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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (30 page)

BOOK: El policía que ríe
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— Y Fredriksson seguramente estará tomándose una cerveza en el Kafé Tian. O por lo menos tiene la costumbre de dejarse caer por allí a esta hora.

— Voy contigo —dijo Martin Beck de manera un tanto inesperada—.

Cogemos el coche de Månsson. A cambio, le he dado uno de los nuestros.

Bengt Fredriksson, artista y alborotador profesional, estaba efectivamente sentado en la mencionada cervecería de Gamlastan. Era muy gordo, lucía tupida barba, roja y descuidada, y cabello hirsuto y gris. Además, estaba ya borracho.

El encargado de producción les condujo a través de largos y tortuosos corredores, hasta un rincón de los grandes estudios cinematográficos de Solna.

— Frostensson tiene que rodar una escena dentro de cinco minutos. Es su única intervención en toda la película.

Aunque se encontraban a considerable distancia, bajo la luz afilada y corrosiva de los focos podían ver claramente el escenario, situado detrás de un amasijo de cables y decorados echados a un lado. La escena parecía representar el interior de una tienda.

— ¡Atención! —gritó el director—. ¡Silencio! ¡Toma! ¡Cámara! ¡Alto!

Un individuo ataviado con gorra de charcutero y chaqueta blanca penetró en el círculo de luz y dijo.

— Bueno. ¿Y qué va a querer usted?

Frostensson tuvo que repetir esta única escena cinco veces. Era un hombrecillo delgado y calvo, que tartamudeaba y fruncía nerviosamente la boca y los ojos.

Media hora más tarde, Gunvald Larsson frenaba a veinticinco metros de la puerta enrejada del chalé de Björn Forsberg en Stocksund. Martin Beck y Rönn se apretaban en el asiento de atrás. A través de las puertas abiertas del garaje se podía ver un Mercedes negro del modelo más grande.

— Debe de estar a punto de salir —dijo Gunvald Larsson—. Si no quiere llegar tarde a su almuerzo.

Tuvieron que esperar quince minutos hasta que se abrió la puerta del chalé y un individuo comenzó a descender por la escalera, seguido por una mujer rubia, un perro y una niña de unos siete años. Besó a la mujer en la mejilla y luego tomó en volandas a la niña, abrazándola. Finalmente se dirigió hacia el garaje, a pasos largos y apresurados, entró en el coche y arrancó. La niña le mandó un beso, se echó a reír y gritó algo.

Björn Forsberg era alto y delgado. Tenía una cara sumamente agraciada, como sacada de una ilustración de fotonovela, con rasgos pronunciados y mirada franca. Lucía bronceado y tenía una actitud desenvuelta y deportiva. Iba sin sombrero y enfundado en un abrigo gris, amplio. Tenía el cabello ondulado y peinado hacia atrás. No aparentaba los cuarenta y ocho años que tenía.

— Como Olsson —constató Rönn—. En especial la constitución física y la ropa. Quiero decir, el abrigo.

— Más o menos —dijo Gunvald Larsson—. Con la diferencia de que Olsson se compró su abrigo en las rebajas por trescientos pavos, hace tres años. Mientras que este tipo debe de haber soltado unos cinco mil por el suyo. Pero claro, un tipo como Schwerin no nota la diferencia.

— Ni yo, a decir verdad —repuso Rönn.

— Pues yo sí —dijo Gunvald Larsson—. Por suerte, hay gente que tiene sentido de la calidad. Si no fuera así, se construirían burdeles en Saville Row.

— ¿Dónde? —preguntó Rönn estupefacto.

El horario previsto por Kollberg se fue completamente al garete. En parte, porque se quedó dormido hasta más tarde de lo previsto; en parte, porque el tiempo era horrible. A la una y media, sólo se hallaba a la altura de un hotel situado un poco más al norte de Linköping, donde bebió un café, se tomó un pastel mazarin e hizo una llamada a Estocolmo.

— ¿Entonces qué?

— Sólo nueve tenían coche en el verano del cincuenta y uno —dijo Melander—. Ingvar Bengtsson tenía un Volkswagen nuevo; Rune Bengtsson un Packard 49; Kent Carlsson un DKW 38; Ove Eriksson un viejo Opel Kapitán, de un modelo anterior a la guerra; Björn Forsberg un Ford Vedette 49 y…

— ¡Para! ¿Hay alguno más con el mismo modelo?

— ¿Un Vedette? No.

— Pues ya está.

— El color original del Morris de Göransson era verde claro. Pero, naturalmente, pudo volver a pintar el coche durante el tiempo en que fue su propietario.

— Bien. ¿Puedes ponerme con Martin?

— Espera, una cosa más. Göransson mandó al desguace su coche ese mismo verano del año cincuenta y uno. Fue dado de baja en el registro de automóviles el quince de agosto, sólo una semana después del interrogatorio policial al que fue sometido.

Kollberg echó otra moneda de una corona, y mientras se establecía la conexión pensó con impaciencia en los doscientos cuatro kilómetros de carretera que todavía tenía por delante. Con este tiempo, el viaje le llevaría varias horas. Se arrepentía de no haber enviado por tren, la tarde anterior, el libro de cuentas del taller.

— Sí, aquí el comisario Beck.

— Hola. ¿De qué se ocupaba esa empresa?

— Me da la impresión de que vendía bienes robados. Pero nunca pudo probarse. Tenía un par de comerciales que recorrían ciudades de provincia, vendiendo ropa y demás.

— ¿Y quién era el propietario?

— Björn Forsberg.

Kollberg reflexionó un momento. Luego dijo:

— Dile a Melander que se dedique a Forsberg. Y pídele a Hjelm que él, u otro técnico, permanezca en el laboratorio forense hasta que yo llegue. Tengo una cosa para analizar.

Hacia las cinco, Kollberg aún no había regresado. Melander llamó con los nudillos a la puerta del despacho de Martin Beck y entró con la pipa en una mano y un par de papeles en la otra. Comenzó a hablar inmediatamente:

— Björn Forsberg se casó el 17 de junio de 1951 con una dama llamada Elsa Beatrice Håkansson, hija única de un tal Magnus Håkansson, director de una empresa de materiales de construcción y prácticamente propietario único del negocio. Se le atribuía una gran fortuna. Desde ese momento, Forsberg se retiró de todos sus negocios previos, que eran del tipo de la empresa de Holländaregatan. Se puso a trabajar duro, estudió empresariales y economía y se convirtió en un hábil hombre de negocios. Cuando Håkansson murió, hace nueve años, su hija heredó simultáneamente su fortuna y su empresa, en la que Forsberg llevaba ya desde mediados de los cincuenta trabajando como director gerente. Compró el chalé de Stocksund en el cincuenta y nueve. Ya entonces debió de costarle medio millón.

Martin Beck se sonó.

— ¿Y cuánto tiempo llevaba tratando a la chica, antes de casarse?

— Por lo visto se conocieron en Åre, en marzo del cincuenta y uno —dijo Melander—. Forsberg era un gran aficionado a los deportes de invierno. Y lo sigue siendo. Su mujer, también. Debió de ser un flechazo, que se dice. Luego siguieron viéndose continuamente hasta la boda, y él acudía frecuentemente a la casa de los padres de ella. Por entonces, él tenía treinta y dos años y ella veinticinco.

Melander cambió de papel:

— El matrimonio, por lo visto, ha sido feliz. Tienen tres hijos: dos chicos de trece y doce años y una niña de siete. Vendió su Ford Vedette inmediatamente después de casarse, y se compró un Lincoln. Desde entonces, ha tenido un montón de coches distintos.

Melander guardó silencio y encendió su pipa.

— ¿Eso es todo? —preguntó Martin Beck.

— Hay una cosa más. Y creo que importante. Björn Forsberg luchó como voluntario en el frente de Finlandia en el invierno de 1940. Tenía entonces veintiún años y se fue al frente inmediatamente después de cumplir su servicio militar, aquí en Suecia. Su padre era sargento primero en el Regimiento de Artillería de Wende, con sede en Kristianstad. Es de buena familia y parecía un joven prometedor hasta que las cosas comenzaron a torcerse justo después de la guerra.

— Bueno, pues parece que es él.

— Eso parece —respondió Melander.

— ¿Quién queda por aquí todavía?

— Gunvald, Rönn, Nordin y Ek. ¿Quieres que comprobemos su coartada?

— Sí —dijo Martin Beck.

Kollberg no consiguió llegar a Estocolmo antes de las siete. Se dirigió en primer lugar al laboratorio, donde dejó el libro del taller.

— Nuestro horario laboral está regulado —dijo Hjelm con acritud—. Terminamos a las cinco.

— En tal caso, sería extraordinariamente amable por tu parte…

— Sí, sí. Llamaré dentro de un rato. ¿Entonces, lo único que quieres es averiguar el número de matrícula?

— Sí. Estaré en Kungholmsgatan.

Kollberg y Martin Beck no habían tenido apenas tiempo de intercambiar impresiones cuando llegó la llamada.

— A seis siete cero ocho —dijo Hjelm lacónicamente.

— ¡Excelente!

— Poca cosa. Casi deberías haberlo podido ver tú mismo.

Kollberg colgó. Martin Beck lo miró inquisitivamente.

— Sí. El coche empleado por Göransson en Eksjö fue el de Forsberg.

La cosa está clara. ¿Qué hay de la coartada de Forsberg?

— Es floja. En junio del cincuenta y uno poseía un apartamento de soltero en Holändaregatan, en el mismo inmueble en que tenía sede aquella empresa suya. En el interrogatorio policial, declaró que en la tarde—noche del día diez había estado en Norrtälje. Al parecer fue así, pues se entrevistó allí con alguien a eso de las siete. Luego, según su propia declaración, regresó en el último tren y llegó a Estocolmo a las once y media de la noche. Dijo también que había prestado su coche a uno de sus vendedores, punto confirmado también por éste.

— Pero tuvo mucho cuidado en no decir que había cambiado su coche con Göransson.

— Sí —dijo Martin Beck—. El Morris de Göransson lo tenía él. Con esto, el asunto toma un cariz completamente distinto. Con el coche pudo volver a Estocolmo en hora y media. Los coches solían estar aparcados en el patio de la casa de Holländaregatan, que no se podía observar desde fuera. Allí había también una cámara frigorífica. Se utilizaba para almacenar pieles, que según la versión oficial permanecían allí en verano, en depósito, pero que, con toda probabilidad, eran robadas. ¿Por qué piensas que cambiaron sus coches?

— La explicación es, probablemente, muy sencilla —dijo Kollberg—. Göransson era vendedor y llevaba consigo un montón de ropa y trastos. En el Ford Vedette podía meter tres veces más cosas que en su Morris.

Permaneció en silencio durante un momento. Luego añadió:

— Göransson no debió de saber nada hasta después. Cuando regresó se dio cuenta de lo que había sucedido y comprendió que el coche podría resultar peligroso. Por eso lo mandó al desguace inmediatamente después del interrogatorio policial.

— ¿Qué dijo Forsberg sobre sus relaciones con Teresa? —preguntó Martin Beck.

— Que la había conocido en un local de baile en otoño de 1950 y que se había acostado con ella algunas veces, no recordaba exactamente cuántas. Luego, en invierno, conoció a su futura mujer y perdió interés en las ninfómanas.

— ¿Eso dijo?

— Sí, casi con esas mismas palabras. ¿Por qué crees que la mató? ¿Para quitársela de en medio, como apuntó Stenström en el margen del libro de Wendel?

— Posiblemente. Todos coinciden en decir que esa mujer era un lastre. Lo que está claro es que no fue un asesinato sádico.

— No, pero pretendió hacerlo pasar por tal. Luego tuvo la enorme suerte de que los testigos confundieran los coches. Qué bien debió de sentirse entonces. Con eso ya pudo estar prácticamente seguro. El único problema era Göransson.

— Pero Göransson y Forsberg eran amigos —dijo Martin Beck.

— Luego, ya no sucedió nada hasta que Stenström comenzó a remover el caso Teresa y Birgersson le dio esa pista desconcertante. Descubrió que, de entre todas las personas involucradas, Göransson era el único que había poseído un Morris Minor. Y del color adecuado, encima. Comenzó a interrogar por su propia cuenta a un montón de gente y se puso a seguir a Göransson. Obviamente, tardó poco en descubrir que Göransson recibía dinero de alguien y supuso que tal dinero procedía del asesino de Teresa Camarão. Göransson fue poniéndose más y más nervioso… Por cierto, ¿se sabe ya dónde estuvo metido entre el 8 de octubre y el 13 de noviembre?

— Sí, en un barco en Klara Sjö. Nordin dio ayer con el lugar.

Kollberg asintió.

— Stenström contaba con que Göransson, antes o después, le conduciría hasta el asesino. Así que estuvo siguiéndole día tras día, sin duda de forma completamente abierta. Al final resultó que estaba en lo cierto. Pero con fatales consecuencias para su propia persona. ¡Si en vez de ello se hubiera preocupado de aclarar el viaje a Småland!

Kollberg guardó silencio. Martin Beck se frotó reflexivamente el puente de la nariz con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.

— Sí, parece que todo concuerda —constató—. Incluso en términos psicológicos. ¡Nueve años más y el caso Teresa hubiera prescrito! Además, un asesinato es el único tipo de delito lo suficientemente grave como para que una persona, digamos, normal, llegue a hacer una cosa tan extrema para evitar ser descubierto. Encima, Forsberg tiene mucho que perder…

— ¿Alguien sabe qué hizo la tarde del 13 de noviembre?

— Sí, masacró a todos los que viajaban en el autobús, Stenström incluido. También a Göransson, que en una situación semejante suponía para él un peligro mortal. En cualquier caso, lo único de lo que por ahora tenemos constancia es que pudo cometer el crimen.

— ¿Y eso cómo se ha podido saber?

— Gunvald se las arregló para secuestrar a la asistenta alemana de los Forsberg. Libra todos los lunes por la tarde. Y, según una agenda de bolsillo que llevaba en el bolso, la noche del trece al catorce estuvo en casa de lo que ella denomina «su novio». Sabemos también, gracias a la misma fuente, que la señora Forsberg también pasó fuera toda la tarde, cenando con amigas. Por consiguiente, debemos suponer que Forsberg estaba en casa. Tienen por principio no dejar nunca a los niños solos.

— ¿Y dónde está ahora? La asistenta, quiero decir…

— Aquí. Y se quedará con nosotros toda la noche.

— ¿Cuál crees que debe de ser el estado mental de Forsberg? —preguntó Kollberg.

— Supongo que bastante malo. Al borde mismo del colapso.

— La cuestión es si tenemos pruebas suficientes para detenerlo —apuntó Kollberg.

— Para lo del autobús, no. Sería un error. Pero podemos detenerlo como sospechoso del asesinato de Teresa Camarão. Un testigo clave ha modificado su declaración. Y hay además toda una serie de hechos nuevos.

— ¿Cuándo, entonces?

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