El político y el científico (9 page)

BOOK: El político y el científico
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Finalmente tenemos la obligación de decir la verdad, que la ética absoluta nos impone sin condiciones. De aquí se ha sacado la conclusión de que hay que publicar todos los documentos, sobre toda aquellos que culpan al propio país, y con base en esta publicación unilateral, hacer una confesión de la propia culpa, también unilateral e incondicional, sin pensar en las consecuencias. El político se dará cuenta de que esta forma de obrar no ayuda a la verdad sino que por el contrario, se la oscurece con el abuso y el desencadenamiento de las pasiones. Sólo una investigación bien planeada e imparcial, conducida por personas igualmente imparciales, podrá rendir frutos, y cualquier otro proceder podrá tener, para la nación que lo adopte, consecuencias que no podrán ser eliminadas en decenios. La ética absoluta, sin embargo, ni. siquiera se pregunta por las consecuencias.

Con esto llegamos al punto crucial. Tenemos que ver con claridad que cualquier acción orientada éticamente puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí y totalmente opuestas: puede orientarse según la ética de la «convicción» o según la ética de la «responsabilidad». No es que la ética de la convicción signifique una falta de responsabilidad o que la ética de la responsabilidad suponga una falta de convicción. No se trata de eso. Sin embargo, entre un modo de actuar conforme a la máxima de una ética de convicción, cuyo ordenamiento, religiosamente hablando dice: «el cristiano obra bien y deja los resultados a la voluntad de Dios», y el otro modo de obrar según una máxima de la ética de la responsabilidad, tal como la que ordena tener presente las previsibles «consecuencias» de la propia actuación, existe una insondable diferencia. En el caso de que ustedes intenten explicar a un sindicalista, así sea lo más elocuentemente posible, que las consecuencias de su modo de proceder habrán de aumentar las posibilidades de la reacción y acrecentarán la tiranía sobre su clase, dificultando su ascenso, no será posible causarle efecto, en el caso de que ese sindicalista se mantenga inflexible en su ética de convicción. En el momento que las consecuencias de una acción con arreglo a una ética de la convicción resultan funestas, quien la llevó a cabo, lejos de considerarse comprometido con ellas, responsabiliza al mundo, a la necedad de los hombres o la voluntad de Dios por haberlas hecho así. Por el contrario, quien actúa apegado a una ética de la responsabilidad toma en consideración todas las fallas del hombre medio. Tal como opina Fichte, no le asiste derecho alguno a dar crédito a la bondad y perfección del hombre, considerándose que su situación no le permite imputar a otros aquellas consecuencias de su proceder que bien pudieron serle previsibles. Siempre se dirá que tales consecuencias deben achacarse a su proceder. A la inversa quien se rige por una ética de la convicción sólo siente la responsabilidad de que no vaya a flamear la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la reprobación de las injusticias del orden social. Prender la mecha una vez tras otra es el fin por el cual se actúa. Y que desde el punto de vista de un probable triunfo, es totalmente irracional y tan sólo puede considerársele en calidad de valor ejemplar.

Con esto tampoco llegamos a la solución final del problema. No hay ética en el mundo que pueda substraerse al hecho de que para alcanzar fines «buenos» haya que recurrir, en muchos casos, a medios moralmente dudosos, o por lo menos arriesgados, tanto más, cuanto que son posibles las consecuencias laterales moralmente negativas y hasta existe gran probabilidad de que así sea. Es más, ninguna ética del mundo es capaz de precisar, ni resolver tampoco, en que momento y hasta qué punto los medios y las consecuencias laterales moralmente arriesgadas quedan santificados por el fin moralmente bueno. La política tiene como factor determinante la violencia. Todos ustedes pueden fácilmente calcular la intensidad de la tensión que, en el plano de la ética, existe entre medios y fines. Basta con recordar, por ejemplo, el caso de los socialistas revolucionarios (tendencia Zimmerwald), los cuales se regían, durante la guerra,~ apegados a un principio que se apoya, dicho de un modo descarnado, en estos términos: «Si hemos de escoger entre algunos años más de guerra que nos traigan así la revolución, o bien una paz que entorpezca su venida, es preferible que se prolonguen estos años más de guerra». Ante la pregunta acerca de lo que esa revolución podía traer consigo, cualquier socialista científicamente educado habría respondido que en absoluto cabía la idea del paso a una economía socialista en el sentido que para él tiene el vocablo, antes bien, que se reconstituiría una economía burguesa, con lo cual se habría logrado solamente eliminar los factores feudales y los restos dinásticos. Si para el logro de tan pequeño resultado se prefieren «unos años más de guerra» ¿Acaso no podría decirse, aún con la firmeza de las convicciones socialistas, que se puede rechazar un fin que obliga a valerse de tales medios?

No obstante, esta es la postura del bolchevismo, del espartatismo y, en general, del socialismo revolucionario. Por consiguiente, resulta extremadamente irrisorio el hecho de que estos sectores censuren moralmente a los «políticos del poder» del antiguo régimen por valerse de los mismos medios, no obstante que la condena de sus fines se encuentre plenamente justificada. En lo tocante a la santificación de los medios por el fin, se presenta aquí inevitablemente el quebrantamiento de cualquier moral de la convicción. Por lógica no queda, en efecto, otra posibilidad que la de condenar toda acción que se valga de medios moralmente peligrosos. Ciertamente, es natural.

Ahora bien, en el plano de las realidades, observamos de continuo cómo aquellos que proceden conforme a la ética de la convicción se convierten con gran rapidez en profetas quiliásticos; vemos, por ejemplo, a quienes han predicado repetidamente «el amor frente a la fuerza» acogerse en seguida a la fuerza, a la fuerza «definitiva» que trae implícito el aniquilamiento de la violencia total a semejanza de nuestros oficiales que, al emprender una nueva ofensiva, decían a los soldados que era la última, la del triunfo definitivo, tras la cual vendría la paz. Para quien actúa de acuerdo con la ética de la convicción resulta intolerable la irracionalidad ética del mundo. Se trata de un «racionalismo» cósmico-ético.

Al respecto, todo aquel que haya leído a Dostoievski recordará sin duda la escena del Gran Inquisidor, en la cual se plantea este problema en términos muy profundos. No podemos meter en un mismo saco a la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, nos resultará imposible, así como tampoco es posible determinar éticamente los fines que pueden santificar tales o cuales medios cuando pretendemos hacer alguna concesión a este principio.

F. W. Forster, colega por quien profeso en lo personal gran estima por la indudable sinceridad de sus convicciones, aunque considerándolo como político me resulta inaceptable, está persuadido, en su célebre libro, de que ha de salvar esta dificultad recurriendo a la simple tesis de la cual se desprende que de lo bueno sólo puede derivarse el bien, y de lo malo únicamente lo malo. Si así fuese no surgiría, claro está, el problema; pero es inaudito que semejante tesis pueda todavía salir a la luz en la actualidad, dos mil quinientos años después de los Upanishads. Y si repasamos el curso de la historia universal, así como también si hacemos el examen, con toda imparcialidad, de la experiencia cotidiana, vemos claramente que se nos está mostrando lo contrario. Todas las religiones del mundo se apoyan en su desarrollo sobre la base de que la vida es lo contrario a dicha tesis.

El problema inicial surgido de la teodicea estriba en cómo es posible que un poder supuestamente infinito y bondadoso al unísono, haya podido crear este mundo irracional de inmerecido sufrimiento, de injusticia con impunidad y de irremediable insensatez. Así pues, o no es todopoderoso, o carece de bondad; o quizá la vida está regida por principios de equilibrio y de sanción, de modo que en la tarea de querer interpretarlos únicamente puede ayudar la metafísica, a no ser que estén substraídos eternamente a nuestra interpretación. Todas las manifestaciones religiosas han estado impulsadas por la fuerza de esta cuestión de la irracionalidad. Tanto la doctrina del karma como el dualismo persa, el pecado original, la predestinación y el Deus absconditus, han surgido todos de esta experiencia. Los cristianos primitivos sabían también, ni más ni menos, que los demonios gobernaban el mundo. Asimismo estaban convencidos que todo aquel que se daba a la política, mejor dicho que se valía del poder y la violencia era porque tenía un pacto con el diablo. Por consiguiente, la realidad es que en su dinamismo ya no es lo bueno lo que sólo produce el bien y lo malo el mal, sino que, a menudo, suele ocurrir a la inversa. No darse cuenta de esto en el plano de la política es pensar puerilmente.

Todas las éticas surgidas de las corrientes religiosas se han adaptado, de diferentes maneras, al hecho de que los seres humanos vivimos insertos en distintos ordenamientos vitales regidos por leyes que difieren entre sí. En el politeísmo helénico vemos que se ofrecían sacrificios tanto a Afrodita como a Hera, a Apolo como a Dionisos, porque se consideraba que no había nada de sorprendente en los conflictos entre aquellas deidades. En el ordenamiento hindú cada profesión era objeto de una ley ética especial, de un dharma, en cuya virtud cada una permanecía separada de la otra, todas en castas diferentes. El ordenamiento las situaba en determinada jerarquía fija; ningún nacido en ella podía escapar más que por el renacimiento en la nueva vida inmediata. De este modo quedaban a distancias diferentes de los sumos bienes de la salvación religiosa. Así se tenía la posibilidad de formar el dharma de cada casta, ya se tratara de ascetas o brahmanes, de rateros o prostitutas, pasando por todas y cada una, conforme a la legalidad inherente privativa de cada profesión. En el Bhagavag Gita pueden ustedes dar con la guerra; en el diálogo que sostienen Krishna y Arjuna, ubicada entre la totalidad de los ordenamientos vitales. «Haz lo que sea necesario», así reza el dharma de la casta de los guerreros, con respecto a la labor obligatoria, lo objetivamente esencial acorde con los propósitos de la guerra. Por lo que se refiere al hinduismo, ella no es ningún obstáculo en la salvación religiosa, antes bien la refuerza: el guerrero hindú, muerto con heroicidad, tenía el cielo de Indra absolutamente asegurado, del mismo modo que para los germanos lo estaba el Walhalla. En cambio, le habría resultado despreciable el nirvana, tanto como para los germanos lo era el cielo del cristianismo y sus coros de ángeles. Tal particularidad propició a la ética hindú un tratamiento del verdadero arte de la política, falta de quiebras merced a que se concreta a seguir las leyes que a ella se refieren y hasta las refuerza. El «maquiavelismo», tendencia en verdad radical, en el sentido que se suele dar a la expresión, está sin duda representado en la literatura hindú por el Arthasastra de Kautilya, perteneciente a épocas anteriores a nuestra Era y contemporáneo probablemente de Chandragupta. Junto a él, «Él príncipe» de Maquiavelo resulta ingenuo. Como es notorio, la ética, de la que el profesor Forster se encuentra muy cerca, considera en sus «concilia evangélica» una ética especial destinada a aquellos a quienes Dios les ha concedido el carisma de la santidad. Entre éstos se cuentan, además del monje, que no debe derramar sangre ni perseguir beneficios, el caballero cristiano, y el ciudadano devoto, a quienes si les está permitido tanto lo uno como lo otro. En el hecho de aplicar escalonadamente la ética y de integrarla en una doctrina de la salvación, queda al descubierto que aquí se es menos consecuente, comparándola con la de la India, pero eso no podía ni debía ser de otro modo ante las hipótesis de la fe cristiana. Dada la corrupción del mundo a consecuencia del pecado original, era fácil introducir la violencia en la ética, como medio de oponerse al pecado y a las herejías que ponen en peligro el alma. Todas las exigencias acósmicas consignadas en el Sermón de la Montaña corresponden a la ética pura de la fe y del Derecho natural que las sustentan, basadas en prescripciones definitivas a través de las cuales mantuvieron, a pesar de todo, su vigor revolucionario para emerger decisivamente a la superficie de las contiendas en casi la totalidad de los tiempos de virulencia social. De aquí dimanaron, en forma indudable, las sectas tanto radicales como pacifistas, entre las cuales se nos presenta la de Pennsylvania con su doctrina instauradora de un Estado que omitiría para sus fines el uso de la fuerza frente a los fenómenos exteriores. En la práctica, la hipótesis hecha realidad cayó en un derrotero dramático cuando, al advenimiento de las luchas conducentes a la independencia, la secta de los cuáqueros se vio en la incapacidad de recurrir a las armas, que les habrían dado la victoria en el conflicto decisivo por el triunfo de sus ideales, al revés del protestantismo tradicional que, asumiendo una actitud opuesta, legitimó el recurso de la violencia para el sostenimiento del Estado, justificando ese recurso como emanado de una institución divina y legítimamente autoritaria. Lutero no cargó sobre el individuo, en particular, la responsabilidad moral de la guerra, al hacer que aquella recayese sobre los hombros de la autoridad, a la que es obligado obedecer sin que por ello el individuo resulte culpable. La doctrina de Calvino, a su vez, asumió la fuerza como medio básico de legitimidad para la defensa de la fe; esto es, consideró la guerra de religión tan necesaria, para su justificación, como en su tiempo lo fue para el Islam: una necesidad vital. En este punto puede advertirse que no es la pérdida de la fe, advenida en el culto renacentista por el héroe, la que ha dado origen a los problemas de la ética política.

La historia de todas las religiones acota que se han valido de la fuerza, con variada fortuna, siguiendo la misma conducta que se acaba de exponer. La peculiaridad genérica de los problemas éticos propios de la política está condicionada únicamente por los recursos específicos dados en la violencia legítima puesta al servicio de talo cual conjunto social. De esta suerte, quienquiera que utilice este arbitrio, no importando cuál sea el fin, de acuerdo con sus necesidades políticas, queda condenado a responder por las consecuencias que de ello se deriven, y caerá, esta condena en forma muy especial sobre quien luche por su fe, sea ésta religiosa o no. Observando la escena contemporánea encontramos que aquel que desee instaurar en ella la justicia absoluta, tendrá que usar del poder y de los partidarios que lo sigan, condensados en una organización que, para funcionar, necesita de artículos o premios espirituales y materiales. En la actualidad, la lucha de clases exige que se ofrezca como premio espiritual la satisfacción de los rencores y de los anhelos de venganza y, especialmente la satisfacción potencial del resentimiento y de la pseudoética que reclama sus propios fueros, aunque esto entrañe difamar al adversario y la acusación de ser agente de herejías. Como medios materiales deberá tener a su alcance el ofrecimiento del triunfo mediante la aventura conducente a la apropiación del botín y las prebendas conexas al uso del mismo. El triunfo del líder está condicionado por entero al funcionamiento de la organización y de los móviles suscitados en ella, antes que a sus propios recursos. Es, pues, condición sine qua non la seguridad en la consecución de los premios ofrecidos a los seguidores que le son adictos, ya se trate de guardias rojos, rufianes o agitadores. Dadas estas premisas, el éxito de sus propósitos no queda al alcance de su mano, a menos que quiera servirse de esos motivos falsamente éticos y esencialmente abyectos adoptados por sus seguidores a los que, por lo demás anima una fe altruista representada por su persona y por su causa. La «legitimación» del anhelo de venganza, de las ansias de poder, del botín y de los gajes no es más que un recurso justificativo de la sinceridad de la fe (no debemos engañarnos, esta interpretación materialista de la historia no es tampoco un recurso que se acepta y desecha a voluntad, sin que obedezca los designios de los conductores de la revolución). El problema se presenta, ante todo, como una expresión de la revolución emocional, imponiéndose de nueva cuenta como una constante cotidiana tradicional. Siempre los héroes de la fe y la doctrina que sustentan acaban por esfumarse y, lo peor, por transformarse en factores constitutivos de la fraseología de los demagogos y de los manipuladores de la política. Tal cambio se produce con celeridad visible en el curso de las contiendas ideológicas, debido a que éstas son conducidas y están inspiradas por líderes indudables y auténticos profetas revolucionarios. Ahora bien, dado que en toda organización, sujeta a liderazgos, la única condición del éxito es la del empobrecimiento espiritual, la materialización y, en definitiva, la proletarización del alma en aras de la «disciplina de partido», la corte victoriosa de un dirigente político suele transformarse de esta manera, con facilidad pasmosa, en un grupo común y corriente de cortesanos con influencia. Los profesionales de la política, o los aspirantes a serlo, necesitan obligadamente tomar conciencia de estas paradojas morales y de su responsabilidad, teniendo en cuenta la deformación que en ellos mismos puede operarse bajo la presión inflexible de sus seguidores. Insisto en que quien se dedica a la política establece un pacto táctico con los poderes satánicos que rodean a los poderosos. Para substraerse a este designio, los grandes virtuosos del amor al prójimo y del bien acósmico, de Nazaret, de Asís o de los palacios reales de la India, no se inmiscuyeron en los medios políticos, no actuaron dentro del poder. Su reino no era de este mundo, a pesar de haber tenido éxito dentro de él. Platón, Karatajev y los santos dostoievskianos están copiados a sus imágenes. Quien busque la salvación de su alma y la redención de las ajenas no la encontrará en los caminos de la política, cuyas metas son distintas y cuyos éxitos sólo pueden ser alcanzados por medio de la fuerza Los genios o los demonios de la política viven en pugna interna con el dios del amor, así se trate del dios cristiano en su evocación eclesiástica; y esa pugna puede convertirse en cualquier momento en insoluble conflicto. Esta experiencia la conocían los contemporáneos de la hegemonía eclesiástica. En sucesivas ocasiones caía el interdicto papal sobre Florencia y su connotación significaba para la época y las almas de los hombres un poder más fuerte que la «aprobación fría» del juicio moral kantiano, en opinión de Fichte, sin que ello, impidiese que los florentinos dejasen de combatir a los Estados de la Iglesia. Una muestra de esa situación se encuentra en un bello pasaje de Maquiavelo, perteneciente, si la memoria no me engaña, a las «Historias florentinas», en el que el autor pone en boca de uno de sus héroes el elogio a quienes colocan la grandeza de la patria sobre la salvación de sus almas.

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