El político y el científico (13 page)

BOOK: El político y el científico
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Tras la aniquiladora crítica de Nietzsche contra los «hombres postreros» que habían encontrado la felicidad, puedo permitirme dejar de lado ese ingenuo optimismo que veía en la ciencia, o sea, en la técnica científicamente fundamentada, el camino real hacia la felicidad. ¿Quién cree en estos tiempos en ello, exceptuando algunos niños grandes de los que ocupan las cátedras o las redacciones de los periódicos?

Recapitulando. Dados estos supuestos y tomando nota de cuanto acabamos de decir, vemos cómo han zozobrado todas las ilusiones que veían en la ciencia el camino hacia el «verdadero ser», «hacia el arte verdadero», «hacia el verdadero Dios», «hacia la felicidad verdadera». ¿Cuál es el sentido actual de la ciencia como vocación? La respuesta más acertada es la de Tolstoi, contenida en las siguientes palabras: «La ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir». Sería vano discutir el hecho de que, en realidad, la ciencia no responde a tales cuestiones. El meollo del problema está, sin embargo, en que no ofrece ninguna respuesta y en que no contribuye, en definitiva, a plantear adecuadamente tales cuestiones.

Actualmente suele hablarse con asiduidad de una ciencia «sin supuestos previos». ¿Puede existir como tal? Todo depende, claro está, del sentido que se imprima a esta expresión. No hay trabajo científico que no tenga siempre como presupuesto la validez de la lógica y de la metodología, que son las disciplinas fundamentales, en lo general, de nuestra orientación en el mundo.

Tales supuestos no suscitan, al menos en lo que toca a las cuestiones que nos ocupan, grandes problemas. Todo trabajo, sin embargo, tiene otro supuesto necesario en el orden de lo científico: el del resultado que con él se pretende obtener, en el sentido de lo que es digno de saberse. Naturalmente, con este supuesto se nos plantean de nuevo todos nuestros problemas, ya que a su vez no llega a ser demostrable científicamente. Lo único que podemos hacer es interpretarlo conforme a su sentido último, aceptándolo o rechazándolo, según sea la postura de cada uno frente a la existencia.

La relación entre la labor científica y estos supuestos previos difiere, además, de acuerdo con la estructura de las distintas ciencias. Las ciencias naturales, tales como la física, la química o la astronomía, presuponen, como algo de suyo evidente, que las leyes logradas por dichas ciencias acerca de los fenómenos cósmicos merecen ser conocidas, no ya sólo porque estos conocimientos conduzcan a resultados técnicos, sino hacia la satisfacción de quien las cultiva, «por el conocimiento mismo» llevado de su «vocación». Este supuesto no es demostrable, como tampoco lo es el que este mundo trazado por tales leyes merezca existir, que tenga un sentido y que vivir en él lo tenga a su vez. De ahí que las ciencias de la naturaleza no se planteen tales cuestiones.

Consideremos ahora, por ejemplo, dentro de la ciencia altamente desarrollada, a la medicina moderna. La preceptiva general médica es, simplemente, la de preservar la vida y la de disminuir, hasta donde sea posible, el sufrimiento humano, tareas frente a las cuales tal preceptiva se torna problemática. El médico, gracias a sus conocimientos, puede mantener con vida al enfermo incurable, aunque éste le implore que lo libere de su existencia y a pesar de los parientes, para los cuales esa vida ya no tiene ningún valor y preferirían verla liberada del sufrimiento, o para quienes resulta, quizá, imposible sostener los gastos que implica prolongarla (podría tratarse acaso de un loco desamparado) y estarían deseando, y no sin razón, consciente o inconscientemente, que el enfermo muera. Pero nada, salvo el Código Penal y los supuestos sobre los cuales se ejerce la Medicina, prohíben que el médico se desvíe de su línea de conducta. La ciencia médica no se pregunta si la vida es digna de ser vivida o en qué momento deja de serlo. Sin embargo, todas las ciencias de la naturaleza tienen la respuesta para el interrogante de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida. Todo cuanto se relaciona, a si debemos o queremos en nuestro interior ese dominio y si éste tiene en verdad sentido, es pasado por alto, o bien se da por supuesto previamente.

Ahora bien, fijemos nuestra atención en una disciplina diferente, la ciencia del arte. La estética se basa en que la existencia de obras de arte es un hecho y se afana por hallar las condiciones en que tal hecho se produce. A pesar de esto, no se plantea el embarazoso problema de si el dominio del arte sea o no el de un reino de magnificencia diabólica, un reino terrenal que, por lo mismo, en el más entrañable de sus sentidos, es un reino enemigo de Dios y no sólo eso, sino también un adversario de la fraternidad entre los hombres, dado su espíritu elevado y profundamente aristocrático, con lo cual la estética no está en actitud de preguntarse si deben o no existir obras de arte. Pasando a otro campo, lo mismo ocurre con la jurisprudencia, encargada de definir lo que es válido de acuerdo con las reglas del pensamiento jurídico, en parte por razones estrictamente lógicas cuando no por sus vinculaciones con determinados esquemas convencionales. Aquí su función estriba en determinar cuándo son obligatorias determinadas normas jurídicas y sus correspondientes métodos de interpretación. No responde, en cambio, a la pregunta de si debe existir el derecho o de si deben quedar establecidas precisamente estas normas y no otras; debido a que su función es la de apelar al medio apropiado para alcanzarlas sujetándose a las reglas de nuestras concepciones jurídicas, que señalan tal o cual norma. Por otra parte, habría de pensarse, finalmente, en las ciencias históricas, que nos enseñan a evaluar los acontecimientos políticos, artísticos, literarios y sociales, habida cuenta de las circunstancias de sus respectivas apariciones, para las cuales no existen respuestas acerca de si tales fenómenos debieron o deben existir o si vale o no la pena el conocerlos, en el supuesto de que hay un interés en participar, por medio de este conocimiento, en la comunidad de los «hombres cultos», aunque se muestre uno incapaz de probarlo «científicamente» ante quien sea. El hecho de tomar como supuesto la existencia de dicho interés no es suficiente para validar su evidencia por si mismo, algo que no lo es en modo alguno.

Examinemos ahora las disciplinas que yo tengo más próximas, es decir, la sociología, la historia, la economía, la teoría del estado y ese género de la filosofía de la cultura que se propone la interpretación de todos los fenómenos de esta naturaleza. Se afirma, y comparto esa opinión, que la política debe quedar fuera de las aulas. En primer lugar los estudiantes no deben hacer política; yo deploraría el hecho de que el estudiantado pacifista de Berlín armara escándalo en el aula de mi antiguo colega Dietrich Schäfer con el mismo vigor con que lamento el escándalo que, según parece, le han armado los estudiantes antipacifistas al profesor Foerster, pese a la total diferencia de opiniones que me separan de dicho catedrático. Pero tampoco, en mi opinión, los profesores deben hacer política en las aulas y menos que nunca al ocuparse de la política desde el punto de vista científico. La filiación política y el análisis científico de los fenómenos y de los partidos políticos son cosas muy distintas. Si en una asamblea popular se habla de democracia no es para guardar en secreto la propia opinión, ya que es obligatorio y moral, en ese caso especifico, el tomar partido. Los enunciados que en ese caso se utilizan no son proposiciones derivadas o sujetas al análisis científico, sino de propaganda política frente al auditorio. No son herramientas para labrar el terreno del pensamiento contemplativo, sino armas usadas como medios de lucha para derrotar al enemigo. Usar la palabra con este objeto en las aulas o en conferencias académicas constituiría, por el contrario, una herejía.

En esos casos, cuando haya que referirse a la «democracia», será menester presentarla en sus distintas formas, analizar su funcionamiento, acotar las consecuencias que cada una de ellas tiene para la vida; contraponerlas a las normas antidemocráticas de ordenamiento político y tratar de que, en la medida de lo posible, el auditorio se encuentre en situación de discernir sobre su toma de posición a partir de sus propios ideales básicos. No obstante, el verdadero maestro habrá de cuidarse mucho de inducir hacia una posición determinada a sus alumnos aprovechando de su autoridad como catedrático; no deberá hacerlo ni directamente ni por medio de sugerencias, pues aquello de «dejar que los hechos hablen por sí,’ implica la forma más desleal de ejercer presión sobre los circunstantes.

¿Por qué razón no debemos incurrir en esa falta? Tengo por sabido que algunos de mis muy estimados colegas entienden que es imposible practicar esta autolimitación y que, aunque así no lo fuera, ella redundaría en un puro capricho. A buen seguro no es posible que a nadie se le indique, científicamente y de antemano, sus deberes como maestro, y lo único que se le puede exigir es la probidad intelectual necesaria para concebir que existen dos tipos de problemas cabalmente heterogéneos. De un lado, la comprobación de los hechos, la determinación de contenidos lógicos o matemáticos o de la estructura interna de los fenómenos culturales; del otro, la respuesta a la pregunta con respuesta a la cultura y sus contenidos concretos y, en esencia, la orientación en cuanto al comportamiento del hombre dentro de la comunidad cultural y de las asociaciones políticas. De no faltar quien pregunte la razón por la cual no deban tratarse en las aulas los problemas inherentes al segundo tema, habré de responderle que ello es debido a la simple razón de que las aulas no son tribunas de profetas o demagogos. Unos y otros ya recibieron este consejo: «Vayan por calles y plazas y hablen públicamente», es decir, habla por dondequiera se te pueda criticar. En el aula, el catedrático se halla en el uso de la palabra ante el silencio de sus alumnos; para cursar su carrera, es obligación de los estudiantes asistir a las clases impartidas por el maestro, sin que les esté permitido expresar puntos de vista opuestos. Es de mi parecer que entraña una absoluta falta de responsabilidad el que un profesor tome ventaja de sus prerrogativas para influir en los estudiantes, transmitiéndoles sus propias opiniones políticas, en vez de limitarse a cumplir con su misión específica: la de suministrarles sus conocimientos y su experiencia científica. Claro está que siempre es posible que tal o cual profesor llegue a prescindir sólo a medias de sus simpatías políticas; y menos mal, porque de no hacerlo quedará expuesto a las más agudas críticas de su propia conciencia. En definitiva, este hecho no prueba nada. La obligación de buscar la verdad conlleva también posibles errores puramente objetivos que, naturalmente, no suponen un argumento en contra de su consecución. Es el interés científico, además, el que me mueve a condenar semejante actitud. Teniendo en cuenta la obra de nuestros historiadores, me comprometo a ofrecer la prueba de que dondequiera que un hombre de ciencia permite la introducción de sus propios juicios de valor, renuncia a tener una comprensión plena del tema que trata. Esta cuestión, por lo demás, rebasa de sobra el tema que estoy tratando y merecería de por sí un tratamiento más prolongado.

Limitándome a considerar la posibilidad de imponer un criterio homogéneo de evaluación a un católico y a un masón, asistentes a un curso sobre formas de gobierno, las distintas iglesias o la historia de las religiones, encontraré que no existe tal posibilidad; pero a pesar de ello, mi deseo como profesor deberá circunscribirse al intento de ser tan útil al católico como al masón, por medio de mis conocimientos y métodos. Aunque bien podrían ustedes objetarme, y con razón, que un católico convencido no aceptará jamás los hechos expuestos por su profesor en lo que atañe a las circunstancias que dieron origen al cristianismo, debido a que aquel no comparte sus puntos de vista dogmáticos. Siendo esto del todo cierto, la diferencia subsiste y se ciñe a lo siguiente: la ciencia sin «supuestos previos» rechaza toda implicación religiosa y no acepta, como tal, ni el «milagro» ni la «revelación». De aceptarlos traicionaría sus propios presupuestos», mientras que el religioso cree tanto en el uno como en la otra. La ciencia sin supuestos previos» no exige nada menos, pero tampoco nada más, que el acatamiento de que si debe explicarse a través de ella el origen del cristianismo sin tener en cuenta tales factores, que para una explicación empírica no tienen valor casual, debe explicarse, precisamente, en la forma que corresponda, de manera que quien lo acepte no tenga que faltar a su fe.

Pero, entonces, ¿llegará a tener sentido la aportación de la ciencia para aquellos a quienes los hechos les son indiferentes y para aquellos que sólo consideran la toma de posición en la práctica? Quizá sí. Por lo pronto, nos encontramos con que lo primero que el profesor debe proponerse es enseñar a sus discípulos a que acepten los hechos incómodos, es decir, aquellos hechos que a ellos les resultan incómodos para la corriente de opinión que comparten, y, en general, existen hechos de esta índole en todas las corrientes de opinión, sin exceptuar la mía propia. Cuando un profesor se impone ante su auditorio, obligándolo a ello, creo que le está procurando algo más que una simple aportación intelectual, ya que si dijera «aportación ética» sería, incluso, caer en la inmodestia, pese a que pueda parecer un patetismo exagerado para calificar algo evidentemente tan pueril.

Hasta aquí sólo he expuesto ciertas razones prácticas dirigidas al maestro, en calidad de consejo a fin de que se abstenga de imponer sus propias posturas a sus discípulos. Sin embargo, no sólo hay que tener en cuenta estas razones. Lo que impide sostener una defensa «científica» con respecto a las posturas prácticas (salvo en los casos en que se trate de especificar los medios más convincentes para lograr la finalidad antes indicada) estriba en causas mucho más profundas. Es una defensa que resulta absurda, en principio, debido a que los diferentes valores existentes se encuentran ya librando entre sí un combate sin solución posible.

El viejo Mill, aun cuando no es mi intención elogiar su filosofía, expresó cierta vez, y en eso le doy la razón, que cuando uno se sale de lo puramente empírico cae en el politeísmo. Se diría que tal afirmación peca de superficial y paradójica; sin embargo, contiene una gran verdad. Si algo hay que hoy en día sepamos bien es la antigua verdad aprendida una y otra vez, de que existe algo que puede ser sagrado, sin que sea menester precisamente que sea bello, incluso porque no lo es y en la medida en que no lo es. Ustedes pueden hallar referencias acerca de eso en el capitulo LIII del libro de Isaías, así como en el Salmo XXI. Asimismo, sabemos que no sólo algo puede ser bello aunque no sea bueno, sino precisamente por aquello por lo cual no lo es. Esto lo hemos sabido de nuevo con Nietzsche; además, lo encontramos hecho realidad en los poemas de Baudelaire, en el libro que denominó Las flores del mal. En suma, la verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno, forma parte de la sabiduría de todos los días. Sin embargo, estos casos no son sino los más elementales de esa batalla sostenida entre los dioses de los diferentes sistemas y valores.

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