Al parecer, Tippet había dado en el clavo. No obstante, Anawak había quedado aún más desorientado cuando Delaware le presentó los resultados de su primera búsqueda exhaustiva. Había rastreado en redes sudamericanas, alemanas, escandinavas, francesas y japonesas; había navegado por páginas web de Australia. Según parecía, en otros lugares estaban teniendo similares experiencias perturbadoras con las medusas.
—¿Medusas? —Shoemaker había comenzado a reírse—. ¿Qué hacen? ¿Saltan contra los barcos?
En un primer momento, Anawak tampoco había visto conexión alguna. ¿Qué tipo de problema podía ser ése, que se manifestaba en forma de ballenas y medusas? Tal vez entre las invasiones de Cnidarios sumamente venenosos y los ataques de ballenas había interrelaciones que no se veían a primera vista. Dos síntomas del mismo problema. Una acumulación de anomalías. Delaware encontró un artículo escrito por varios científicos costarricenses que sostenían que no era la fragata portuguesa la que hacía estragos frente a las costas sudamericanas, sino una especie similar desconocida hasta entonces, aún más peligrosa, más letal.
Y eso no era todo.
—Más o menos por la misma época en que aquí comenzó lo de las ballenas, desaparecieron barcos en las costas de Sudamérica y de Sudáfrica —resumió Delaware—. Botes de motor y pesqueros. Encontraron unos cuantos pedazos, nada más. De modo que si sumas dos y dos...
—Obtienes un montón de ballenas —dijo Shoemaker—. ¿Por qué no nos llega esa información? ¿Es que Canadá está fuera del mundo?
—Bueno, no nos interesamos particularmente por lo que sucede en otros países —constató Anawak—. Y Estados Unidos aún menos que nosotros.
 —El caso es que ha habido más desgracias con barcos medianos de las que nos enteramos por la prensa —dijo Delaware—. Colisiones, explosiones, hundimientos... ¿Y sabéis qué es extraño también? Esa epidemia en Francia. La desencadenaron no sé qué algas que estaban dentro de unos bogavantes, y ahora se está difundiendo como un reguero de pólvora un agente patógeno que no pueden controlar. Creo que otros países también están afectados. Pero cuanto más investigas, más borrosa se hace la imagen.
Anawak se frotaba de vez en cuando los ojos; pensaba que estaban a punto de hacer el ridículo. No serían los primeros en dejarse llevar por el niño mimado de los americanos, la teoría de las conspiraciones. Uno de cada cuatro ciudadanos estadounidenses cargaba con esos delirios. Había teorías según las cuales Bill Clinton había sido un agente ruso, y una cantidad de gente hacía dinero con historias de ovnis. Todo puro disparate. ¿Qué interés podía tener un Estado en camuflar acontecimientos que afectaban a miles de personas? Más allá de que parecía directamente imposible mantener algo así en secreto.
También Shoemaker expresó su escepticismo:
—Esto no es Roswell. No han caído del cielo hombrecitos verdes ni hay platillos volantes escondidos en ninguna parte. Hemos visto demasiadas películas de Harrison Ford. Todas esas historias de conspiraciones están sólo en el cine. Si hoy las ballenas saltan contra los barcos, mañana lo sabe todo el mundo, y lo que sucede en otros lugares, también llega hasta aquí.
—Entonces, presta atención —dijo Delaware—. Tofino tiene mil doscientos habitantes y consta básicamente de tres calles. Sin embargo, es imposible que todos conozcan lo que les sucede a los demás, ¿no es cierto?
—Sí, ¿y?
—Un solo lugar es demasiado grande como para que te enteres de todo. Imagínate el planeta entero.
—Eso es una perogrullada... El intelecto humano es un recipiente que se desborda muy rápido.
—Lo que quiero decir es que un gobierno no siempre puede retener las noticias, pero puede relativizarlas. Por ejemplo, limitando la cobertura informativa, cosa que es factible. Así, la mayor parte queda de todos modos en el país y el resto lo puedes encontrar en noticias breves. Probablemente todo lo que saqué de Internet ya había aparecido en los periódicos locales y en televisión, pero no nos enteramos.
Shoemaker entrecerró los ojos.
—¿Sí? —dijo inseguro.
—No importa —respondió Anawak—. Necesitamos más información. —Hurgaba de mal humor en los huevos revueltos y los movía por el plato—. Es decir, algo de información tenemos. Li también tiene algo. Y estoy seguro de que sabe mucho más que nosotros.
—Entonces pregúntale —dijo Shoemaker.
Anawak arqueó las cejas.
—¿A Li?
—¿Y por qué no? Si quieres saber algo, ve a preguntar. Quizá recibas un no y un puñetazo. Pero, sinceramente, peor que ahora no puedes estar.
Anawak se quedó callado y reflexionó.
No le darían información. A King tampoco se la daban, y eso que no paraba de preguntar.
Por otra parte, la idea de Shoemaker no era nada tonta. Uno podía hacer preguntas sin que el interrogado lo notara.
Quizá había llegado el momento de buscar respuestas.
Más tarde, cuando Shoemaker ya se había ido, Delaware le puso un ejemplar del
Vancouver Sun
sobre la mesa.
—Quise esperar a que Tom se hubiera ido —dijo.
Anawak echó una mirada a la primera página. Era el periódico del día anterior.
—Ya lo he leído.
—¿Todo?
—No, sólo lo más importante.
Delaware sonrió. Aunque Anawak no se había caracterizado en los últimos días por su trato amable y considerado, y menos aún por su buen humor, ella era muy atenta con él. Desde la conversación en la estación, no había vuelto a tocar el tema de su origen.
—Entonces lee lo menos importante.
Anawak dio la vuelta al periódico. En seguida vio a qué se refería Delaware. Era una noticia muy breve, de apenas unas cuantas líneas, que iba acompañada de una fotografía de una familia feliz: el padre, la madre y un niño que miraban agradecidos a un hombre muy alto. El padre le estrechaba la mano al hombre y todos sonreían a la cámara.
—Increíble —murmuró Anawak.
—Puedes darle las vueltas que quieras —dijo Delaware. Sus ojos brillaban tras sus nuevas gafas, de cristales amarillos y con una montura adornada con cruces de strass—. Pero no parece ser un hijo de puta como decís.
El pequeño Bill Sheckley, el último superviviente del naufragio que sufrió el pasado 11 de abril el barco turístico
Lady Wexham
frente a las costas de Vancouver, puede volver a sonreír. Sus aliviados padres lo han recogido hoy en el hospital de Victoria, donde ha estado en observación algunos días. Durante el rescate, el pequeño, de cinco años de edad, sufrió una peligrosa hipotermia y como consecuencia de ella tuvo una pulmonía, que ahora al parecer ha superado, al igual que el
shock
. Hoy sus padres han dado las gracias a Jack
Greywolf
O'Bannon, el comprometido protector medioambiental de la isla de Vancouver que dirigió el rescate y luego se preocupó de una manera conmovedora por la salud del pequeño Bill. Seguramente, no sólo en el corazón del pequeño se ha ganado un lugar el héroe de Tofino, como se denomina desde entonces a O'Bannon».
Anawak dobló el diario y lo arrojó sobre la mesa del desayuno.
—A Shoemaker se le hubieran puesto los nervios de punta —dijo.
Durante un momento nadie habló. Anawak miró las nubes que se desplazaban lentamente y trató de atizar su furia contra Greywolf, pero esta vez no funcionó. Sólo sentía furia contra la gente que obstaculizaba su trabajo y el de King, contra esa soldado arrogante y, por razones inexplicables, contra sí mismo.
Sobre todo contra sí mismo.
—¿Qué os sucede a todos con Greywolf? —preguntó Delaware finalmente.
—Ya has visto lo que hizo.
—¿Te refieres a cuando os lanzaron peces muertos? Bah, es muy extremado. También se podría decir que tenía un objetivo.
—Greywolf sólo busca camorra. —Anawak se pasó la mano por los ojos. Aunque era muy temprano, se sentía otra vez cansado y sin fuerzas.
—No me malinterpretes —dijo Delaware cuidadosamente—. Ese hombre me sacó del agua cuando yo pensaba que debía ir despidiéndome de la pequeña Licia. Hace dos días salí a buscarlo. No estaba en su casa, pero lo encontré en un bar de Ucluelet, así que me dirigí a él y... bueno, como ya te he dicho, le di las gracias.
—¿Y? —preguntó Anawak desganado—. ¿Qué dijo?
—No lo esperaba.
Anawak la miró.
—Estaba bastante desconcertado —continuó Delaware—. Y contento. Luego quiso saber cómo estás.
—¿Yo?
—¿Sabes lo que creo? —Cruzó los brazos sobre la mesa—. Creo que tiene pocos amigos.
—Tal vez debería preguntarse por qué.
—Y que te tiene cariño.
—Licia, basta. ¿En qué va a terminar esto? ¿Debo ponerme á llorar y santificarlo?
—Cuéntame algo de él.
«Por el amor de Dios, ¿por qué? —pensó Anawak—. ¿Por qué tengo que contar algo justamente sobre Greywolf? ¿No podemos hablar de algo agradable? Algo realmente agradable y alegre, por ejemplo...».
Reflexionó. No se le ocurrió nada.
—Antes éramos amigos —dijo escueto.
Esperaba ver a Delaware saltando y dando un grito de triunfo, pero solamente asintió.
—Se llama Jack O'Bannon y procede de Port Townsend, una ciudad del estado de Washington. Su padre es irlandés y su madre, mestiza, una suquamish, creo. En Estados Unidos, Jack hizo de todo: fue portero de bares, camionero, grafista publicitario y guardaespaldas, y por último fue buzo de combate en los SEALS de la Marina de Guerra de Estados Unidos. Allí encontró su vocación: entrenador de delfines. Lo hacía bien. Luego le detectaron una lesión en el corazón. No era nada grave, pero los SEALS son tipos duros. Jack se las arreglaba muy bien allí, tiene un estante lleno de premios en su casa, pero la Marina se terminó para él.
—¿Qué lo trajo a Canadá?
—Jack siempre tuvo debilidad por Canadá. Al principio intentó abrirse camino en la industria del cine en Vancouver. Pensó que con su estatura y su cara tal vez podía ser actor, pero Jack no tiene ni pizca de talento. En realidad, nada funcionó en su vida, porque siempre se crispaba y mandaba a alguno al hospital de la paliza.
—Uy.
Anawak mostró los dientes.
—Perdona que te desmonte a tu ídolo. No he tenido que esforzarme mucho.
—Está bien. ¿Y después?
—¿Después? —Anawak se sirvió un zumo de naranja—. Después estuvo preso, aunque por poco tiempo, no había estafado ni timado a nadie. Fue su manía de contestar lo que lo metió en la cárcel. Cuando salió, todo se hizo aún más difícil, por supuesto. Entretanto, había leído libros sobre protección de la naturaleza y «obre ballenas, y decidió que se dedicaría a eso. ¿Por qué no? Así que fue a ver a Davie, a quien conocía de un viaje a Ucluelet, y se ofreció como patrón de barco. Davie lo aceptó, pero con la condición de que no organizara líos. Porque Jack puede ser encantador si quiere.
Delaware asintió.
—Pero no fue encantador.
—Un tiempo sí. De repente comenzamos a tener una gran cantidad de clientes femeninas. Todo iba fenomenal... hasta el día en que volvió a golpear a alguien.
—¿A uno de los clientes?
—Tú lo has dicho.
—Caramba.
—Sí. Davie quería echarlo. Tuve que usar toda mi persuasión para que le diera una segunda oportunidad. Así que no lo echamos. Pero ¿qué hace el idiota? —Ahí estaba otra vez la furia contra Greywolf—. Tres semanas después el mismo espectáculo. Entonces Davie tuvo que echarlo. ¿Tú qué hubieras hecho?
—Creo que después de la primera vez lo hubiera puesto de patitas en la calle —dijo Delaware en voz baja.
—Vaya, veo que al menos no tengo que preocuparme por tu futuro —se burló Anawak—. De cualquier manera, si defiendes a alguien con todas tus fuerzas y te paga de ese modo, toda la simpatía que le puedas tener acaba por agotarse.
Anawak se tragó el zumo, se atragantó y tosió. Delaware se acercó y le golpeó suavemente la espalda.
—Después se volvió completamente loco —jadeó Anawak—. Jack tiene un segundo problema, un problema con la realidad. En algún momento de su frustración, parece que recibió al gran Manitou, que le dijo: Desde hoy te llamarás Greywolf y protegerás a las ballenas y a todo lo que repte y vuele. ¡Vaya imbecilidad! Ve y lucha... Por supuesto que estaba enojado con nosotros, así que se autoconvenció de que tenía que luchar contra nosotros; y para colmo de males, cree que yo estoy del lado equivocado, sólo que todavía no me he dado cuenta. —Anawak se ponía cada vez más furioso. Su ira crecía desmesuradamente—. Mezcla todo. No sabe nada de protección ambiental y tampoco de los indios, a los que se siente tan vinculado. Los indios se burlan de él. ¿Has estado en su casa? Ah no, claro, lo encontraste en el bar... Está llena de piezas indígenas... Todos se mofan de él, excepto los que no tienen nada en la cabeza: jóvenes desocupados, fracasados, pendencieros y borrachos; ellos lo consideran genial. Y también lo venera el montón de viejos hippies blancos y surfistas que no aguantan que los turistas los vean haraganear; tipos que antes acampaban en cualquier lado y ahora ya no pueden cagar en cualquier parte y dejar su basura tirada. Greywolf reunió a su alrededor la escoria de dos culturas: anarquistas y fracasados, marginados, neoactivistas contra el poder estatal, militantes medioambientales a los que Greenpeace expulsó de su organización porque les arruinaban la reputación, indios que son rechazados por sus propias tribus, chusma delincuente. A la mayoría de estos bandidos les importan un comino las ballenas, sólo quieren armar bulla y darse importancia, pero Jack es el único que no se entera y cree seriamente que sus Seaguards son una organización ecologista. Imagínate, financia a esa gentuza trabajando como leñador y guía turístico, y viviendo en una choza que no se la darías ni a un perro. ¡Eso es una mierda! ¿Por qué permite que todos se rían de él? ¿Por qué alguien como Jack se convierte en una figura trágica? ¡Este gran imbécil! ¿Puedes decírmelo?
Anawak se detuvo y respiró.
Muy arriba se oyó el grito de una ave marina.
Delaware untó un trozo de pan con mantequilla, le echó mermelada encima y se lo metió en la boca.
—Muy bien —dijo—. Veo que todavía lo aprecias.
El nombre de Ucluelet procede de la lengua nootka y significa aproximadamente «puerto seguro». Igual que Tofino, Ucluelet estaba protegido por una bahía natural. Con sus casas de madera bien pintadas y sus simpáticos bares y restaurantes, este pueblecito de pescadores se había convertido también en un punto de atracción pintoresco para los observadores de ballenas.