Read El poder del perro Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (71 page)

BOOK: El poder del perro
6.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Eso explica por qué no recibimos ningún aviso —dice Adán.

—Eso explica una parte —rectifica Raúl.

Ramos tiene un plano virtual de todo el cártel. El emplazamiento de pisos francos, nombres de socios. ¿De dónde ha sacado esa información?

—Es Fabián —dice Adán—. Lo está cantando todo.

Raúl se muestra incrédulo.

—No es Fabián. Es tu querida Nora.

—No lo creo —dice Adán.

—No quieres creerlo —replica Raúl. Cuenta a Adán que encontraron un dispositivo de localización en el coche.

—También pudo ser Fabián —dice Adán.

—¡La policía había montado una emboscada en tu nidito de amor! —grita Raúl—. ¿Lo sabía Fabián? ¿Quién sabía lo del acuerdo de las armas? Tú, Fabián, Nora y yo. Bien, no fui yo, no creo que fueras tú, Fabián está en una cárcel norteamericana, así que...

—Ni siquiera sabemos dónde está ella —dice Adán. Entonces un horrible pensamiento acude a su mente. Mira a Raúl, que ha apartado la persiana para mirar por la ventana—. ¿Le has hecho algo, Raúl?

Raúl no contesta.

Adán salta de la silla.

—¿Le has hecho algo, Raúl?

Agarra a Raúl de la camisa. Raúl se lo quita de encima con facilidad y le empuja hacia la cama.

—Y si es así, ¿qué?

—Quiero verla.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Ahora eres el jefe?

—Tu obsesión por esa puta nos ha jodido el negocio.

Lo cual significa: Sí, hermano, hasta que recuperes el sentido común yo soy el jefe.

—¡Quiero verla!

—¡No voy a permitir que te conviertas en otro Tío!

El chocho
, piensa Raúl, la debilidad de los Barrera.

¿Acaso no fue la obsesión de Tío por los coñitos jóvenes lo que provocó su caída? Primero con Pilar, y después con la otra puta, cuyo nombre ni siquiera puedo recordar. Miguel Ángel Barrera, M-1, el hombre que construyó la Federación, el hombre más listo, más despiadado, más sensato que he conocido en mi vida, pero su cerebro se obnubiló por culpa de un culo y acabó con él.

Y Adán ha heredado la misma enfermedad. Joder, Adán podría tener todos los coños que quisiera, pero tiene que ser ese en concreto. Podría haber encadenado amante tras amante si hubiera sido discreto, sin avergonzar a su mujer. Pero Adán no. No, se enamora de esa puta y se exhibe en público con ella.

Lo cual proporciona a Art Keller el blanco perfecto.

Y ahora, míranos.

Adán clava la vista en el suelo.

—¿Está viva?

Raúl no contesta.

—Dime que está viva, Raúl.

Un guardia irrumpe en la sala.

—¡Váyanse! —grita—. ¡Váyanse!

Los animales del zoo chillan cuando Ramos y sus hombres saltan el muro.

Ramos apoya en el hombro el lanzagranadas, apunta y dispara. Una de las torres de vigilancia estalla en un destello de luz amarillenta. Recarga, vuelve a apuntar, otro destello. Baja la vista y ve que dos ciervos se están lanzando contra la valla con intención de escapar. Salta dentro del corral y abre la puerta.

Los dos animales se pierden en la noche.

Los pájaros chillan y graznan, los monos parlotean enloquecidos, y Ramos recuerda haber oído rumores de que Raúl tenía un par de leones por aquí, y entonces oye sus gruñidos, que suenan como en las películas, pero se olvida enseguida porque están devolviendo el fuego.

Han llegado de noche en avión después de oscurecer, un aterrizaje sin luces peligroso en una vieja pista utilizada por los traficantes de droga, han atravesado el desierto y han recorrido a rastras los últimos mil metros para esquivar las patrullas de jeeps de los Barrera.

Y ahora hemos entrado en materia, piensa Ramos. Apoya la mejilla en la vieja y confortable culata de Esposa, dispara dos veces, se levanta y avanza, consciente de que sus hombres le están cubriendo. Después, se deja caer y cubre a los hombres que gatean delante de él, y de esta manera van avanzando hacia la casa de Raúl.

Uno de sus hombres es alcanzado delante de él. Está avanzando, y de pronto salta como un antílope cuando le abaten. Ramos va a ayudarle, pero la mitad de la cara del hombre ha desaparecido. Ramos le desengancha los cargadores de municiones del cinturón y se aleja rodando cuando una ráfaga le persigue.

El fuego procede del tejado de un edificio bajo. Ramos se arrodilla y barre la línea del tejado. Entonces siente dos golpes fuertes en el pecho, se da cuenta de que le han alcanzado en el chaleco antibalas Kevlar, desengancha una granada del cinturón y la arroja hacia el tejado.

Un ruido sordo, un destello, y dos cuerpos saltan por los aires, tras lo cual los disparos desde el edificio cesan.

Pero no los procedentes de la casa:

Destellos reveladores de cañones brillan en las ventanas, tejados y puertas. Ramos vigila con atención las puertas, porque, al parecer, han sorprendido a varios hombres de Raúl dentro de la casa, y tratarán de salir para desbordar el flanco de sus atacantes. Uno de los mercenarios vacía un cargador desde la puerta, y luego lo intenta. Los dos disparos de Ramos le alcanzan en el estómago, cae al suelo y se pone a gritar. Uno de sus camaradas sale para arrastrarle al interior, pero media docena de balas le alcanzan y se desploma a los pies de su compinche.

—¡Disparad a los coches! —grita Ramos.

Hay vehículos por todas partes, Land Rover, los Suburban favoritos de los narcos, algunos Mercedes. Ramos no quiere que ningún narco, sobre todo Raúl, suba a uno de los coches y huya, y
a
hora, después de acribillarlos, ninguno de esos coches irá a ninguna parte. Todos tienen los neumáticos reventados y los cristales destrozados. Después, uno o dos depósitos de gasolina estallan, y un par de coches se incendian.

Entonces las cosas se ponen chungas.

Porque alguien ha tenido la brillante idea de que una buena táctica de distracción sería abrir todas las jaulas, y los animales empiezan a correr de un lado a otro del terreno. En todas direcciones, despavoridos por el estruendo, las llamas y las balas que silban en el aire, y Ramos se queda atónito cuando una condenada jirafa pasa corriendo delante de él, después dos cebras, y antílopes que zigzaguean a través del patio, y Ramos vuelve a pensar en los leones, decide que será una manera muy estúpida de morir, se levanta y corre hacia la casa, se agacha cuando un pájaro grande pasa zumbando sobre su cabeza, los narcos salen de la casa y se arma la de O. K. Corral.

La luz de la luna plateada proyecta imágenes de hombres, animales, armas; hombres de pie, hombres corriendo, disparando, cayendo, agachándose. Parece un drama surrealista, pero las balas, el dolor y la muerte son reales, y Ramos se levanta y dispara, después esquiva a un mono enloquecido que chilla aterrorizado, y luego tiene un narco a su izquierda, después a su derecha (no, ese es uno de sus hombres), y las balas zumban, los cañones de las armas destellan, los hombres chillan y los animales braman. Ramos dispara otras dos veces y un narco cae, y entonces ve (o cree ver, al menos) la alta figura de Raúl que corre, disparando a la altura de las caderas, y por un momento Ramos apunta a sus piernas, pero Raúl desaparece. Ramos corre hacia el punto donde le ha visto, y después se tira al suelo cuando ve a un narco levantar su pistola, y Ramos dispara y el hombre salta en el aire y cae al suelo, una pequeña nube de polvo que se alza hacia la luz de la luna.

Los Barrera se han ido.

Mientras el tiroteo muere (Ramos escoge la palabra «muere» a propósito, porque muchos mercenarios de Raúl están muertos, o al menos caídos), va de cadáver en cadáver, de herido a herido, de prisionero a prisionero, en busca de Raúl.

El rancho Las Bardas es un caos. La casa principal parece un gigantesco colador de arte popular. Hay coches en llamas. Pájaros extraños están subidos a las ramas de los árboles, y algunos animales han regresado a sus jaulas, donde se cobijan y lloriquean.

Ramos ve un cuerpo alto tendido junto a la valla sobre un lecho de amapolas matilija, las flores blancas teñidas del rojo de la sangre. Con Esposa fuertemente agarrada contra el cuerpo, Ramos le da la vuelta con el pie. No es Raúl. Ramos está furioso. Sabemos que Raúl estaba aquí, piensa. Le oímos. Y yo le vi, o creí verle, al menos. Tal vez no. Tal vez las llamadas de móvil eran falsas, para despistarnos, y los hermanos están sentados en una playa de Costa Rica o de Honduras, riéndose de nosotros mientras toman cerveza bien fría. Tal vez no estaban aquí.

Entonces la ve.

La trampilla está cubierta de tierra y algo de maleza, pero distingue una forma rectangular en el suelo. Mira con más detenimiento y ve las pisadas.

Puedes correr, Raúl, pero volar no.

Pero un túnel... Muy bueno.

Se agacha y ve que han abierto hace poco la trampilla. Hay una línea estrecha en el borde, por donde la tierra ha caído. Aparta la maleza y palpa el tirador cóncavo, cierra la mano sobre él y levanta la trampilla.

Oye el tenue clic y ve la carga explosiva.

Demasiado tarde.

—Me jodí.

La explosión le vuela en mil pedazos.

El silencio antes ominoso ahora es fúnebre.

Art ha intentado todo cuanto se le ha ocurrido para encontrar a Nora. Hobbs ha volcado todos sus recursos, pese a que Art se ha negado a divulgar la identidad de su fuente. Por consiguiente, Art ha contado con fotografías de satélites, puestos de escucha, barridos de internet sin resultado alguno.

Sus opciones son limitadas. No puede lanzar una búsqueda como hizo en el caso de Ernie Hidalgo, porque solo conseguiría estropear la tapadera de Nora y que la mataran, si es que no está ya muerta. Y ahora se ha quedado sin Ramos, al frente de su incesante campaña.

—Esto no pinta bien, jefe —dice Shag.

—¿Cuándo es nuestro siguiente barrido de satélite?

—Dentro de tres cuartos de hora.

Si el tiempo lo permite, recibirán imágenes del rancho Las Bardas, el refugio de los Barrera en el desierto. Ya han recibido cinco, y no han mostrado nada. Algunos criados, pero nadie parecido a Adán o Raúl, y desde luego nadie que recuerde a Nora.

Ni el menor movimiento. Ningún vehículo nuevo, ningún rastro reciente de neumáticos, nada que salga ni entre. Sucede lo mismo en los otros ranchos y pisos francos de los Barrera que Ramos aún no había atacado. Ni gente, ni movimiento, ni charlas por móvil.

Joder, piensa Art, Barrera se estará quedando sin refugios.

Pero nosotros también.

—Avísame —dice.

Tiene una reunión con el nuevo zar de las drogas de México, el general Augusto Rebollo.

En teoría, el propósito de la reunión es que Rebollo le informe sobre las operaciones contra el cártel de los Barrera, como parte de su recién descubierto bilateralismo.

El único problema es que Rebollo no sabe gran cosa de la operación. Ramos mantenía sus actividades casi en secreto, y lo único que puede hacer Rebollo es salir en la televisión, con expresión feroz y decidida, y anunciar su apoyo total a todo lo que ha hecho el fallecido Ramos, incluso si ignora qué ha hecho.

Pero la verdad es que el apoyo es vacilante.

Ciudad de México se está poniendo más nerviosa a medida que pasan los días y los Barrera siguen libres. Cuanto más se prolonga esta guerra, más nerviosos se ponen, y están buscando, como John Hobbs explica con cautela a Art antes de entrar en la reunión, un «motivo para el optimismo».

En suma, Rebollo ronronea en su reunión con Art, con su uniforme verde del ejército planchado y limpio como un alfiler, que es evidente que sus colegas de la DEA tienen una fuente de información dentro del cártel de los Barrera, y que, en aras de la colaboración, su oficina podría ser de mucha más ayuda en la lucha común contra las drogas y el terrorismo si el señor Keller revelara dicha fuente.

Sonríe a Art.

Hobbs sonríe a Art.

Todos los burócratas de la sala sonríen a Art.

—No —dice.

Ve Tijuana desde las ventanas panorámicas del edificio de oficinas. Ella tiene que estar ahí, en algún sitio.

La sonrisa de Rebollo ha desaparecido. Parece ofendido.

—Arthur... —dice Hobbs.

—No.

Que se esfuerce un poco más.

La reunión acaba mal.

Art vuelve a la sala de guerra. Las fotos de satélite del rancho Las Bardas tendrían que haber llegado.

—¿Hay algo? —pregunta a Shag.

Shag niega con la cabeza.

—Mierda.

—Se han escondido, jefe —dice Shag—. Ni tráfico de móviles, correos electrónicos, nada.

Art le mira. El rostro del viejo vaquero está curtido por la intemperie y surcado de arrugas, y ahora lleva bifocales. Joder, ¿habré envejecido tanto como él?, se pregunta Art. Dos viejos guerreros de la droga. ¿Cómo nos llaman los nuevos? ¿Narcos Jurásicos? Y Shag es mayor que yo. Pronto se jubilará.

—Llamará a su hija —dice de repente Art.

—¿Qué?

—La hija, Gloria —dice Art—. La mujer y la hija de Adán viven en San Diego.

Shag hace un gesto de desaprobación. Ambos saben que implicar a una familia inocente es contrario a las reglas no escritas que gobiernan la guerra entre los narcos y ellos.

Art sabe lo que está pensando.

—A la mierda —dice—. Lucía Barrera sabe lo que su marido hace. No es inocente.

—La niña sí.

—Los hijos de Ernie Hidalgo también viven en San Diego —contesta Art—. Pero nunca ven a su padre. Pincha el teléfono.

—Jefe, ningún juez del mundo.

La mirada de Art le enmudece.

Raúl Barrera tampoco es feliz.

Pagan a Rebollo trescientos mil dólares al mes, y por ese dinero debería darles algo que valiera la pena.

Pero no acabó con Antonio Ramos antes del ataque contra el rancho Las Bardas, y ahora no puede confirmar que Nora Hayden es el origen de sus problemas, algo que Raúl necesita saber sea como sea, y deprisa. Está reteniendo a su propio hermano como prisionero virtual en este piso franco, y sí el
soplón
no era la amante de su hermano, lo pagará caro.

Así que, cuando Raúl recibe el mensaje de Rebollo (Caramba, lo siento), envía una frase de respuesta. Es sencilla: Hazlo mejor. Porque si no nos eres útil, no perderemos nada corriendo la voz de que estás en nuestra nómina. Entonces lo sentirás en la cárcel.

Rebollo recibe la frase.

Fabián Martínez hace piña con su abogado y va directo al grano.

Este sabe de procedimientos de actuación en redadas antidroga. El cártel envía a su representante legal y tú le das la información que tienes, si tienes alguna.

BOOK: El poder del perro
6.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hollow Mountain by Thomas Mogford
Regency Buck by Georgette Heyer
Not That Kind of Girl by Susan Donovan
Infoquake by David Louis Edelman
Believing by Wendy Corsi Staub