El político y el científico (14 page)

BOOK: El político y el científico
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Ahora bien, hay una cosa que está fuera de mi alcance:

¿Cómo es posible que se pretenda decidir científicamente entre el valor de la cultura francesa y el de la alemana? En este caso se trata también de diferentes dioses que luchan entre sí, y para siempre. Sucede, aunque en distinto sentido, lo mismo que ocurría en el mundo antiguo, cuando éste todavía no se había liberado de sus dioses y demonios. Al igual que los helenos ofrecían sacrificios primero a Afrodita, después a Apolo y sobre todo, a los dioses de sus propias ciudades, lo mismo ocurre hoy, aunque el culto se haya desmitificado y no tenga ya la plástica mítica pero íntimamente verdadera que poseía en su forma original. Sobre estos dioses y su lucha eterna decide el «destino» y no ciencia alguna. Lo único que se puede comprender es qué es lo divino en un orden u otro, o para un orden u otro.

Aquí concluye todo lo que desde la cátedra se puede decir sobre el asunto, lo cual por supuesto, no significa que con eso el problema vital quede concluido. Son otros poderes, muy distintos de los de las cátedras universitarias, los que tienen aquí la palabra. ¿Quién se atrevería a refutar científicamente la «ética» del Sermón de la Montaña?, ¿O del principio que ordena «no resistirás al mal», o de la parábola que aconseja ofrecer la otra mejilla? Y sin embargo, es evidente que desde un punto de vista mundano, ésta es una ética de la indignidad. Hay que elegir entre la dignidad religiosa que aquí se ofrece y la dignidad viril que dice «debes resistir al mal, pues de lo contrario serás responsable de su triunfo». Según la postura básica de cada uno, uno de estos principios parecerá divino, y el otro diabólico. A cada individuo le corresponde discernir en cuál de ellos para él, está Dios, y en cuál el demonio. Algo semejante acontece en los demás órdenes de la vida. La grandilocuencia del racionalismo de una vida con ética y ordenada sistemáticamente, cuya resonancia nos llega del fondo de toda profecía religiosa, derrumbó el politeísmo para bien del «único que hace falta’’, aunque después, al enfrentarse a las realidades de la vida en lo interno y lo externo, tuvo que responder a tantos compromisos y relativizaciones, evidentes a través de la historia del cristianismo. Hoy en día todo eso se ha vuelto «rutina» religiosa. Aquellos innumerables dioses de la antigüedad, que fueron «desmitificados» y se encuentran ahora transformados en poderes impersonales, se levantan de sus tumbas dispuestos a dominar nuestras existencias y siguen su incesante combate entre ellos. Esta rutina es lo que para el hombre actual, y, sobre todo para la gente joven, resulta tan rígido. Y todo el afán desesperado para hallar la «vivencia» proviene de un agotamiento, una debilidad que no es más que la ineptitud para mirar de cara el severo rostro del destino de nuestros tiempos. Sin embargo, el destino de nuestra cultura es el hecho de tomar nuevamente conciencia precisa de esta situación a la que dejamos de percibir, cegados por todo un milenio, debido al encauzamiento (supuestamente exclusivo) de nuestro proceder en función de la magnificencia del pathos de la ética cristiana.

Dejemos ya estas cuestiones que nos conducen tan lejos. Sin duda algunos de nuestros jóvenes, al oír lo que acabamos de expresar, intervendrán diciendo: «Sí, pero, de todos modos, nosotros no concurrimos a clases sólo para escuchar análisis y verificación de hechos, sino para algo más». Esta postura incurre en el error de esperar del catedrático aquello que éste no puede ofrecerles. Creen ver en él un caudillo en vez de un maestro, y el caso es que únicamente en calidad de maestros nos ha sido concedida la cátedra. Entre lo uno y lo otro hay una gran diferencia, y esta dualidad pueden ustedes comprobarla muy fácilmente. Permítaseme que me remita una vez más a la nación norteamericana, dado que allí sorprendemos más a menudo estas cuestiones en su flagrante originalidad. Lo que el joven estadounidense aprende abarca mucho menos que lo que aprende el nuestro. No obstante la larga serie de exámenes a la que se le somete, no llega a ser ese hombre-examen total, que es el estudiante alemán. Efectivamente, el proceso de burocratización que requiere el logro del diploma en calidad de billete para introducirse en el reino de los cargos, se encuentra allí en sus principios. El joven norteamericano no siente respeto por nadie ni por nada; no respeta cargo alguno, pero, eso sí, siente gran respeto por el éxito personal de quien lo ejerce. Para los norteamericanos esto es, precisamente, lo que llaman «democracia». Ahora bien, por más desgarro que haya en la realidad del comportamiento en relación a este sentido del término, precisamente es éste el sentido y es eso lo que interesa aquí.

Ante el maestro que tiene delante, el joven norteamericano está en la creencia de que aquél le vende sus conocimientos y sus métodos mediante el dinero de su padre, de igual manera, exactamente, que la verdulera vende una col a su madre. Eso es todo. En caso de ser el profesor, además, un campeón de fútbol, lo considerará como jefe en este plano; de lo contrario, es decir, de no serlo o si tampoco es alguien por el estilo en otro deporte cualquiera, para él sólo será un maestro, por cuya virtud no habrá ningún joven al que se le ocurra comprarle «visiones del mundo» o normas convenientes con respecto al gobierno de su existencia. Naturalmente, tal planteamiento, nosotros habríamos de rechazarlo. Desde este punto de vista, se trata ahora de determinar si no hay en ello algo de verdad, así sea mínima, pese a que, deliberadamente, exageré un tanto la situación.

Estimados estudiantes: ustedes se acercan a nosotros para demandarnos atributos de caudillo, sin considerar, previamente, que el noventa por ciento de los maestros no tienen la pretensión, ni pueden tenerla, no ya de ser campeones en el fútbol de la vida, sino tampoco «caudillos» en lo que respecta a la manera de vivir. Los invito a reflexionar acerca de que al hombre no se le valora por sus particulares dotes de caudillo, y de que, como quiera que sea, las cualidades que amerita un hombre para llegar a excelente sabio o buen maestro no son las mismas que requiere aquél cuya actuación ha de ser la de un caudillo como guía en la vida y, sobre todo, en la política. La coincidencia de que en un maestro concurran esas cualidades es meramente casual, y no deja de resultar arriesgado para quien ocupa una cátedra el hecho de que se le solicite hacer uso de ellas. Y mayor riesgo seria aún dejar a cada profesor universitario en libertad de conducirse o no como caudillo en clase. Quienes se encuentran inclinados a ello son a menudo los menos capacitados y, tanto si lo fueran o no, su posición en la cátedra rara vez puede brindarles la oportunidad de probarlo. Aquel maestro que se considere llamado a ser consejero de la juventud, de cuya confianza goza, puede realizar su tarea de hombre a hombre, en sus relaciones personales. Asimismo, si se siente llamado para mediar en los conflictos existentes tanto entre las diferentes concepciones del mundo como entre las distintas opiniones, puede hacerlo en la plaza pública donde se discurre acerca de la vida, valiéndose de la prensa, así como en reuniones, en sociedades o donde quiera, mas nunca en las aulas. Resulta demasiado ventajoso hacer gala de la fuerza de las propias opiniones allí donde quienes escuchan, que tal vez piensen distinto, están sujetos al silencio.

Finalmente, se preguntarán ustedes, «si es así todo esto, ¿qué es lo que la ciencia aporta de positivo, verdaderamente, para la vida práctica y personal?» Aquí, con esto, nos hallamos de nuevo frente al problema de la «vocación». A primera vista, la ciencia suministra conocimientos acerca de la técnica previsible que permite dominar la existencia, tanto en el orden externo como en la conducta que debe regir a los hombres. Dirán ustedes que por esa vía nos topamos sencillamente, con la verdulera del joven norteamericano. Al respecto, un propia opinión es exactamente la misma. Pero vale decir, en segundo plano, que la ciencia, lo cual en absoluto hace la verdulera, suministra normas para razonar, así como instrumentos y disciplina para efectuar lo ideado. Es probable que ustedes me objeten aún que si bien no se trata de verduras, todo eso no pasa de constituir los elementos para agenciárselas. Lo acepto; por ahora basta con dejarlo así. No obstante, con eso por fortuna no concluye la aportación de la ciencia. Es posible mostrar todavía un tercer resultado trascendental de la ciencia, esto es: la claridad, en el supuesto, lisa y llanamente, de que el maestro la posea, en cuya virtud, de ser así, a nosotros los maestros nos da la posibilidad de lograr que nuestros oyentes puedan discernir, claramente, entre tal o cual postura práctica que deba adoptarse para afrontar un problema de importancia. Aquí he de rogar a ustedes, con objeto de simplificar, que se concentren en el ejemplo de los fenómenos sociales. De adoptarse tal postura, la experiencia científica nos instruye acerca de los medios que deben utilizarse para ponerla en práctica. Si casualmente, por la índole de esos medios se sienten ustedes obligados a rechazarlos, no hallarán otro recurso que elegir entre el fin y los ineludibles medios. Entonces nos preguntamos ¿resultan o no santificados los medios por el fin? El maestro, como tal, puede hacerles ver la necesidad de decidirse en la elección; sin embargo, en tanto que siga siendo maestro, no puede hacer más; de lo contrario se convertiría en demagogo. Puede prevenirles, claro está, de que si ustedes pretenden llegar a tal o cual fin, deben atenerse a tales o cuales resultados secundarios, puesto que, conforme a lo que la experiencia nos ha enseñado, habrán de producirse con toda seguridad. Así pues, nos encontramos en la misma situación. Lo cierto es que todos estos problemas también les pueden ser planteados a los técnicos, pues muchos de éstos suelen verse ante la disyuntiva de tener que decidir conforme al principio del mal menor o de lo relativamente mejor. Sin embargo, existe la diferencia de que, por lo regular, a esos técnicos les es dado con anticipación lo principal: el fin. Y precisamente esto es lo que a nosotros no se nos da, en el caso de tratarse de problemas en verdad «últimos». He aquí que con esto hemos llegado finalmente a la última, de las aportaciones que le es posible hacer a la ciencia en honor de la claridad, y que señala asimismo sus límites. Veamos: el catedrático puede y debe instruir a sus discípulos acerca de que tal postura práctica procede, con lógica y honradez, según su propio sentido, de cierta visión del mundo, (o de ciertas, ya que puede derivar de varios), pero no de tal otra.

Se puede decir, hablando en imágenes, que al optar por esta postura se está sirviendo a un dios, en tanto que se ofende a otro. Si la persona mantiene en su fuero interno su propia fidelidad, llegará íntimamente a estos o aquellos resultados últimos y significativos. Esto es lo que está, por lo menos en esencia, dentro de las posibilidades de la ciencia, a cuyo esclarecimiento van dirigidas las disciplinas filosóficas y los temas, fundamentalmente filosóficos, de otras determinadas disciplinas. Conociendo nuestra materia (lo cual de nuevo hemos de dar aquí por supuesto), podemos obligar al individuo a que de suyo perciba el sentido último de sus propias acciones, y si no, obligarlo al menos podemos inducirlo a esa toma de conciencia. Creo que esto es algo más que suficiente, por lo menos visto desde el plano de la vida personal. También aquí cedo a la tentación de decir que, desde el momento en que un maestro consigue esto, presta su servicio a un poder «ético», a la obligación de esclarecer y despertar el sentido de la responsabilidad. Y estoy convencido de que habrá de ser aún más capaz de llevar adelante su propósito si, por su lado, se abstiene escrupulosamente de imponer o insinuar su postura personal a su auditorio.

Claro está que las ideas que voy exponiendo ante ustedes, se desprenden de algo fundamental: del hecho de que la vida, en la medida en que descansa en ella misma, se entiende, de suyo tiene conocimiento de esa lucha permanente que los dioses libran entre sí, es decir, hablando ya sin imágenes, de la imposibilidad de hacer un todo con los diferentes puntos de vista que, finalmente, pueden considerarse acerca de la existencia y, por consiguiente, de la imposibilidad de disipar la lucha entre ellos y aun de la imperiosa urgencia de elegir uno u otro. Y, ante semejantes situaciones, es importante que haya quien adopte la ciencia como «vocación». Ahora bien, dado que la ciencia tiene en si una «vocación» valiosa en cuanto al objeto, resulta de nuevo apremiante formar un juicio de peso respecto a estas condiciones de las cuales no cabe hablar en absoluto dentro del aula. La enseñanza que en ella se imparte presupone ya una respuesta afirmativa. En cuanto a mí, en lo personal, es con el propio trabajo que doy una respuesta afirmativa a esta cuestión. Claro está que también ello amerita una respuesta previa desde el punto de vista enfocado a que el peor de los males está en el intelectualismo, consideración propia de nuestras juventudes, mejor dicho, puntos de vista que ellas creen sostener, ya que, de hecho, es lo que suele ocurrir en la mayoría de casos. Consideramos conveniente que a estos jóvenes se les recordara la sentencia que dice: «El diablo es viejo; hazte viejo para que lo entiendas». Naturalmente esto no tiene nada que ver con la edad física; su sentido está en que para acabar con ese diablo no hay que rehuirlo, como hoy en día es costumbre hacerlo con tanta satisfacción; por el contrario, es menester ir tras sus huellas hasta el fin, para indagar los poderes que le son propios y sus límites.

Como sea que la ciencia, en la actualidad, es una «vocación» llevada a efecto mediante las especializaciones puestas al servicio de la toma de conciencia de cada uno de nosotros, y del conocimiento basado en determinados enlaces fácticos, constituye un testimonio de nuestra memoria histórica, al cual no podemos dejar de lado si pretendemos mantener la fidelidad para con nosotros. En estos tiempos la ciencia está lejos de ser un don de visionarios y profetas que reparten bendiciones y revelaciones; tampoco es parte integrante de las reflexiones de los sabios ni de los filósofos, en lo referente al sentido del mundo.

Si, al llegar a este punto, Tolstoi se alza una vez más en el interior de ustedes y pregunta que, ya que la ciencia no lo hace, a quien corresponde responder a las cuestiones relacionadas con lo que debemos hacer y con cómo hemos de orientar nuestras vidas, o en el lenguaje que venimos usando aquí, ¿quién podrá indicarnos a cuál de los dioses debemos servir? Nuestra respuesta será que únicamente un profeta o un salvador. De no existir tal profeta o de no creerse ya en su mensaje, sin duda alguna no lograrán ustedes que de nuevo baje a la tierra con el propósito de que millones de maestros, en calidad de pequeños profetas, con una paga del Estado, asuman su función desde la cátedra. Con eso únicamente conseguirán imposibilitar la plena toma de conciencia en cuanto a la verdad esencial de que el profeta, por el cual suspira nuestra generación en su mayoría, no existe. Creo que ni ahora ni nunca sirve al auténtico interés de quien es en verdad religioso, de quien «vibra» con la religión, el hecho de que se le disimule con cualquier sucedáneo (y un sucedáneo sería asumir todas esas profecías propagadas en el aula) la realidad esencial de que nos ha tocado vivir en tiempos carentes de profetas y que están de espaldas a Dios. Según mi parecer, con toda la pureza de sus sentimientos, debería rebelarse contra tal engaño. Es probable que al rozar este tema, ustedes se sientan tentados a preguntar cómo se explica entonces la existencia de la «teología» y cómo concurren en ella pretensiones de «ciencia». No es mi intento soslayar la cuestión. Bien que la «teología» y los «dogmas» no implican fenómenos universales, debemos tener en cuenta que también existen fuera del cristianismo. No tenemos más que volver la mirada hacia atrás en alas del tiempo y los encontraremos, de un modo muy desarrollado, en el islamismo, en el maniqueísmo, en la gnosis, en el orfismo, en el parsismo, en el budismo, en las sectas hindúes, en el taoísmo, en los upanishads y también, claro está en el judaísmo. Ciertamente, en cada uno de estos movimientos piadosos difieren mucho sus respectivos desarrollos sistemáticos. De ninguna manera se debe a una casualidad el hecho de que sea el cristianismo occidental el que no sólo haya desarrollado de modo sistemático la teología (en oposición, por ejemplo, al contenido teológico del judaísmo), sino que le haya dado asimismo, una importancia histórica de una grandiosidad inconmensurable. Esto procede del espíritu helénico y de él dimana también toda la teología occidental, de igual forma que la oriental se origina, ciertamente, en el pensamiento hindú. Se entiende que toda teología constituye la racionalización intelectual del contenido escatológico de la religión. No hay ciencia que carezca enteramente de supuestos previos, así como tampoco ninguna de ellas puede demostrar su valor intrínseco a quienes rehúsan aceptar estos supuestos; sin embargo, la teología incorpora conjuntamente, en favor de su desenvolvimiento y su justificación, algunos otros supuestos que le son característicos. Toda teología, sin exclusión de la hindú tiene su punto de partida en que el mundo debe tener un sentido. Por consiguiente, la cuestión está en hallar la manera de cómo interpretar el mundo para que esto resulte concebible. Aquí encontramos la misma situación de la teoría kantiana acerca del conocimiento, que se basa en el supuesto de «la existencia de una verdad científica válida» y gira en torno de cuáles serán los supuestos mentales que establecen, de un modo significativo, esta posibilidad. También podemos decir que es análoga a la situación de los estetas modernos, los cuáles se apoyan en el supuesto explícito (como G. von Lukacs) o implícito de que «existen obras de arte» y tratan de explicarse cómo es posible que llegue a ocurrir esto y que tenga sentido. Después de todo, las teologías no se conforman con este único supuesto, fundamentalmente religioso-filosófico, sino que ponen la mira en otro supuesto situado más allá, relativo a la necesidad de creer en revelaciones específicas, las cuales deben considerarse hechos salvadores, esto es, los únicos que permiten una forma de vida con sentido; así como que existen estados precisos y acciones determinadas con carácter «sacro», digamos, que constituyen un modo de vida religioso o, por lo menos, forman parte de él. Se trata, pues, de interpretar estos antecedentes, impuestos obligadamente dentro de una idea general del mundo. En realidad, para la teología los supuestos están en si más allá de toda «creencia», no forman un «saber», con el significado que se suele dar a este término; sino más bien, un «tener». Al que no tiene fe, la teología no puede dársela (o concederle el estado «sacro», según sea el caso de que se trate), así como tampoco se la puede dar ninguna ciencia como tal. Por el contrario, tratándose de una teología «positiva», cualquiera que sea, el creyente llega a un punto en que para él adquiere validez la máxima agustiniana de: «credo non quod, sed quia absurdum est». Las aptitudes que lo llevan a consumar tan virtuoso «sacrificio del intelecto» constituyen la señal que distingue al hombre realmente piadoso. El hecho de que esto sea así y no de otro modo, nos hace patente que, a pesar de la teología (mejor dicho a consecuencia de ella, ya que la teología la saca a luz), la tensión entre la esfera de los valores «científicos» y la consecución de la bienaventuranza que da la religión es algo del todo indisoluble.

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