El político y el científico (8 page)

BOOK: El político y el científico
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Proporciona, por lo pronto, un sentimiento de poder. La conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos históricos importantes; elevan al político profesional, incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo cotidiano. La cuestión que entonces se le plantea es la de cuáles son las cualidades que le permitirían estar a la altura de ese poder (por pequeño que sea en su caso concreto) y de la responsabilidad que sobre él arroja. Con esto entramos ya en el terreno de la ética, pues es a ésta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la historia.

Puede decirse que son tres las cualidades decisivamente Importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Pasión en el sentido de «positividad», de entrega apasionada a una causa, al dios o al demonio que la gobierna. No en el sentido de esa actitud interior que mi malogrado amigo Jorge Simmel solía llamar «excitación estéril», propia de un determinado tipo de intelectuales, sobre todo rusos (no, por supuesto, de todos ellos), y que ahora juega también un gran papel entre nuestros intelectuales, en este carnaval al que se da, para embellecerlo, el orgulloso nombre de «revolución». Es ése un «romanticismo de lo intelectualmente interesante» que gira en el vacío y está desprovisto de todo sentido de la responsabilidad objetiva. Evidentemente no todo queda arreglado con la pura pasión, por muy sincera que ésta sea. La pasión no convierte a nadie en político, sino está al servicio de una «causa» y no hace de su responsabilidad hacia esa «causa» el norte que oriente sus acciones. Para ello se necesita (y ésta es la cualidad psicológica decisiva del político), mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. El «no saber guardar distancias» es uno de los pecados mortales de todo político y una de esas cualidades cuyo olvido condena a la impotencia política a nuestra actual generación de intelectuales. El problema es, precisamente, el de cómo puede conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesurada frialdad. La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a la causa sólo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud auténticamente humana y no el frívolo juego intelectual. Sólo el hábito de la distancia (en todos los sentidos de la palabra) hace posible la enérgica doma del alma que caracteriza al político apasionado y lo distingue del simple diletante político «estérilmente agitado». La «fuerza» de una «personalidad» política reside, en primer lugar, en la posesión de estas cualidades.

Por eso el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura frente a sí mismo. La vanidad es una cualidad muy extendida y tal vez nadie se vea libre de ella. En los círculos académicos y científicos es una especie de enfermedad profesional. Pero precisamente en el hombre de ciencia, por antipática que sea su manifestación, la vanidad es relativamente inocua en el sentido de que, por lo general, no estorba el trabajo científico. Muy diferentes son sus resultados en el político, quien utiliza inevitablemente como instrumento el ansia de poder. El «instinto de poder», como suele llamarse, está, de hecho, entre sus cualidades normales. El pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que este ansia de poder deja de ser positiva, deja de estar exclusivamente al servicio de la «causa» para convertirse en una pura embriaguez personal. En último término, no hay más que dos pecados mortales en el campo de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con aquélla. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos pecados o los dos a la vez. Tanto más, en la medida que el demagogo está obligado a tener en cuenta el «efecto», por eso está siempre en peligro, tanto de convertirse en un comediante, como de tomar a la ligera la responsabilidad que por las consecuencias de sus actos le incumbe y preocuparse sólo por la «impresión» que causa. Su ausencia de finalidad objetiva le hace proclive a buscar la apariencia brillante del poder en lugar del poder real; su falta de responsabilidad lo lleva a gozar del poder por el poder, sin tomar en cuenta su finalidad. Aunque el poder es el medio ineludible de la política, o más exactamente, precisamente porque lo es, y el ansia de poder es una de las fuerzas que la impulsan, no hay deformación más perniciosa de la fuerza política que el presumir de poder como un advenedizo o complacerse vanidosamente en el sentimiento de poder, es decir, en general, toda adoración del poder puro en cuanto tal. El simple «político de poder» que también entre nosotros es objeto de un fervoroso culto, puede quizás actuar enérgicamente, pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno. En esto los críticos de la política de poder tienen toda la razón. En el súbito derrumbamiento interno de algunos representantes típicos de esta actitud hemos podido comprobar cuánta debilidad interior y cuánta impotencia se esconde tras esos gestos, ostentosos pero totalmente vacíos. Dicha actitud es producto de una mezquina y superficial indiferencia frente al sentido de la acción humana, que no tiene nada que ver con la conciencia del armazón trágico en el que descansa la trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político.

Es una tremenda verdad y un hecho básico de la historia (de cuya fundamentación no tenemos que ocuparnos en detalle aquí) el de que frecuentemente o, mejor, generalmente, el resultado final de toda acción política tiene una relación paradójica con su sentido inicial. Ello, sin embargo, no permite prescindir de tal sentido, del servicio a una «causa» si se quiere que las acciones tengan una consistencia interna. Cuál es la causa para cuyo servicio busca y utiliza el político el poder constituye ya una cuestión de fe. Pueden asistirle propósitos nacionalistas o humanitarios, sociales, éticos o culturales, seculares o religiosos; es posible que sienta arrebatos por una confianza absoluta en el «progreso», sea cual fuere su sentido, o que rechace con frialdad cualquier otra creencia de esta índole; es posible también que pretenda encontrarse al servicio de una «idea» o que, por principio rechace semejantes pretensiones y sólo quiera estar al servicio de fines materiales de la vida cotidiana. Después de todo, lo que importa es que nunca debe dejar de existir la fe en algo; de lo contrario, si ésta falta, cualquier éxito político, inclusive así sea en apariencia el más sólido, lo cual es absolutamente justo, llevará en sí la maldición de la futilidad.

Con lo dicho estamos ya frente al último de los problemas acerca de los cuales nos propusimos ocuparnos hoy, esto es, el «ethos» de la política como «causa».

¿Cuál es el papel que la política ha de jugar, aparte de sus objetivos en la economía ética de nuestro modo de vida? ¿Cuál es, digamos, el sitio ético que aquélla ocupa? En lo tocante a este punto chocan entre sí ideas fundamentales del mundo; en último término, hay que elegir entre ellas. Enfoquemos de frente esta cuestión, que en fechas recientes ha sido planeada de nuevo y, a mi modo de ver, en una forma de discusión enteramente equivocada. Sin embargo, antes que nada debemos liberarnos de un falseamiento totalmente trivial. Queremos decir con esto que la ética puede aparecer en ocasiones con un carácter fatídico. Aquí van algunos ejemplos. Difícilmente podrán ustedes encontrar a un hombre que haya dejado de amar a una mujer para entregarse a otra, que no se considere obligado a justificarse diciendo que la primera no era digna de su amor, o que lo decepcionó, o dando alguna otra razón por el estilo. Esto es falta de hidalguía. En lugar de aceptar y enfrentarse al hecho de que ya no ama a su mujer, recurre al procedimiento tan poco caballeroso de tratar de crearse una «legitimidad» en virtud de la cual intenta merecer la razón y de este modo atribuirle a ella no sólo la culpa sino también la desdicha. De modo semejante actúa el competidor que logra el éxito en una lid erótica, razonando que el rival vale menos que él, puesto que resultó vencido. La misma situación ocurre en el caso de una guerra, cuando el vencedor se deja llevar por el miserable vicio de empeñarse en que siempre tiene la razón, pretendiendo que ésta se encuentra de su parte, y que por eso ha vencido. Es la misma, también, de aquel que se encuentra bajo los horrores de la guerra y, entonces, en vez de confesar sencillamente que ya no era posible resistir más, la necesidad de su propia justificación le obliga a sostener que la lucha se hacía insoportable debido a que era por una causa moralmente mala. O bien, la de aquellos que, habiendo resultado vencidos en la guerra, después de perdida tratan de averiguar quiénes son los «culpables», lo cual no son más que comadreos de mujeres.

Realmente, lo que siempre da origen a una guerra es la estructura de la sociedad. La postura mesurada y viril es la de decir al enemigo: «Hemos perdido la guerra, ustedes la han ganado. Esto es algo ya resuelto. Ahora hablemos de las consecuencias que es necesario sacar de este hecho con respecto a los intereses «materiales» que se encuentran en juego y a la responsabilidad con vistas al futuro», que es lo más importante y lo que incumbe al vencedor antes que nada. De no ser así, todo resulta indigno y se paga antes o después. Una nación puede perdonar el perjuicio a sus intereses, pero nunca el que se hace en contra de su honor y menos aún el que se infiere con el clerical vicio de empeñarse en tener siempre la razón. A medida que transcurran los decenios, no habrá documento que salga a luz sin que se levante de nuevo el indigno clamoreo, el odio y la ira; cuando sería preferible que por lo menos «moralmente» se permitiera que al terminar la guerra ésta quedase para siempre sepulta. Esto sólo puede lograrse por medio de la objetividad y la hidalguía y, principalmente, de la «dignidad»; mas nunca mediante una «ética», pues ello no constituye sino una acción reprobable por ambas partes. Una ética que, antes de preocuparse de lo que incumbe realmente al político, a lo futuro y a la responsabilidad ante ese futuro, divaga en cuestiones «políticamente estériles por insolubles» acerca de cuáles han sido las faltas cometidas en tiempo pasado, no hace más que incurrir en culpa política, si es que existen los yerros; actitud que lleva a prescindir de la ineludible conversión de todo el problema, por muy materiales que sean los intereses, los del vencedor tras las mayores ganancias posibles, tanto morales como materiales, o las esperanzas del vencido de obtener ventajas a cambio de reconocer su culpa. Si existe en el mundo algo de «abyecto», lo encontramos, aquí como resultado de hacer uso de la «ética» como medio para «llevarse la razón».

Así pues ¿cuál es la relación auténtica que existe entre ética y política? ¿No tienen nada en común la una con la otra, como se suele asegurar? o por el contrario, ¿es cierto que hay una sola ética valedera tanto para la actividad política como para otra cualquiera? Se ha pensado muy a menudo que estas dos últimas afirmaciones son mutuamente excluyentes, que sólo puede ser cierta la una o la otra, pero no las dos. ¿Pero es cierto acaso que haya alguna ética en el mundo que pueda imponer normas de contenido idéntico a las relaciones eróticas, comerciales, familiares y profesionales, a las relaciones con la esposa, con la verdulera, el hijo, el competidor, el amigo o el acusado? ¿Será verdad que es perfectamente indiferente para las exigencias éticas que a la política se dirigen el que ésta tenga como medio específico de acción el poder, tras el que está la violencia? ¿No estamos viendo que los ideólogos bolcheviques y espartaquistas o tienen resultados idénticos a los de cualquier dictador militar precisamente porque se sirven de este instrumento de la política? ¿En qué otra cosa, si no es en la persona del titular del poder y en su diletantismo, se distingue la dominación de los consejos de obreros y soldados de la de cualquier otro gobernante del antiguo régimen?

¿En qué se distingue de la de otros demagogos la política que hoy mantiene la mayor parte de los representantes de la ética presuntamente nueva contra sus adversarios? Se dirá que por la noble intención. Pero aquí estamos hablando de los medios. También los combatidos adversarios creen, con una conciencia absolutamente buena, en la nobleza de sus propias intenciones. «Quien a hierro mata a hierro muere» y la lucha es siempre lucha. ¿Qué decir, entonces, sobre la ética del Sermón de La Montaña? El Sermón de la Montaña, esto es, la ética absoluta del Evangelio, es algo mucho más serio de lo que piensan quienes citan sus mandamientos. No es para tomarlo a broma. De esa ética puede decirse lo mismo que se ha dicho de la causalidad en la ciencia, que no es un carruaje que se pueda hacer parar para tomarlo a dejarlo a capricho. Se la acepta o se la rechaza por entero, éste es precisamente su sentido, proceder de otro modo es trivializarla. Pensemos, por ejemplo, en la parábola del joven rico, de quien se nos dice «pero se alejó de allí tristemente porque poseía muchos bienes». El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco: da a los pobres cuanto tienes, todo. El político dirá que éste es un consejo que socialmente carece de sentido mientras no se imponga a todos. En consecuencia recurrir a los impuestos confiscatorios, a la pura y simple confiscación, en una palabra, a la coacción y la reglamentación contra todos. No es esto, sin embargo, en modo alguno lo que el mandato ético postula, y esa es su verdadera esencia. Ese mandato nos ordena también «poner la otra mejilla», incondicionalmente, sin preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar. Esta ética es, así, una ética de la indignidad, salvo para los santos. Quiero decir con esto que si se es en todo un santo, al menos intencionalmente, si se vive como vivieron Jesús, los Apóstoles, San Francisco de Asís y otros como ellos, entonces esta ética sí está llena de sentido y sí es expresión de una alta dignidad, pero no si así no es. La ética acósmica nos ordena «no resistir el mal con la fuerza», pero para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo. Quien quiere obrar conforme a la moral del Evangelio debe abstenerse de participar en una huelga, que es una forma de coacción, e ingresar en un sindicato amarillo. Y sobre todo debe abstenerse de hablar de «Revolución». Pues esa ética no enseña ni mucho menos que la única guerra legítima sea precisamente la guerra civil. El pacifista que obra según el Evangelio se sentirá en la obligación moral de negarse a tomar las armas o de arrojarlas, como se recomendó en Alemania, para poner término a la guerra y, con ella, a toda guerra. El político, por su parte, dirá que el único medio de desacreditar la guerra para todo el futuro previsible hubiese sido una paz de compromiso que mantuviese el equilibrio. Entonces se hubieran preguntado los pueblos que para qué había servido la guerra. Se la habría reducido al absurdo, cosa que ahora no es posible, pues para los vencedores, al menos una parte de ellos, habrá sido rentable políticamente. Y responsable de esto es esa actitud que nos incapacitaba para toda resistencia. Ahora, una vez que pase el cansancio, quedará desacreditada la paz, no la guerra. Consecuencia de la ética absoluta.

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