—Esperaremos —contesta Lee.
—¿A qué?
—A ver si la policía llega.
—Eso no era parte del plan —dice Nora.
—No era parte de su plan —replica Lee.
Se miran fijamente durante unos momentos.
—Esto es muy aburrido —dice ella.
Vuelve al coche y se sienta, y piensa: Por favor, Dios, no dejes que Keller irrumpa por la puerta.
La voz de Shag Wallace suena en la radio.
—A tu señal, jefe.
Art ciñe su chaleco antibalas Kevlar, quita el seguro de su M-16, respira hondo.
—Adelante —dice.
—Recibido.
—¡Esperad! —grita en el micrófono. Le sale de dentro. Algo no va bien, algo no está claro. Han sido demasiado cautelosos, demasiado listos. O tal vez sea que me estoy acojonando en la vejez—. Replegaos.
Quince minutos.
Veinte.
Media hora.
Nora saca el teléfono.
—¿Qué está haciendo? —pregunta Lee.
—Llamar a mi gente —dice Nora—. Se estarán preguntando qué demonios me ha pasado.
Lee le da su teléfono.
—Utilice este.
—¿Por qué?
—Seguridad.
Ella se encoge de hombros y coge el teléfono.
—¿Dónde estamos?
—No les envíe aquí —dice Lee.
—¿Por qué?
El hombre sonríe satisfecho. Nora ha visto esa sonrisa un millar de veces, sobre todo después de sus espectaculares orgasmos fingidos.
—La mercancía no está aquí.
—¿Dónde está?
Ahora que ningún policía se ha presentado en el almacén, el hombre se siente lo bastante seguro para decirle la verdad. Además, tiene a la amante de Adán Barrera como garantía.
—Long Beach.
Las nuevas instalaciones de GOSCO en el puerto de Long Beach, le dice.
Muelle 4, fila D, edificio 3323.
Llama a Raúl y le da la información.
—Tenemos que llamar a nuestro jefe y recibir permiso para este cambio de planes —dice después de colgar.
Art Keller está sudando la gota gorda.
Si ha sido Nora la que ha entrado en el almacén, lleva ahí dentro más de media hora. Y no ha pasado nada. Nadie ha entrado ni ha salido, ningún camión ha llegado. Algo va mal.
—Todas las unidades preparadas —dice—. Atacaremos a mi señal.
Entonces suena su móvil.
Lee escucha angustiado mientras Nora cuenta a Adán que la han llevado a un edificio desierto, le han apoyado una pistola en la cabeza a modo de prueba y que las armas están en realidad en Long Beach.
—Muelle 4, fila D, edificio 3323.
—Muelle 4, fila D, edificio 3323 —repite Art Keller.
—Exacto —dice Nora.
Cuelga y devuelve el teléfono a Lee.
—Pongámonos en marcha —dice ella.
El hombre niega con la cabeza.
—Nos quedamos aquí.
—No entiendo.
Lo entiende cuando Lee saca una 45 de debajo de su chaqueta negra y la deja sobre su regazo.
—Cuando la transacción haya terminado —dice—, yo me iré en un coche con el dinero, y usted subirá en otro y se marchará. Pero si algo desafortunado ocurre...
Long Beach, piensa Art.
Maldito sea Long Beach. Tenemos que llegar allí antes de que lo hagan los camiones de los Barrera y se pongan a cargar. Ordena por radio a su gente que se disperse. Tenemos que trasladar este puto ejército a Long Beach, y deprisa.
Fabián Martínez está pensando más o menos lo mismo. Tiene en la carretera un convoy, tres camiones articulados pintados con COMPAÑÍA DE PRODUCTOS CALEXICO, preparados para ir a San Pedro, y ahora tienen que volver por la 405 hasta Long Beach.
Menudo coñazo.
Está sentado en el asiento del pasajero del primer camión con una Mac-10 bajo la chaqueta.
Por si acaso.
Dos de sus mejores hombres van en un coche de reconocimiento a un kilómetro de distancia. Entrarán primero, y si ven algo sospechoso, le enviarán un mensaje por busca y saldrán cagando leches.
Hace frío para ser una noche del sur de California, incluso en marzo, así que se sube el cuello de la chaqueta y le dice al conductor que conecte la puta calefacción.
Nora está sentada en el asiento delantero del Lexus mientras espera.
—¿Le importa que encienda la radio? —pregunta.
A Lee no le importa.
Mientras se dirige a Long Beach, Art corrige su plan.
¿Qué plan?, piensa. Ese es el problema. Tenía un plan táctico para la redada en San Pedro, pero ahora será como una carga de la caballería a la desesperada, y eso le pone muy nervioso.
Lo mejor sería permitir que los camiones de los Barrera recogieran el cargamento, e interceptarles en la carretera. Pero tiene que asegurarse de que Nora está bien. Así que la redada tiene que ser en el almacén, veloz y eficaz. Entrar a toda leche y sin contemplaciones.
Todos los agentes han sido informados. Todos saben que el Señor de la Frontera quiere a la Güera, y la quiere viva para presionarla y conseguir que delate a su novio. Saben eso, piensa Art, pero ¿lo recordarán en mitad de la redada, sobre todo si los hombres de los Barrera deciden responder al fuego?
Existen montones de posibilidades de que la jodamos, y de que Nora acabe muerta.
Vuelve a ponerse en contacto por radio con Shag para asegurarse de que ha comprendido.
Los coches de reconocimiento de Fabián no ven nada que no les guste, y le envían la señal 666.
Es la una de la madrugada y el complejo de Long Beach está lleno de camiones que cargan y descargan. Lo cual es estupendo, piensa Fabián. Nadie se fijará en tres más.
Localiza el muelle 4, después la fila D, después el edificio 3323, un enorme edificio prefabricado de acero ondulado como los demás. Salta del camión y llama a la puerta de la oficina. Da patadas en el suelo mientras dos chinos inspeccionan sus camiones, las cabinas y los remolques. Después la gran puerta metálica del edificio se abre.
Fabián vuelve a subir a la cabina del primer camión y les guía hacia el interior.
Nora se sobresalta cuando suena el móvil de Lee.
Ve que la mano de Lee se tensa sobre la culata de la pistola cuando contesta. Nora respira hondo y se prepara para agarrarle la muñeca, pero el hombre cuelga, se vuelve hacia ella y dice:
—Su gente ha llegado. Todo va bien.
—Estupendo —dice ella—. Vámonos.
El hombre niega con la cabeza.
—Todavía no.
Fabián está hablando con el chino que está al mando.
—¿Tienes el dinero?
—Sí.
—¿Dónde está ella?
—En otro sitio —dice el hombre—. En cuanto concluyamos la transacción, se reunirá con vosotros.
A Fabián no le hace gracia. No porque le importe una mierda Nora Hayden (aparte de desear follársela hasta cansarse, le daría igual que acabara muerta), sino porque a Adán sí le importa, y él es responsable de la seguridad de Nora. ¿Y esos monos amarillos la retienen como rehén? Muy mal.
—Quiero hablar con ella —dice.
Lee entrega el teléfono a Nora.
—Quieren hablar con usted.
Nora coge el teléfono.
—Dime un color —dice Fabián.
—Rojo.
Fabián devuelve el teléfono al chino, saca la Mac-10 de debajo de la chaqueta y la esgrime en su cara.
—Vuelve a llamar a tu chico —dice—. Dile que todo va de coña.
Aparecen armas por todas partes. Todos los hombres de Fabián, y también todos los chinos. Salvo que la mayoría de los chinos están en pasarelas elevadas, apuntando hacia abajo, de modo que cuentan con ventaja táctica.
Son las típicas
tablas.
Que se esfuman cuando la puerta de la oficina sale volando por los aires.
Se desata el caos.
Art es el primero en cruzar la puerta, seguido de una falange de agentes. Activa el interruptor y la puerta metálica de carga se abre de nuevo y deja al descubierto otro pelotón de la DEA, el FBI y el ATF, toda una sopa de letras letal provista de rifles automáticos, escopetas, chalecos Kevlar y viseras antibalas, con lamparillas que brillan sobre sus cascos.
Los agentes gritan a pleno pulmón.
—¡QUIETOS!
—¡DEA!
—¡AL SUELO! ¡AL SUELO!
—¡FBI!
—¡TIRAD LAS ARMAS!
Las armas caen haciendo ruido metálico sobre las pasarelas y el suelo de cemento. Fabián sopesa la posibilidad de empezar a disparar, pero enseguida se da cuenta de que es inútil, deja que su Mac-10 se deslice hasta el suelo y alza las manos.
Art busca a Nora con la vista. Es difícil ver algo en mitad del caos, con hombres corriendo, otros cayendo al suelo, agentes agarrando a gente y tirándola al suelo. Busca su pelo rubio y no lo ve, de manera que grita por el micro de su radio «¡ADELANTE!», con la esperanza de que Shag le oiga por encima del barullo, mientras reza para que no sea demasiado tarde.
A su lado, un chino está gritando por su móvil.
Art le agarra por el cuello de la camisa, le arroja al suelo y le quita el teléfono de una patada.
Lee oye a su jefe gritar por el teléfono.
Nora ve que sus ojos se abren de par en par, y después la pistola se alza y la apunta a la frente.
Grita.
Por encima del ruido sordo de una explosión.
Sangre y huesos salpican la ventanilla del pasajero.
El cuerpo de Lee se derrumba en el asiento, Nora se vuelve y ve al tirador del SWAT en la puerta, que cuelga de sus goznes.
Aún sigue chillando cuando Shag Wallace se acerca poco a poco al coche, abre la puerta y la toma con delicadeza del codo.
—No pasa nada —dice—. Se encuentra bien. Vamos, tenemos que salir de aquí.
La saca del coche, la guía hasta el exterior y la acomoda en el asiento delantero de su coche.
—Espere aquí un momento.
Shag vuelve al interior del almacén, se sienta en el asiento delantero del Lexus y coge la 45 de la mano muerta de Lee. Después la sostiene a escasos centímetros de la frente de Lee, apunta a las heridas de entrada y aprieta el gatillo.
Limpia el arma y vuelve a su coche.
Se sienta al lado de Nora y le dice que sujete un momento la 45. Aturdida, ella obedece. Después Shag recupera el arma.
—Esta es la historia: las cosas se pusieron feas. El chino iba a dispararle. Usted agarró la pistola, luchó, ganó. ¿Lo ha comprendido?
Ella asiente.
Cree haberlo entendido. No está segura. Sus manos no dejan de temblar.
—¿Se encuentra bien? —pregunta Shag—. Escuche, si no es así, no pasa nada. Si quiere parar esto ahora mismo, dígalo. Lo comprenderemos.
—¿Han detenido a Adán? —pregunta.
—Todavía no —contesta Shag.
Nora sacude la cabeza.
Art se arrodilla sobre el cuello de Fabián y le ata las muñecas con el cable de teléfono.
—Ha sido esa puta, ¿verdad? —pregunta Fabián.
Art ejerce más presión con las rodillas y empieza a recitar los derechos de Fabián.
—Quiero un abogado ahora mismo —dice Fabián.
Art le pone en pie, le empuja contra una de las furgonetas de la DEA y se aleja para inspeccionar los dos contenedores (seis metros de largo, dos metros y medio de ancho y dos metros y medio de altura) llenos de cajas.
Sus hombres las sacan y las revientan.
Dos mil AK-47 de fabricación china salen de las cajas en piezas: cañones, recámaras, culatas. Otras herramientras incluyen dos docenas de lanzacohetes KPG-2 chinos, considerados muy valiosos porque son manuales.
Dos mil rifles igual a dos mil kilos de cocaína, piensa Art. Solo Dios sabe cuántos kilos dejan pasar por los lanzacohetes, capaces de derribar helicópteros.
A continuación encuentran seis cargamentos de rifles M-2, M-1 reconvertidos, la típica carabina del ejército. La diferencia entre el original y el M-2 es que el último puede pasar a ser automático con un único cambio. También encuentra algunos LAWS, la versión norteamericana del KPG-2, no tan eficaz contra helicópteros pero muy bueno contra vehículos blindados. Todas ellas armas perfectas para una guerra de guerrillas.
Por valor de miles de kilos de coca.
El alijo más grande de la historia.
Pero aún no ha terminado.
Todo esto no sirve de nada si no conduce a la desaparición de Adán Barrera.
Cueste lo que cueste.
Si Adán escapa, la única posibilidad de encontrarle será por mediación de Nora. Tienes un plan para sacarla, pero los planes a veces salen mal.
Ella quería volver, se dice. Tú le concediste la posibilidad de abandonar, y ella tomó una decisión. Es adulta, capaz de tomar decisiones.
Sí, sigue repitiéndote eso.
Nora circula con el Lexus nuevo por la autopista hasta la primera salida, entra en una gasolinera, va al lavabo de señoras y vomita. Después de vaciar el estómago, vuelve al coche y conduce hasta la estación de tren de Santa Ana, deja el coche en un aparcamiento, entra en una cabina telefónica, cierra la puerta y llama a Adán.
Llorar no representa ningún problema. Las lágrimas ruedan con facilidad entre sus sollozos entrecortados.
—Algo salió mal... No sé... Iba a matarme... Yo...
—Vuelve.
—La policía me estará buscando.
—Es demasiado pronto —dice Adán.
Abandona el coche, sube al tren, ve a San Isidro, cruza por el puente peatonal.
—Estoy asustada, Adán.
—No pasará nada —dice él—. Ve al sitio de la ciudad. Espera allí. Estaremos en contacto.
Sabe a qué se refiere. Es un código que inventaron hace mucho tiempo para emergencias como esta. El sitio de la ciudad es un piso que tienen en la Colonia Hipódromo de Tijuana.
—Te quiero —dice Nora.
—Yo también te quiero.
Nora sube en el siguiente tren con destino a San Diego.
A veces, los planes salen mal.
En este caso, los mecánicos de Costa Mesa están trabajando en el pequeño Toyota Camry tuneado, con el fin de prepararlo para otro viaje, y encuentran algo interesante encajado entre el asiento y el reposacabezas del asiento del pasajero.
Una especie de aparato electrónico.
El jefe de los operarios hace una llamada.
Nora baja del tren en San Diego, sube al tranvía que baja a San Isidro, desciende, sube los peldaños del puente peatonal y cruza la frontera a pie.
Slippin' into darkness,
When I heard my mother say...
«You been slippin' into darkness, oh, oh, oh
Pretty soon you're going to pay.»
W
AR
, «Slippin' Into Darkness»