—¡Cojonudo!

No solo son las víctimas del terremoto, piensa Parada. Son los millones de personas que viven en la pobreza. Los incontables millones de personas hacinadas en las chabolas de Ciudad de México, la gente que vive en los vertederos de Tijuana, los campesinos sin tierra de Chiapas, que en realidad son poco más que siervos.

—Esa «teología de la liberación» no me convence —dice Antonucci.

—Me da igual —contesta Parada—. Yo no respondo ante usted, sino ante Dios.

—Puedo descolgar ese teléfono y ordenar que le trasladen a una capilla de Tierra del Fuego.

Parada agarra el teléfono y se lo acerca.

—Hágalo —dice—. Me encantaría ser un cura de parroquia en los confines del mundo. ¿Por qué no marca el número? ¿Quiere que lo haga por usted? Se está echando un farol. Llamaré a Roma, y después llamaré a los periódicos para contarles exactamente por qué me trasladan.

Ve que aparecen manchitas rojas en las mejillas de Antonucci. El pájaro está cabreado, piensa Parada. He erizado sus plumas. Pero Antonucci recupera la calma, su apariencia plácida, incluso su sonrisa complacida, al tiempo que cuelga el auricular.

—Ha elegido bien —dice Parada con una confianza que no siente—. Dirigiré este esfuerzo humanitario, blanquearé este dinero de la Iglesia para no avergonzar al gobierno, y contribuiré a que la iglesia vuelva a México.

—Estoy esperando el
quid
del
pro quo
—dice Antonucci.

—El Vaticano me nombrará cardenal.

Porque el poder de hacer el bien solo puede apoyarse en el... en el poder.

—Usted también se ha convertido en un político —dice Antonucci.

Es verdad, piensa Parada.

Estupendo.

Magnífico.

Así sea.

—Por lo tanto, hemos llegado a un acuerdo —dice Parada.

De pronto se ha convertido más en un gato que en un pájaro, piensa Parada. Piensa que se ha comido al canario. Que le he vendido mi alma por ambición. Una transacción que él puede comprender.

Bien, que piense eso.

Finja, había dicho la encantadora prostituta norteamericana.

Tiene razón: es fácil.

Tijuana

1985

Adán Barrera medita sobre el trato que acaba de hacer con el PRI. Fue muy sencillo, piensa. Vas a desayunar con una maleta llena de dinero y te marchas sin ella. Se queda debajo de la mesa, al lado de tus pies, nunca mencionada pero en todo momento asumida, un entendimiento tácito: pese a las presiones norteamericanas en sentido contrario, permitirán a Tío que vuelva a casa de su exilio en Honduras.

Y que se jubile.

Tío vivirá discretamente en Guadalajara y administrará sus negocios legales en paz y tranquilidad. Este es el aspecto positivo del acuerdo.

El negativo es que García Abrego hará realidad su antigua ambición de sustituir a Tío como el Patrón. Y tal vez no sea tan negativo. La salud de Tío es precaria y, no nos engañemos, ha cambiado desde que la perra de Talavera le traicionó. Dios, con lo mucho que le gustaba la pequeña
segundera
, hasta quería casarse con ella, y ya no es el mismo de antes.

Así que Abrego asumirá el liderazgo de la Federación desde su base de los estados del Golfo. El Verde continuará al frente de Sonora. Güero Méndez conservará la Plaza de Baja.

Y el gobierno federal mexicano hará la vista gorda. Gracias al terremoto.

El gobierno necesita dinero para reconstruir, y en este momento solo hay dos fuentes: el Vaticano y los narcos. La Iglesia ya ha intervenido, sabe Adán, y nosotros también. Pero habrá una compensación, y el gobierno cumplirá.

Además, la Federación también correrá con los gastos necesarios para que el partido gobernante, el PRI, gane las próximas elecciones, como ha sucedido desde la revolución. Incluso ahora, Adán está ayudando a Abrego a organizar una cena para recaudar fondos, a veinticinco millones de dólares el cubierto, a la que se espera que contribuyan todos los narcos y hombres de negocios de México.

Si es que quieren hacer negocios, claro está.

Y siempre necesitamos hacer negocios, piensa Adán. El fiasco de Hidalgo alteró gravemente sus planes, e incluso con Arturo fuera del país y la situación calmada, hay que recuperar mucho dinero. Ahora, una vez restablecidas las relaciones con Ciudad de México, podemos volver a los negocios como antes.

Lo cual significa robar la Plaza de Baja a Güero.

Había sido idea de Tío que sus sobrinos se infiltraran en Tijuana.

Como cuclillos.

Porque el plan a largo plazo era ir aumentando poco a poco su poder e influencia, y después expulsar a Güero de su nido. De todos modos, es un propietario ausente, que intenta dirigir la Plaza de Baja desde su rancho situado en las afueras de Culiacán. Güero confía en lugartenientes para controlar el día a día de la Plaza, narcos que le son leales, como Juan Esparagoza y Tito Mical.

Y Adán y Raúl Barrera.

Había sido idea de Tío que Adán y Raúl entablaran amistad con los vástagos de la clase dirigente de Tijuana. «Convertíos en parte del tejido, por si quieren eliminaros que no puedan hacerlo sin romper toda la manta. Cosa que no harán.» Hacedlo lenta, cautelosamente, hacedlo sin que Güero se dé cuenta, pero hacedlo.

—Empezad con los críos —había aconsejado—. Los mayores harán cualquier cosa con tal de proteger a los pequeños.

Así que Adán y Raúl habían lanzado una ofensiva de seducción. Compraron casas caras en la exclusiva Colonia Hipódromo, y de repente estuvieron metidos en el ajo. De hecho, estaban en todas partes. Como si un día no existiera Raúl Barrera, y al día siguiente te lo encontraras hasta en la sopa. Vas a un club, y allí está Raúl, pagando la cuenta. Vas a la playa, y Raúl está haciendo katas de kárate. Vas a las carreras, y Raúl está apostando fuerte. Vas a una disco, y Raúl está inundando el lugar de Dom Pérignon. Empieza a congregar una corte a su alrededor, los vástagos de la sociedad de Tijuana, los hijos de diecinueve y veinte años de banqueros, abogados, médicos y funcionarios del gobierno, a quienes les gusta aparcar sus coches a lo largo de una pared, junto a un gigantesco roble centenario, y hablar de chorradas con Raúl.

Muy pronto, el árbol se convierte simplemente en «el árbol», y todo el mundo se reúne en el Árbol.

Como Fabián Martínez.

Fabián es guapo como una estrella de cine.

No se parece a su tocayo, un antiguo cantante que salía en películas playeras, sino a un joven Tony Curtís hispano. Fabián es un chico guapo, y lo sabe. Todo el mundo se lo ha estado diciendo desde que tenía seis años, y el espejo no es más que una confirmación. Es alto, de piel cobriza y boca ancha y sensual. Tiene abundante pelo negro, que lleva peinado hacia atrás. Tiene dientes blancos y relucientes (tras años de caros tratamientos de ortodoncia) y una sonrisa seductora.

Lo sabe porque la ha practicado... un montón.

Fabián está matando el tiempo un día cuando oye que alguien dice:

—Vamos a matar a alguien.

Fabián mira a su
cuate
Alejandro.

Esto es la hostia.

Como salido de
El precio del poder
.

Aunque Raúl Barrera no se parece en nada a Al Pacino, es alto y fornido, ancho de espaldas y con un cuello adecuado a los movimientos de kárate que está siempre exhibiendo. Hoy viste una chaqueta de cuero y una gorra de béisbol de los San Diego Padres. Las joyas sí que son como las de Al Pacino. No le caben más: gruesas cadenas de oro alrededor del cuello, pulseras de oro en las muñecas, anillos de oro y el inevitable Rolex de oro.

De hecho, piensa Fabián, el hermano mayor de Raúl se parece más a Al Pacino, pero ahí acaban las semejanzas con
El precio del poder
. Fabián se ha encontrado con Adán Barrera solo unas cuantas veces: en un club nocturno con Ramón, en un combate de boxeo, otra vez en El Big, la hamburguesería de Ted en la avenida de la Revolución. Pero Adán parece más un contable que un
narcotraficante
. Ni abrigos de visón, ni joyas, muy tranquilo y de voz suave. Si alguien no te lo señalara, ni repararías en su presencia.

En Raúl sí que te fijas.

Hoy está apoyado contra su flamante Porsche Targa rojo, y habla como si tal cosa de matar a alguien.

Da igual a quién.

—¿Quién tiene un enemigo? —les pregunta Raúl—. ¿A quién queréis borrar del mapa?

Fabián y Alejandro intercambian otra mirada.

Han sido
cuates
durante mucho tiempo, casi desde que nacieron, pues nacieron con pocas semanas de diferencia en el mismo hospital, el Scripps de San Diego. Era una práctica común entre la clase alta de Tijuana a finales de los sesenta: cruzaban la frontera para que sus hijos gozaran de la ventaja de la doble nacionalidad. De manera que Fabián y Alejandro, y la mayoría de sus
cuates
, nacieron en Estados Unidos, fueron al jardín de infancia y a preescolar juntos en el exclusivo barrio de Hipódromo, en las colinas que dominan el centro de Tijuana. Cuando ya estaban a punto de entrar en quinto o sexto, sus padres se trasladaron a San Diego con los hijos, para que los chicos pudieran ir a un instituto de Estados Unidos, aprender inglés, ser totalmente biculturales y establecer contactos transnacionales que tan importantes serían para triunfar más adelante. Sus padres reconocían que, si bien Tijuana y San Diego se encontraban en dos países diferentes, se hallaban en la misma comunidad comercial.

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