Read El policía que ríe Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Parpadeó y se interrumpió.
Kollberg se apresuró a concluir la conversación. Cuando el vigilante se llevó al parricida, entró en la sala un médico joven con bata blanca.
— Dígame, ¿qué impresión le ha producido Birgersson?
— Parecía agradable.
— Así es, respondió el médico. Está perfectamente. Lo único que le estaba haciendo falta era quitarse de encima a esa tarasca con la que se había casado.
Kollberg le dirigió una larga mirada, guardó sus papeles y desapareció.
Eran las once y media de la noche del sábado y Gunvald Larsson estaba helado de frío pese a llevar encima su abrigo más grueso, su gorra de piel imitación de oveja de Crimea y sus pantalones y botas de esquí. Se hallaba en el portal del inmueble situado en Tegnérgatan 53, tan parado como sólo puede estarlo un policía. Su presencia, que resultaba difícil de advertir debido a la oscuridad, no era desde luego fortuita. En realidad, llevaba allí desde hacía cuatro horas, y no era tampoco su primera noche, sino la décima o decimoprimera.
Estaba ya pensando en marcharse a casa cuando la luz se apagó en ciertas ventanas, que sometía a vigilancia. Por lo demás, no pensaba en nada. Pero un cuarto de hora antes de medianoche, un Mercedes gris con matrícula extranjera paró frente al portal del edificio al otro lado de la calle. Un hombre bajó del coche, abrió el maletero y sacó una maleta. Luego cruzó la acera, abrió la puerta con llave y entró. Dos minutos más tarde se encendió la luz tras las persianas echadas de dos ventanas de la planta baja.
Gunvald Larsson cruzó la calle a pasos largos y apresurados. Dos semanas antes se había hecho ya con una llave. Una vez dentro del edificio se quitó el abrigo, lo dobló cuidadosamente y lo dejó sobre el pasamanos de la escalera de mármol. Luego colocó encima la gorra de piel, se desabrochó la chaqueta y llevó su mano derecha a la pistola, que tenía prendida con un clip de la pretina del pantalón.
Desde mucho tiempo atrás, sabía que la puerta se abría hacia dentro. La contempló durante cinco segundos y pensó: «Si irrumpo en el apartamento sin motivo válido, se considerará falta de servicio, y seguramente seré suspendido de empleo y sueldo, tal vez incluso expulsado del cuerpo». Acto seguido, derribó la puerta de una patada.
Ture Assarsson y el hombre que había bajado del coche extranjero estaban de pie a ambos lados de una mesa. Si quisiéramos utilizar una expresión de gusto popular, podría decirse que se quedaron como si les hubiera caído un rayo. Acababan de abrir la maleta, que yacía entre ambos.
Gunvald Larsson los apuntaba con la pistola y, al tiempo, completaba la cadena de pensamientos que había iniciado fuera, en la escalera: «Bueno, no importa, siempre me puedo volver a la marina».
Gunvald Larsson cogió el teléfono y marcó el 90 000. Con la mano izquierda y sin bajar su arma reglamentaria. No dijo nada. Los otros dos tampoco. No había mucho que decir.
En la bolsa de viaje había doscientas cincuenta mil pastillas de la marca Ritalina. En el mercado negro de la droga podían llegar a valer, aproximadamente, un millón de coronas suecas.
Gunvald Larsson volvió a su casa de Bollmora a las tres de la madrugada del domingo. Estaba soltero y vivía solo. Como de costumbre, se tiró veinte minutos en el baño, antes de ponerse el pijama e irse a la cama. Abrió la novela de Övre Richter-Frich que por entonces estaba leyendo, pero apenas transcurridos unos minutos, volvió a dejarla y cogió el teléfono. El teléfono era un modelo kobra, blanco. Lo levantó y marcó el número de Martin Beck.
Gunvald Larsson era fiel a la máxima de no pensar nunca en el trabajo cuando estaba en casa, y no podía recordar ni una sola vez en que hubiese realizado una llamada profesional desde la cama.
Recibió respuesta ya desde la segunda señal.
— Hola. ¿Te has enterado de lo de Assarsson?
— Sí.
— Acabo de darme cuenta de una cosa.
— ¿De qué?
— De que nos podemos haber equivocado en un punto. A quien seguía Stenström, naturalmente, era a Gösta Assarsson. Y el autor de los disparos mató dos pájaros de un tiro. A Assarsson y al que lo seguía.
— Sí —dijo Martin Beck—. Puede haber algo de razón en lo que dices.
Gunvald Larsson estaba equivocado. Pero, en cualquier caso, acababa de poner la investigación en la dirección correcta.
Tres tardes consecutivas dedicó Nordin a patearse la ciudad con su sombrero de cazador y abrigo tirolés, intentando tomar contacto con el mundo del hampa de Estocolmo. Se recorrió todos los cafés, pastelerías, restaurantes y pistas de baile a los que la Rubia Malin se había referido como lugares frecuentados por Göransson.
En algunas ocasiones tomaba el coche. Y precisamente la tarde del viernes se hallaba sentado en él, mirando atentamente hacia la plaza Maria sin ver otra cosa de interés que a otros dos individuos, también sentados en su coche y mirando con atención. No los reconoció, pero supuso que eran policías de paisano adscritos al distrito, o miembros de la brigada de narcóticos.
El caso es que todas estas incursiones no le reportaron ni la más mínima información adicional sobre el difunto Nils Erik Göransson. Sin embargo, durante el día consiguió completar los datos aportados por la Rubia Malin, mediante una serie de visitas a la oficina de empadronamiento, los despachos parroquiales, oficinas de contratación de marineros y también a la antigua mujer del finado, que vivía en Borås y dijo que ya casi no se acordaba de su ex marido. Desde la última vez que lo vio habían pasado veinte años.
La mañana del sábado informó a Martin Beck de sus discretos resultados. Luego se sentó a escribir una larga carta, triste y melancólica, a su mujer en Sundsvall, y de vez en cuando miraba con mala conciencia a Rönn y Kollberg, muy atareados en sus respectivas máquinas de escribir.
Cuando Martin Beck entró en el despacho, todavía no había terminado la carta.
— ¿Quién fue el imbécil que te puso a patear la ciudad? —preguntó.
Nordin se apresuró a cubrir la carta con la fotocopia de un informe. Acababa de escribir: «Y cada día que pasa, Martin Beck está más raro y más cabreado».
Kollberg extrajo el papel de su máquina y contestó:
— Fuiste tú.
— ¿Cómo? ¿Yo?
— Exacto. El miércoles pasado, cuando estuvo aquí la Rubia Malin.
Martin Beck miró con escepticismo a Kollberg.
— Qué raro —dijo—. No logro recordarlo. En cualquier caso, no deja de ser una idiotez mandar una misión así a un tipo de Norrland que apenas sabe llegar a Stureplan.
Nordin parecía ofendido, pero en el fondo reconoció que Martin Beck tenía razón.
— Rönn —dijo Martin Beck—, procura enterarte de dónde se metía ese tal Göransson, con quiénes iba y qué se traía entre manos. Y procura encontrar al tal Björk, con el que había estado viviendo.
— Vale —respondió Rönn.
En esos momentos, Rönn se dedicaba a confeccionar una lista con las posibles lecturas de las últimas palabras de Schwerin, A la cabeza figuraba la frase:
De un rico, ¡ay!
Al final aparecía la última interpretación que se le había ocurrido:
Di, ¿no recordáis?
Aquí cada cual iba a lo suyo, y estaban todos más ocupados que nunca.
La mañana del lunes, Martin Beck se levantó a las seis y media, tras pasar casi toda la noche en blanco. Se sentía mal y el chocolate que se tomó en la cocina en compañía de su hija no vino a mejorar las cosas. Ni rastro de los demás miembros de la familia. Su mujer tenía un sueño matinal excelente, circunstancia que, al parecer, había heredado también el hijo, a quien siempre le había costado trabajo llegar puntual a la escuela. Ingrid, en cambio, se levantaba puntualmente a las seis y media y cerraba tras de sí la puerta de entrada a las ocho menos cuarto. Siempre. Inga solía decir que podían fiarse de ella para poner en hora el reloj.
Inga tenía una clara propensión hacia los lugares comunes. Se hubiera podido recopilar una antología de las frases hechas que utilizaba habitualmente, y luego venderla como compendio para periodistas novatos. Una especie de vademécum. «La obra, desde luego, debería titularse: Quien puede hablar, también puede escribir». Pensó Martin Beck.
— ¿En qué estás pensando, papá? —le preguntó Ingrid.
— En nada —respondió rutinariamente.
— Llevo sin verte reír desde la primavera.
Martin Beck alzó la mirada de los papanoeles que danzaban en el mantel de hule, contempló a su hija e intentó sonreír. Ingrid era una chica maja, pero esto en sí mismo tampoco tenía nada de gracioso. La chica se levantó y fue a buscar sus libros. Cuando Martin Beck se puso el sombrero, el abrigo y los chanclos de goma, su hija le esperaba ya con la mano en el picaporte. Cogió la cartera libanesa de cuero, vieja y desgastada, llena de pegatinas del FNL argelino.
También esto formaba parte de la rutina. Nueve años atrás, llevó la cartera de Ingrid en su primer día de clase. Y desde entonces seguía haciéndolo. Aquella vez, llevó a su hija de la mano. Una mano muy pequeña, caliente, que sudaba y temblaba de excitación ante lo que estaba a punto de suceder. ¿Cuándo había dejado de llevarla de la mano? Ya no lo recordaba.
— Bueno, ya te reirás en Nochebuena —dijo la chica.
— ¿Ah sí?
— Sí, cuando abras mi regalo de Navidad. Frunció las cejas y añadió:
— Garantizado.
— Bueno, ¿y tú qué vas a querer?
— Un caballo.
— ¿Y dónde piensas meterlo?
— Pues no sé. Pero eso es lo que quiero.
— ¿Sabes cuánto cuesta un caballo?
— Sí, por desgracia.
Se separaron.
En Kungholmsgatan le estaba esperando Gunvald Larsson y una investigación que ya ni siquiera merecía el nombre de «concurso de adivinanzas», como Hammar había tenido la gentileza de decirles el día anterior.
— ¿Qué pasa con la coartada de Ture Assarsson? —preguntó Gunvald Larsson.
— La coartada de Ture Assarsson es una de las más firmes que haya conocido la historia del crimen —respondió Martin Beck—. De entrada, resulta que en el momento del crimen estaba en una cena, pronunciando un discurso ante veinticinco personas. Y por si esto fuera poco, resulta que la cena tenía lugar en el Stadshotell de Södertälje.
— ¡Vaya! —dijo Gunvald Larsson apesadumbrado.
— Además, dicho sea con todo respeto, no parece muy lógico pensar que Gösta Assarsson no se diera cuenta de que su propio hermano subía al autobús con una metralleta debajo del abrigo.
— Sí, hablando del abrigo —dijo Gunvald Larsson—. Tiene que haber sido bastante amplio, para poder ocultar debajo una M 37. Si no la llevaba en una bolsa.
— En eso tienes razón —admitió Martin Beck.
— Efectivamente, a veces ocurre que tengo razón.
— Y es una suerte —replicó Martin Beck—. Porque si anteayer por la tarde te hubieras equivocado ahora las cosas no nos irían demasiado bien.
Le hizo al otro un gesto con el cigarrillo y añadió:
— Cualquier día de estos te van a enchironar, Gunvald.
— No creo.
Dicho esto, Gunvald Larsson salió del despacho con pasos estrepitosos. En la puerta se encontró con Kollberg, que se echó a un lado y luego, mirando de reojo sus enormes espaldas, dijo:
— ¿Qué le pasa al hombre-ariete? ¿Se ha cabreado?
Martin Beck asintió. Kollberg se acercó a la ventana y echó un vistazo.
— Hay que joderse —dijo.
— ¿Sigue todavía Åsa con vosotros?
— Sí. Y, por favor, no me preguntes si he montado un harén. Ya me lo ha preguntado el señor Larsson.
Martin Beck estornudó.
— Salud —dijo Kollberg—. A punto estuve de cogerlo y tirarlo por la ventana.
Desde luego, Kollberg debía de ser uno de los pocos capaces de llevar a cabo semejante tarea, pensó Martin Beck.
— Gracias —dijo.
— ¿Por qué me das las gracias?
— Por haberme deseado salud.
— De nada. Dar las gracias es algo que muchos no saben hacer. Una vez me tocó ocuparme del caso de un fotógrafo de prensa que dio a su mujer una tremenda paliza y luego la tiró desnuda a la nieve por no darle las gracias cuando le dijo «¡salud!». En Nochevieja. Ni que decir tiene que estaba borracho.
Se quedó callado un momento, luego dijo vacilante:
— No hay forma de sacarle nada más. A Åsa, quiero decir.
— Bueno, ahora ya sabemos de qué se ocupaba Stenström —replicó Martin Beck.
Kollberg lo miró asombrado.
— ¿Ah, sí? ¿Lo sabemos?
— Desde luego. Del caso Teresa. Claro como el agua.
— ¿Del caso Teresa?
— Sí. ¿No me digas que no has caído en ello?
— Pues no —repuso Kollberg—. No he caído. Y eso que he repasado mentalmente todo lo sucedido en los últimos diez años. ¿Por qué no me dijiste nada?
Martin Beck lo miró y mordió pensativo su bolígrafo. Ambos tenían el mismo pensamiento, y fue Kollberg quien lo puso en palabras:
— No conviene comunicarse exclusivamente por vía telepática.
— La verdad es que no —dijo Martin Beck—. Además, el caso Teresa es de hace dieciséis años. Y tú no tuviste nada que ver en la investigación. Fue la policía de Estocolmo la que se ocupo de él, de principio a fin. Ek debe de ser el único que sigue aquí desde entonces.
— Entonces, ¿ya has revisado la documentación?
— Qué va. Sólo la he hojeado un poco. La investigación tiene miles de páginas. Los papeles están en Västberga. ¿Quieres que vayamos a ver?
— Sí. Creo que necesito refrescar la memoria.
Ya en el coche, Martin Beck dijo:
— Quizá lo que recuerdes sea suficiente para comprender por qué Stenström decidió ocuparse de Teresa…
Kollberg asintió.
— Sí, porque es el caso más difícil que pudo encontrar.
— Exacto. Un asunto imposible. Quería mostrar de una vez por todas de lo que era capaz.
— Y salió con los pies por delante… —dijo Kollberg—. ¡Hay que ser idiota, joder! ¿Pero cuál sería la relación?
Martin Beck no respondió. Ya no volvieron a decir nada hasta que, después de diversas vicisitudes, consiguieron llegar a Västberga y aparcar en plena nevada junto a la jefatura sur de policía. Entonces, Kollberg dijo:
— ¿El caso Teresa puede resolverse? ¿Ahora?
— Ni hablar —respondió Martin Beck.
Kollberg suspiró tristemente, mientras hojeaba con desgana y sin orden los montones de informes encuadernados.