Read El político y el científico Online
Authors: Max Weber
Es necesario ver todo con claridad. No puede decirse que la suerte de las plazas académicas, azarosa en grado sumo, se deba sólo a la deficiencia de la selección realizada por una voluntad de conjunto. Todo joven que sienta en sí el llamado del ejercicio de la profesión académica debe estar del todo consciente de que la tarea que le espera tiene dos vertientes por donde correr. No debe bastarle haber sido calificado como sabio, sino que, es necesario que le vean atribuidas cualidades como profesor, y entre lo uno y lo otro no hay, ni siquiera remotamente, implicación alguna. Se da el caso de ser alguien un sabio excepcional y al mismo tiempo un catastrófico profesor. En el ejercicio docente recuerdo a hombres como Helmholtz o Ranke, que no constituyen, claro está, los únicos ejemplos. El modo como funcionan nuestras universidades, en especial las de menor tamaño, es una lucha obstinada por reunir el mayor número de estudiantes en una competencia que raya en lo irrisorio. Hay quienes explotan el alquiler de habitaciones en las ciudades universitarias y cuando a un estudiante le corresponde ser el número mil lo festejan con gran alborozo, y si llega a completar el cupo de dos mil, se le honra con un desfile de antorchas. Del ingreso proveniente de las matrículas depende, hay que decirlo con toda franqueza, el hecho de que las cátedras más próximas estén ocupadas de manera «atractiva», sin embargo, si dejamos esto de lado, es incuestionable que la cantidad de matrículas significa una señal de triunfo de acuerdo con la suma de varias cantidades, mientras que la calidad científica no es tomada en cuenta y que, con frecuencia y naturalmente, les es negada a los intrépidos innovadores. Todo gira en torno a esta obsesión de la benevolencia infinita y del valor que representa la considerable concurrencia de alumnos. El hecho de expresar que tal o cual individuo es un mal profesor significa en la mayoría de los casos sentenciarlo a la muerte académica, así sea el sabio más grande del mundo. Para colmo, la certeza o la duda de sí un profesor puede ser considerado como bueno o malo en su ejercicio, está en función de la asiduidad con que él es honrado por los señores estudiantes, y es notorio que la afluencia de éstos a una cátedra determinada depende, aunque parezca increíble, de meras circunstancias externas, como por ejemplo, del temperamento del profesor o del timbre de su voz. Me ha bastado una sola experiencia, seguida de una reflexión tranquila, para aprender a desconfiar de los cursos masivos, por muy inevitables que resulten. La democracia es efectiva dentro de su propio ámbito; en cambio la educación científica, tradicionalmente requerida en nuestras universidades, es una cuestión de aristocracia espiritual, y en esto no debemos engañarnos. Es asimismo cierto y absolutamente necesario que la exposición de las cuestiones científicas sea hecha de modo comprensible para las mentes no adiestradas en ellas, pero con capacidad suficiente. Lograrlo es una de las tareas pedagógicas más difíciles, sobre todo si esas mentes llegan a concebir ideas propias acerca de tales cuestiones, lo cual es lo único decisivo para nosotros. Sin embargo, la cantidad de asistentes no es lo que ha de decidir el triunfo o el fracaso en esta tarea tan obstinada.
Volviendo al punto de partida, el arte de enseñar es, como quiera que sea, un don personal del todo independiente de la calidad científica de un sabio. Entre nosotros no contamos, sin embargo, como en Francia, con una entidad de «inmortales» científicos, de suerte que, conforme a lo tradicional, es de rigor en nuestras universidades el doble ejercicio de la investigación y de la enseñanza. El hecho de que las aptitudes para estas dos funciones distintas entre sí se den en un mismo individuo, nunca deja de ser pura casualidad.
Así pues, en la vida académica predomina el azar. No es nada fácil, diría que es casi imposible, hacerse uno responsable de aconsejar al joven que solicita ser orientado acerca de su posible habilitación. Si este joven es judío habrá que responderle, claro está: «lasciate ogni speranza». Y tanto si loes como si no, a todos ellos se les debe preguntar, a conciencia: «¿Se siente usted capaz de soportar, sin amargura y sin dejarse corromper, el hecho de que durante años sucesivos vea desfilar ante usted una mediocridad tras otra?» La respuesta es siempre la misma: «Naturalmente; yo vivo sólo para mi vocación». No obstante, puedo asegurar que son muy pocos los individuos que he conocido capaces de soportarlo sin menoscabo para su vida interior. Esto es lo que juzgaba necesario decir, precisamente, en cuanto a las condiciones externas de la vida académica se refiere.
Ahora bien, sin duda, lo que ustedes esperaban de mí era algo distinto. Seguramente estaban en la creencia de que había de hablarles acerca de la vocación íntima del hombre de ciencia. Hoy en día, el estado íntimo de esta vocación se ve condicionado, antes que nada, por el hecho de que la ciencia se encuentra en un estadio de especialización nunca antes conocido y del que no habrá de salir jamás. Todas las tareas relacionadas con otras disciplinas, como las que solemos hacer aunque sea ocasionalmente y como aquellas que los sociólogos realizan con frecuencia, se llevan a efecto con la obsesiva idea de que al especialista quizá se le están suministrando cuestiones de provecho que a él le pasarían por alto probablemente desde su aislado emplazamiento, aunque el trabajo propio en sí ha de quedar irremediablemente muy incompleto. Sólo a base de una rígida especialización puede el trabajador científico experimentar esta impresión de plenitud, que quizá sólo se produce una vez a lo largo de la vida, y que le hace exclamar: «he aquí lo que he construido; algo que perdurará». En estos tiempos, la obra de verdadera importancia y definitiva es nada menos que la del especialista. Aquel que no es capaz de colocarse, digamos, unas anteojeras y llegar convencerse a sí mismo de que la salvación de su alma está supeditada a la comprobación precisamente de esta hipótesis y no de otra, en este pasaje del presente manuscrito, no está constituido para la ciencia. Nunca experimentará en sieso que podría llamarse la «vivencia» de la ciencia. Carente de tan singular exaltación, que para aquellos que la ven desde afuera, desprovistos de pasión, de este sentimiento de que fue necesario que «transcurrieran tantos milenios antes de mi llegada y aún más milenios para que aguardaran en silencio a que yo verificase esta hipótesis», tal persona carece de vocación para la ciencia; es preferible que elija algo distinto a qué dedicarse. Para el hombre en cuanto hombre nada tiene valor si no puede lograrlo con pasión.
Ahora bien, en caso de existir esta pasión, por considerable, verdadera y profunda que sea, ella no es suficiente para lograr un resultado. Es sólo una condición preliminar de la «inspiración», que es lo realmente decisivo. Entre la juventud cunde la idea de que en la actualidad la ciencia es ya sólo una cuestión de cálculo que se lleva a cabo en laboratorios o en archivos estadísticos, valiéndose de la inteligencia, sin poner el alma en algo, como un producto que se elabora «en una fábrica». Frente a tal creencia es preciso indicar, de primera intención, que se funda en un entendimiento erróneo tanto de lo que acontece en una fábrica como en un laboratorio. Para lograr la producción de algo valioso en uno u otro lugar, es preciso que el individuo conciba precisamente aquello que pueda resultar adecuado. Esta idea que acude a la imaginación no puede, sin embargo, ser forzada ni tiene nada de frío cálculo. Es cierto que también el frío cálculo es una condición preliminar. No hay sociólogo, pongamos por caso, que llegue a lamentarse de haber pasado largos meses, y que esto le haya ocurrido justo en la vejez, dedicado a operaciones totalmente triviales. Cuesta cara la tentativa de descargarse de esta labor valiéndose de medios mecánicos, cuando existe en realidad el deseo de sacar algún provecho de ella, por pequeño que sea, como es lo usual. Pero en tanto no se le ocurra a uno algo concreto para dirigir su cálculo, y durante el proceso hacia su efectividad, tratando de ver el alcance de sus probables resultados, no será posible conseguir siquiera este pequeño provecho. Únicamente intensificando el trabajo hasta lo máximo se llega a concebir con toda normalidad, lo deseado, aunque existen algunas excepciones a esta regla general. En ocasiones, la ocurrencia de un aficionado puede tener la misma trascendencia científica y aún mayor que la de un especialista. Son varios los aficionados a quienes les debemos con gratitud muchos de nuestros más acertados planteamientos y la ciencia adquirida. El aficionado sólo se diferencia del especialista (según Helmholtz opinaba de Robert Mayer) en que carece aún de seguridad en los métodos de trabajo. De ahí que la mayoría de veces no está en condiciones de valorar y, asimismo, de dirigir la idea y menos de llevarla a efecto. La idea por sí sola no puede sustituir al trabajo, del mismo modo como éste no puede reemplazar ni forzar a la idea y así como tampoco puede hacerlo la pasión. En cambio, el trabajo y la pasión, sobre todo si van unidos, si pueden provocar la idea pero ésta surge cuando menos se espera y no cuando nosotros lo deseamos. Cierto es, en efecto, que las mejores ideas vienen a las mentes cuando uno fuma con toda tranquilidad un cigarro en el sofá, tal como le acontecía a Ihering, o como declara Helmholtz con precisión de físico, que las ideas le venían mientras realizaba un paseo por caminos de suave cuesta, o en el momento más inesperado. Como quiera que sea, la idea brota de pronto, después de muchas tribulaciones e inquieto afán en la mesa de trabajo. Claro que de no haber vivido esas horas llenas de angustia en la mesa de trabajo y con esa incesante inquietud por los problemas, no surgiría jamás la ocurrencia. Después de todo, el trabajador científico debe tomar en cuenta este azar, común a toda realización científica, de que la inspiración acuda o no. Y pueda tratarse de un excelente trabajador, sin que haya tenido jamás una ocurrencia digna de tomarse en cuenta. Algo que debe considerarse un grave error es la creencia de que esto sobreviene únicamente en el plano de la ciencia, en tanto que, por ejemplo, lo que acontece en un laboratorio es muy distinto a lo que ocurre en cualquier negocio. Así comprobamos que un individuo entregado al comercio o a la industria, y que carezca de «fantasía comercial», esto es, sin ideas, sin ocurrencias propias del genio creador, nunca, por muy bien que le vaya, aventajará su situación de dependiente o de empleado técnico sin que nunca le sea dado formar nuevas organizaciones. De ningún modo es cierto que la inspiración juegue un papel más importante en la ciencia que en la solución de los problemas prácticos a los que debe hacer frente un empresario moderno, a pesar de que los científicos ensoberbecidos no lo crean así; del mismo modo que no se puede creer que la idea tiene menos importancia en la ciencia que en las artes, siendo pueril la idea de que un matemático pueda arribar a resultados científicos válidos utilizando únicamente una regla de cálculo o cualquier otro aditamento mecánico para el mismo fin. Es obvio, desde luego, que tanto por su sentido como por las metas a conseguir, la fantasía de un matemático como Weierstrass se dirige hacia su objetivo de manera totalmente distinta a la de cualquier artista; y que la fantasía de aquél como la de ese artista son cualitativamente diferentes, sin que ambos procesos psicológicos dejen de diferir, ya que en uno como en otro caso está presente la embriaguez (en su connotación de «manía» platónica) e «inspiración». Debe considerarse como un don el hecho de que alguien posea inspiraciones científicas, como efecto de un destino inexplicable. Sobre la base de esta indudable verdad se ha levantado una predisposición muy extendida especialmente en los medios juveniles y por razones fáciles de comprender por la que se ama a ciertos ídolos, a los que se adora por doquier en todas las esquinas y en todos los medios de publicidad. Tales ídolos son la «personalidad» y la «vivencia», que aparecen estrechamente unidos, dando la idea de que la segunda contribuye a la formación de la primera, a la que, en esencia, pertenece. El afán de atesorar «vivencias» es un tormento colectivo, toda vez que se supone que esa codicia forma parte de una personalidad, y el afán de comportarse como si se hubiese recibido ese don llega a convertirse en un substituto de las mismas vivencias. En otro tiempo, lo que ahora se llama vivencia» tenía el nombre de «sensación» en lengua alemana y, a mi modo de ver, esta idea era mucho más correcta que lo que actualmente se entiende por vivencia.
Distinguidos oyentes: en el terreno de la ciencia sólo posee personalidad quien se entrega pura y simplemente al servicio de una causa. Y esto no ocurre únicamente en el campo de la ciencia, pues no conocemos ningún artista realmente grande que haya hecho algo que no sea entregarse única y exclusivamente a su arte y sólo a él. Yo diría que incluso la personalidad de Goethe menoscabó el arte debido a la libertad de la que hizo uso, queriendo hacer de su propia «vida» una obra de arte. Quizás se ponga en duda esta afirmación, pero, en todo caso, hay que ser un Goethe para poder permitirse tal libertad, y nadie me negará que hasta un hombre de esa categoría, de los que sólo aparecen una vez cada mil años, tiene que pagar un precio por ella. Lo mismo sucede en lo que respecta a la política, de la que no hemos de tratar hoy.
En el terreno científico es absolutamente seguro que carece de «personalidad» quien se presenta en escena como «empresario» de la causa a la que debería servir, intenta legitimarse mediante su «vivencia» y continuamente se pregunta: ¿cómo podría yo demostrar que soy algo más que un simple especialista?, ¿cómo hacer para decir algo que en su forma o en su fondo nadie haya dicho antes que yo? Es esta una actitud muy generalizada que indefectiblemente empequeñece y que rebaja a quien se hace esta pregunta, mientras que, por el contrario, la entrega a una causa y sólo a ella eleva a quien así obra hasta la altura y dignidad de la causa misma. También en este punto ocurre lo mismo al científico y al artista, pero pese a la existencia de estas condiciones previas comunes tanto a nuestro trabajo como al del esteta, el trabajo científico está sujeto a una finalidad distintiva que lo separa profundamente del trabajo artístico. La labor científica, en efecto, está inmersa en la corriente del progreso, en tanto que en el terreno del arte no cabe hablar, por el contrario, del progreso en el mismo sentido. Es absolutamente refutable decir que la obra de arte de una época en la que se encuentran a su disposición nuevos medios técnicos y conocimientos mucho más profundos acerca de las leyes de la perspectiva sea, simplemente por esto, muy superior a otra obra ejecutada en tiempos en los cuales no existían dichos medios ni se tenía noción de tales leyes, siempre y cuando, claro está, que esta obra haya sido realizada materialmente con exactitud y según la forma debida, mejor dicho, que para ella se hubiera elegido y tratado su finalidad de acuerdo con las posibilidades artísticas, sin contar con esos medios y esas leyes. Una obra de arte, a la cual se considere en verdad «acabada», no podrá jamás ser superada ni envejecerá nunca. Un individuo podrá estimar de distinto modo el valor que esta obra representa para él, en lo personal; sin embargo, de estar una obra verdaderamente «lograda» en sentido artístico, jamás podrá nadie decir de ella que alguien la supere con otra, así esté esta otra igualmente «lograda».